Lágrimas y papel

Logramos sacarle todo a ese libro. Le había salido sangre, de una herida muy cercana a su piel. Logramos sacarle la verdad y desmentimos las locuras del escritor. Le quitamos la voz aunque conservó la boca. Sus palabras ya no decían nada y sus sueños fueron aliviados con café. Pero aún estaba vivo. Alguien dijo que le sacáramos lágrimas, cada lágrima estaría seca y así podríamos mojarlo.
Entonces comenzamos a sacarle lágrimas, él no quería pero ¿a quién le importa? Cada lágrima tenía más agua que la anterior, pero poco a poco dejaron de contenerla. Pronto cambió a ser lodo, luego fue leche, luego arrojó tierra y más tarde llegó a ser azufre.
Estaba gritando en su mente pero a nosotros no nos decía nada. Llegamos al punto en que cayó y fue derrotado. Ya era un mundo vacío. Nos sentimos tristes pero no era nuestra culpa. Ese libro ya no tenía nada que ofrecer. Su existencia ya no valía la pena, se había vuelto uno de nosotros y junto a nosotros ya nadie lo distingue.

Óscar Rito Muñoz
Preparatoria 5

Imaginar el cuento

Los invito a imaginar el cuento, no como un género o una lista de características sino pensarlo como una persona o como una criatura. Si le damos cuerpo, forma, materia ¿qué personaje sería entonces?
Según Edgar Allan Poe, el cuento sería un sujeto brillante y calculador, capaz de encontrar las pistas de un asesinato perfecto y de hablar con un cuervo. Para Antón Chéjov es un batallón, implacable pero humanitario, tan preciso como un francotirador ruso. Para Julio Cortázar es un boxeador. Ligero, de mirada precisa, que gana con certero golpe en el último round. Para Jorge Luis Borges es un inmortal, una biblioteca infinita, un Aleph. Para Italo Calvino es un ser fantástico, rápido, capaz de volar.
Para Roberto Bolaño es un fantasma en los desiertos de Sonora o un muchacho derrotado que camina sonriente hacia el abismo. Para Augusto Monterroso es un dinosaurio. Para Raymond Carver es un sujeto frente a una botella. Para Charles Bukowski el mismo sujeto en la décima botella. Para Rubem Fonseca es un balazo. Para Juan Rulfo un espectro que habita algún pueblo olvidado.
Para Juan José Arreola un prodigioso miligramo. Para Alberto Chimal es un viajero del tiempo. Para José Luis Zárate un enmascarado o un súper poder. Para Luis Martín Ulloa es un niño sentado en una silla. Podemos hablar de tantas encarnaciones como narradores ha habido. El cuento se reinventa.
En los textos de esta sección el lector encontrará que el cuento es un canario que busca la libertad, una piloto en caída vertiginosa hacia el océano, un hombre que cae desde un campanario.
También se encarna en un sujeto que busca una huidiza compañía, uno que pide un deseo, uno que despierta ante los ruidos de un intruso en su casa. Incluso nos encontramos con seres que demuestran el drama terrible de la existencia humana: un joven que pierde a su abuelo, una niña que viaja sobre “La Bestia”, una hija atormentada en su habitación.
A través de los textos de estos jóvenes narradores podemos ser testigos de que el cuento sigue revitalizándose, cambiando, evolucionando. El cuento nos mira sonriente y nos imagina.

Cástulo Aceves*

*Narrador. Primer lugar del Concurso Estatal «Adalberto Navarro Sánchez» 2004, en narrativa. Sus textos se encuentran en publicaciones impresas y revistas electrónicas, y en las antologías Figuración de instantes, Mar nuestro de cada día y Tramas y líneas. Muestra de narrativa de Guadalajara.

Después del abuelo

Mondschein│Aimee Guadalupe Senda Núñez, Preparatoria Regional de La Barca.

Mondschein│Aimee Guadalupe Senda Núñez, Preparatoria Regional de La Barca.

El día que el abuelo murió fue uno como cualquiera. Al amanecer se sentía un leve frío porque así debe ser durante los primeros días del otoño. Mi madre entró a mi cuarto y me pidió que me sentara para platicar, porque así debe ser cuando te dan una mala noticia. Me dijo que el abuelo había fallecido durante la noche, porque así debe ser con las personas que padecen cáncer pulmonar.
–¿Te sientes bien? –preguntó al ver que mi expresión era tranquila.
–Sí, estoy bien –contesté sin inmutarme–. ¿Cómo está papá?
–Está tomándolo con calma, estuvo allí con él un momento antes que pasara. Si quieres puedo sacar un permiso para que faltes a la escuela hoy.
–No… no gracias. Tengo exámenes y no quiero que se me acumulen.
Ese día, para que no me fuera en autobús a la preparatoria mi madre decidió llevarme, supongo que como un acto de condescendencia porque toda la gente se comporta más amable cuando alguien muere. Es como si temieran que al actuar como de costumbre, alguien más fuera a morir y tuvieran que repetir todo el proceso. Pero estaba bien, supongo que todo era parte del momento.
A decir verdad soy nuevo en esto de andar de luto. Nadie más en mi familia cercana había muerto desde hacía siete años, cuando falleció una tía con la que solía pasar las tardes mientras mis padres trabajaban. Tenía como ocho años en ese momento, así que no recuerdo nada claramente, no recuerdo haberla velado o haber ido a su entierro. Sólo recuerdo sujetar la mano del abuelo en la iglesia durante la misa de cuerpo presente.
Ese día saqué cien en los dos exámenes que nos aplicaron en la escuela. Al regresar a mi casa treinta minutos antes de lo normal, decidí tumbarme en la cama, escuchar música y tratar de leer un rato. Elegir qué leer fue algo difícil, sobre todo porque en mi librero el libro más grande y notorio es una edición de lujo de El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, que mi abuelo me regaló dos años atrás, cuando me estaba enseñando a conducir. Pude manejar decentemente por veinte minutos, lo cual era un récord para mí. Así que decidió llevarme a la librería, a pesar que no me gustaba leer, y comprarme un libro que no me interesaba. En ese momento pensé que era el peor premio y decidí que para la próxima lección, manejaría mejor y por más tiempo.
–¿De qué trata el libro? –pregunté intentado simular interés.
–Trata sobre un tipo que tiene está obsesionado por una mujer adinerada que perdió hace años. Así que decide hacerse rico, buscarla y comprar una mansión cerca de la de ella para ofrecer estrafalarias fiestas con la esperanza que algún día ella, que ahora está casada, lo visite.
–Suena mucho esfuerzo para recuperar a alguien, si yo fuera él, buscaría a otra. Es más fácil y gastaría mis millones en otras cosas.
–Pero así debía ser, de lo contrario no habría libro.
–¿No conoces otra repuesta a mis preguntas además de “porque así debe ser”?, porque es lo que siempre me dices –le dije un poco desesperado.
–A veces ésa es la mejor respuesta a las cosas, algunas sólo deben ser de cierta forma. No conoces la razón, pero sabes que así deben ser. ¿Te digo un secreto? Serás más feliz cuando aceptes algunos hechos y dejes de buscar el porqué de las cosas.
–Tal vez… –respondí dejando el resto de la frase esfumarse en el aire.
–Lee el libro y quizá te dé otro premio si la siguiente vez manejas mejor.
Me dejó en mi casa y al abrir el libro cayó al piso un billete de 200 pesos que nunca gasté porque era nuevo. Decidí utilizarlo como separador para el libro que terminé leyendo en mis momentos de aburrimiento y que luego acabó por gustarme, aunque a treinta páginas de terminarlo lo perdí por unos días y al encontrarlo no continué su lectura porque ya leía otro. Desde entonces no recordaba que lo había dejado inconcluso, muchas veces las cosas brillan por la ausencia de una de sus partes. En el caso del libro, me faltó discutir el final con el abuelo.
Más tarde, antes de la cremación del cuerpo, me preguntaron si quería decir algunas palabras para el abuelo. No tenía nada, no sentía nada, no sabía si estaba triste porque lo perdí o enojado conmigo mismo por no sentir nada, por no estar llorando como la abuela o deprimido como las decenas, si no es que más, de personas que estaban presentes. Me enojé conmigo por estar bien. Tan jodidamente bien como para lograr concentrarme y sacar cien en dos exámenes en un mismo día, a pesar que una de las personas más cercanas a mí acababa de morir y estaba a punto de volverse un montón de cenizas. Me limité a decir que no sentía que tuviera algo que comentar, nadie me forzó a decir más.
El abuelo comenzó a fumar después que le diagnosticaron cáncer. Soy el único que sabía que lo hacía y hasta en dónde. Decía que iba a caminar al parque que queda a tres cuadras de su casa, se adentraba entre los árboles hasta llegar a un claro donde hay una banca de madera esculpida sobre un árbol que se desplomó hace algunos años. Allí metía su mano en un hueco que está detrás del respaldo y encontraba su cajetilla escondida. Lo descubrí un día que volvía a casa después de pasar el día entero en el parque, decidí acortar distancia pasando por el claro y ahí lo vi, sentado plácidamente con la vista al vacío dando dos o tres caladas para después toser. Él se dio cuenta que lo observaba y me invitó a sentarme con él.
–No se lo dirás a nadie ¿verdad?
–¿Yo?… no lo sé. No te entiendo.
–Es fácil, tengo miedo de algún día estar conectado a una máquina que me mantenga respirando hasta que finalmente mis pulmones decidan detenerse y morir, lo he visto antes. Es simple. ¿Quieres un cigarro?
Después de oír eso me levanté, esforzándome por contener el enojo y me fui. Nunca le conté a nadie, creo que porque yo tampoco estaba listo para verlo en el estado que me había descrito. Decidí no contarle a nadie y dejarlo seguir fumando el poco tiempo que le quedaba hasta que sus malditos pulmones ya no pudieran respirar. Sólo lo dejé pasar.
Han pasado tres días desde la cremación del cuerpo del abuelo y no puedo dejar de pensar en ello. Todos los días es lo mismo: levantarme y ver mi librero que me recuerda que él me incitó a comenzar a leer, luego salir de casa a esperar el autobús, pues mi madre decidió que ya puedo volver a tomarlo porque sobrellevé la situación con “mucha calma”. Después pasar por su casa y recordarlo. Llegar a la escuela, salir y dirigirme a mi casa. Tal vez salir en la tarde a distraerme, aunque no lo logre, y volver en la noche a hacer tareas y dormir.
Cuando era pequeño, el abuelo me llevaba al parque a pasear cada sábado. Me recogía a las seis de la tarde y me subía en su Jeep blanco. Llegábamos y nos sentábamos en el parque a platicar. Un día me dijo que debía ir a jugar con los demás niños.
–No quiero.
–Pero vas a ir a hacerlo, ¿sabes por qué?
–No.
Me miró fijamente y me dio la respuesta que siempre me daba, la que desde pequeño era la mejor explicación a todas las cosas. Fui, jugué y conocí a quienes hoy son mis amigos, a quienes irónicamente no puedo ver porque me recuerdan a él, al abuelo del que no tuve la oportunidad de despedirme antes que sus pulmones dejaran de funcionar.
Al día siguiente decidí terminar El gran Gatsby y supe que Gatsby murió, como el abuelo, y nadie fue a su funeral. Al terminar el libro esperaba sentir un vacío. No pasó, pues en ese momento sentí como si tuviera un grito menos en el estómago, un grito que salió al acabar el libro y devolverlo al librero.
Luego decidí ir al parque, buscar el claro donde se sentaba el abuelo y meter la mano en el hueco en el que él lo hacía para encontrar una cajetilla con tres cigarros y un encendedor. Nunca antes había fumado y así desperdicié el primer cigarro, aprendiendo a no tragar el humo. Pensé en dejar los otros dos pero no lo hice, porque así debía ser. Al terminar me fui a casa y guardé la cajetilla vacía jurándome no volver a fumar.
Antes pasé a la casa de mi abuela. Me abrazó, hizo que pasara y me sentara en la silla de mi abuelo para platicar. Le conté de la tarde que lo vi fumar en el claro del parque y lo que él me había dicho. En ese momento, por primera vez, sentí que lo había perdido. Resultó que ella también lo sabía, después me abrazó y lloró, los dos lo habíamos dejado ir.
Al día siguiente me levanté pensado en el abuelo, pero no en cómo lo dejé ir ni en cómo no platiqué del libro con él. Tampoco lo vi cuando pasé por el parque ni cuando me reuní con los amigos que él me ayudó a hacer y por último, no lo vi en mi librero reflejado en ese gran libro azul. Sólo lo contemplé en la foto que tenía con él en mi buró y al verla me sentí bien. Porque así debía ser.

Jesús Corona Vargas
Preparatoria Regional de Casimiro Castillo

Paredes

Inside of me│Miguel Ángel Díaz Martínez, Preparatoria Regional de El Salto

Inside of me│Miguel Ángel Díaz Martínez, Preparatoria Regional de El Salto

Una luz entraba a través de la pared lechosa llena de fluidos pegajosos, poco a poco el calor llegaba a mi piel arrugada y tierna. Sentí necesidad de retorcerme como lombriz dentro del pequeño lugar de paredes blancas sin ángulos en el que estaba.
Empecé a picotear la pared, mas con este intento no lograba siquiera atravesar la primera capa, retorcí la cabeza y con más fuerza en el pico finalmente pude agrietarla. Impulsé todo mi cuerpo hacia afuera para salir, hasta que un boquete se dibujó en las infinitas paredes blancas. Apenas podía asomar mi pico y arrancaba con debilidad la pared trozo a trozo, caían lentamente. Cuando mi cuello rondaba fuera de las grietas y mi cabeza temblorosa volteaba a todas partes, divisé sólo dos espectros.
Los próximos días después que salí de esas paredes casi irrompibles, estuve moviéndome de un lado a otro entre pedazos blancos y fluidos ajenos a los míos, entre plumas y paja que parecían basura, mierda rodeándome por todos lados. Apestaba.
Un día por fin pude desplegar mis pesados párpados y supe que aquellas dos sombras que en un principio vi, eran mis padres. Permanecían como dos soles postrados en un palo de madera que iba de orilla a orilla de la estructura en que estábamos y que permanecía detenido por unos barrotes blancos. Yo quería salir de esa revuelta cama, porque ya comenzaba a ver mis plumas al cumplir mi primer mes. Amarillo como mis padres, sentía mis enormes alas llenas de plumas. Me consideraba tan ajeno a lo que mis padres eran. Ellos siempre estaban ahí, momificados o de vez en cuando saltando de un palo a otro. Algunas veces los encontraba en un pequeño rincón comiendo y bebiendo, taciturnos y postrados, luego se desplazaban a cualquier otra esquina que formaban los barrotes silenciosos. Nunca los vi mover sus alas, en cambio yo sentía ganas de salir, volar y cantarle a los jilgueros que se escuchaban fuera de esta jaula de tedio.
De vez en cuando una mano bienaventurada nos daba más comida y limpiaba esta pocilga llena de mierda, soledad y recuerdos. Cepillaba el piso tapizado de melancolía costrosa y nosotros nos encomendábamos a esa mano para tener seguro el mañana. Así pasaron los meses y aquellos soles que eran mis padres, se fueron extinguiendo. Apenas eran unas pequeñas estrellas o unas luciérnagas en constante parpadeo.
Una noche silenciosa, canté tan fuerte y con tal estruendo que mis padres despertaron asustados. La mano bienaventurada alzó la manta que cubría la jaula e hizo la luz. Me sentí como un pecador por haber cantado con libertad, comencé a volar en el pequeño espacio, haciendo tanto ajetreo que los ojos de mis padres se clavaron en mí con tal rudeza que me juzgaron de loco.
Y efectivamente, me parecía estar en un manicomio más que en una prisión de canarios. La luz que llegaba, se asomaba por los cristales del techo y se reflejaba aún más en las paredes blancas, la mano nos dejaba nuestra ración de alimento en un recipiente azul. Estábamos divididos dos canarios por jaula, por edad, estatura, color y plumaje, y a su vez cada jaula estaba dividida en dos. Nos estudiaban.
Después cantaba para mis adentros y volaba con la imaginación, pues había sido acusado por mi compañía y la mano vanagloriada. Con el miedo entre las alas, el hambre y la cabeza hecha cuerda con nudos repetidos, en un descuido en el que la mano dejó abierta la puerta, desconocida para mí, salí huyendo extendiendo mis alas tan largas que me despabilé del miedo. Donde yo vivía apenas era un rincón comparado con las paredes exteriores de este lugar, volé por los pasillos y entre una habitación y otra, hasta que no encontré techo que me detuviera, seguí con rapidez vivaz para sentir el gran esplendor azul con blanco que divisaba.
Conocí por fin el cielo, el aire ahogando mi cara y el verdadero sol calentando mis plumas. Volé hacia una aventura insólita, en las lejanas costas conocí el mar tan brillante y hondo que un abismo le quedaba corto. Vagué por los mares del Mediterráneo, conocí en las Islas Canarias primos de todos los colores, descubrí que no fue por nosotros el honor del nombre. Me quedé un buen tiempo en la isla más pequeña y visitaba de vez en cuando las otras en busca de alimento. Crucé montañas lejanas, cerros y volcanes, cayos perdidos en el mar, con la arena cubierta de motas verdes. Hice casa en andenes desconocidos, me adentré en arrecifes, cielos negros y sombríos. Viví en libertad, aleteando y cantando a mis anchas. Pronto advertí en mí un envejecimiento solitario, así que decidí regresar para buscar una compañía cálida. Y pasé de nuevo por todos los lugares en los que había estado. Llegué y todo era tan normal, siempre con ese estupor incandescente en el cielo y el viento quedito pegándole a la flora. Descubrí en el gran patio de una casa grandes cantares como los míos, así que me acerqué para instalarme como los otros.

Colibríes│Diego Guadalupe Pérez Vallejo, Preparatoria 20

Colibríes│Diego Guadalupe Pérez Vallejo, Preparatoria 20

Cuando por fin sentí estar adentro, me estrellé contra un muro transparente con marcos de madera desgastada. Allí estaba de nuevo la mano bienaventurada, arrestándome y colocándome en una nueva celda en los grandes pabellones del patio lleno de jaulas. Si un canario revoloteaba sus alas o intentaba volar dentro del pequeño cubículo, que era un suicidio hacerlo, la mano lo sacaba y ya no volvía más. En la tarde, cuando el sol arreciaba, abrían los cristales por el techo y se hacían rendijas para que no aumentara el calor. Entonces, la mano quería que todos nosotros cantáramos para ella y cuando se retiraba teníamos que callar o desaparecíamos. Qué dios era aquel que nos cuidaba y nos mataba, y al que mis padres y yo nos encomendábamos; sin embargo, nos daba de beber y comer a la hora adecuada. Mis plumas ya estaban desgastadas, confundía el cielo con el infierno gracias a la paranoia, comía menos de lo habitual y cantaba a duras penas cuando la mano aparecía. Desde mi jaula agredía a los otros canarios y pasaba la mayor parte del día dormido para apaciguar el huracán de ideas que por la noche me atormentaban. Empecé a hacer todo por inercia, comer de lo poco, ver de lo mucho, escuchar de la nada y volar a escondidas cuando todos dormíamos.
Otro día como cualquiera me sentí libre y también otros, los míos. Como parvada teníamos la manía de ir de nuevo a vivir las mejores fiestas como cuando éramos jóvenes, cantar y volar a nuestra gana, pero ya no era posible tal libertad, porque la vida ya nos había desgastado. Ahora sólo quedaba regresar. Allí descubrí junto con los otros, que en efecto, un dios me había dejado libre desde el principio. Allí estaba yo, con mi cabeza clueca empollando mi cuerpo sobre el nido viejo.
El horizonte con sus nubes formando un descomunal paraíso afrodisíaco, flores de todos los colores adornando las copas de los árboles, el viento y la brisa de una lluvia que se esfumaba antes de llegar a tierra. A esa altura sólo nosotros los canarios estábamos libres de grandeza y nos olvidábamos del dios que nos daba la mano, de la prisión en la que vivimos siempre, en el infierno imaginario, donde pocas veces sufríamos de penurias. Teníamos una imaginación tan grande que pensé llegar a vivir en soledad y la melancolía hacía sus costras en el suelo, y la locura estaba ligada a la inteligencia de una forma inocua.
Y cuando parpadeé unos segundos, estaba yo de nuevo peleando contra aquellas paredes lechosas.

Jovany Escareño Dávalos
Preparatoria 12

Sin Regreso

Eran las siete de la mañana del 23 de febrero de 1924 y a la luz de los primeros rayos del sol, me encontraba en un prado completamente sola. Eché un vistazo y entre la vastedad del bosque, no vi más que verde y más verde. El avión estaba hecho pedazos, por suerte yo seguía entera.
Aquel fue el peor de mis vuelos. Una tormenta inesperada me envolvió, me cegó completamente y navegué por los cielos sin certeza por alrededor de dos horas. Cuando se veía llegar el fin, un rayo alcanzó una de las alas de mi nave y la encendió en llamas. Y no recuerdo más.

Nostalgia│Aranxa Carolina Aguilar Mendoza, Preparatoria 14.

Nostalgia│Aranxa Carolina Aguilar Mendoza, Preparatoria 14.

No lograba incorporarme, estaba tendida en medio de la nada. Aquellas nubes rasgadas eran imposibles de admirarse en la bulliciosa ciudad en la que vivía; el cielo lucía limpio, transparente y eterno. Sin embargo, era necesario dar un vistazo alrededor de mí, ver qué tan lejos de la civilización había caído e integrarme lo más pronto posible. Semanas atrás había prometido a mi hijo Elías y a su agonizante tortuga, que les llevaría cien fotografías de los atardeceres que contemplara en cada uno de mis vuelos, el de este desafortunado día iba a ser la fotografía noventa y siete. No podía hacer menos por mi hijo, la ausencia de su padre no tardaría en hacerse evidente y de alguna manera tenía que distraer su mente antes de anunciarle la fatal noticia de que su padre había muerto por defender a su país.
Poco a poco fui consciente de mi cuerpo, me dolía un poco la muñeca en la que tenía enredada una pañoleta roja que cubría mi pulgar fracturado. Llevaba puesta mi chaqueta de cuero café –aunque estaba hecha harapos–, una camisa blanca de manga larga, ceñida en los puños y el cuello, y un pantalón oscuro bastante grueso. Me percaté que había perdido mi gorro, mi casco y mis gafas, por eso quedaron al descubierto mis desastrosos mechones rizados. Solía llevar lo mismo en cada viaje, a excepción de la bufanda, pues mi hijo antes que yo emprendiera un nuevo vuelo me colgaba un listón de color diferente a las barbas de la bufanda azul que alguna vez perteneció a su padre. Lo hacía para que con el viento diera la impresión de que de mi cuello salía un arcoíris, pues decía que yo era su hada favorita.
Aquello era un desastre. La hélice estaba partida por la mitad y el motor completamente calcinado. Como se trataba de un viaje de rutina, que se suponía no debía causarme contratiempos, la mañana del día anterior olvidé guardar la caja de herramientas y el botiquín de primeros auxilios estaba vacío. No lograba explicarme cómo fue que sobreviví sin ninguna lesión grave, sólo podía observarme rasguños.
¿A dónde fui a parar? Nunca había visto tan cerca la naturaleza como en este punto. En ninguno de los cientos de mapas que estudié había registro de un lugar así. Con incertidumbre, avancé como pude hacia el misterioso bosque que se encontraba tras de mí. No había viento y sin embargo, mientras más avanzaba, el ambiente se tornaba cada vez más tropical.
Un paso antes de adentrarme en busca de algo que me ayudara a construir un refugio temporal, encontrar algunas provisiones o, si corría con suerte, a alguna persona que me auxiliara, decidí arrojar un par de rocas hacia el sendero que se tornaba oscuro por el espesor de las copas de los imponentes árboles que se elevaban hacia el cielo y ahogaban la luz en su interior. No escuché nada, sólo la piedra que tocó el suelo. Hizo un eco que resonó en toda la superficie del solitario bosque, fue escalofriante.
El bosque me llamaba y me adentré en él con paso firme. Poco a poco mis ojos buscaban la luz que el follaje se tragaba. Un ruido desconocido y lejano se escuchó, hizo crujir las ramas y con tenebrosidad, se dirigió hacia mí. Intenté escapar de él lo más rápido que mis adormecidas piernas me permitieran, pero parecía saber mi camino. En un instante no podía ver nada y traspasé.
Tenía el corazón acelerado y a tientas busqué algo para sostenerme. Fui subiendo poco a poco por una delgada pared, rugosa y torcida, y cuando por fin pude incorporarme, tenía mis ojos brillantes y muy abiertos, llenos de confusión y terror. Era la mirada más profunda que jamás había observado: una ventana al pasado, con ciento de imágenes impregnadas en un fulgor de aquellos ojos. Me desvanecí nuevamente y la sombra dueña de esos macabros sentidos, me sujetó por ambos brazos y con rudeza me levantó del suelo.
Quizá por decisión propia o por verdadero cansancio, no supe de mí durante un largo rato. En mi cuerpo reinaba una paz profunda y me transporté a un viaje astral, vislumbré a la distancia eternas bombas en explosión de colores sin nombre aún, gigantescas nebulosas que en la lejanía musitaban canciones intergalácticas, inmensos caballos de infinitas crines que se agitaban a las vibraciones del cosmos y jineteados por seres imperiales, de naturaleza inhumana, pero tan nobles como nosotros. Sin embargo, no tenía noción de materia alguna, no había espacio ni tiempo ni luz ni sombra ni vívidos sonidos de ancestrales voces, mucho menos tambores al compás del corazón.
Poco a poco fui siendo consciente de mi cuerpo: el hormigueo en las plantas de mis pies, el calor en mi cabeza, una suave y espesa brisa que me mantenía cobijada, sutiles aromas de infusiones místicas y perfumes naturales. Mi cuerpo estaba desnudo y todo mi peso apoyado sobre mi espalda recostada en una roca inmensa. Antes de abrir los ojos pude concebir las llamaradas rojas y blancas que estaban alrededor de mí, apuntándome, más que eso, acusándome pero con reverencia. Y suspiré.
Al unísono, voces toscas y profundas recitaban deliciosas armonías, en un lenguaje que no conozco y del cual no tenía idea que existiera. Reconocía ciertas percusiones pero algunos instrumentos de viento emitían una eufonía tan perfecta y clara como jamás en la vida se podrá escuchar. Me incorporé y al atreverme a abrir los ojos, decenas de figuras brunas me analizaban mechón a mechón, con intrigante asombro. Vi a joven, miembro del grupo de individuos que me estudiaban, era delgado y alto, de ojos chispeantes y penetrantes, de piel cálida, su aspecto era un poco africano, un poco asiático. No podría decir con exactitud a qué raza pertenecía, pero tenía gran similitud a mis antepasados provenientes de África. Pude ver en su cuello, al borde de la clavícula, una marca oscura en forma de lanza, apuntando hacia el corazón. Al pasar la vista sobre los demás, observé que todos los varones llevaban esa flecha y las hermosas hembras, todas ellas de cabellos crespos y ennegrecidos, similares a los míos, llevaban un patrón de líneas y puntos alrededor del bíceps izquierdo. Me extrañaba que no despegaran su vista de mí, que no intentarán atacarme, pero tampoco demostraban condescendencia. Simplemente me observaban y una luz roja bailoteaba en sus cuerpos desnudos. No dudé ni un segundo que estaba en medio de una civilización desconocida para la humanidad, que a su vez desconocía a los otros integrantes de la humanidad. Dejaron de cantar y una anciana de cabello escaso y blanco se acercó temblorosa a mí. Interpretó una oración conjurada y a juzgar por su expresión, era algo que todos habían esperado. No paraba de repetir “Atsak”, cada que pronunciaba ese sonido, esbozaba una sonrisa y el fervor se escapaba por sus ojos arrugados. Hice un ademán con la mano y se la tendí, hubo un sobresalto y la multitud se arrodilló. Uno a uno fueron pasando y al postrarse, dejaban a mis pies diversas flores y raíces que me resultaban desconocidas. Permanecí inmóvil durante largos minutos, pues a cada movimiento que yo realizaba, estallaba el éxtasis y el regocijo, esa reacción se estaba tornado un tanto incómoda para mí. Nuevamente la anciana se aproximó, esta vez traía en sus arrugadas manos una especie de collar, hecho con cuentas de madera tallada que iban amarradas a un lazo de hebras de hule y en el centro había una forma ovalada, con grafías inscritas que no lograba descifrar.
Ella lo colocó en el altar sobre el que me habían reposado y se arrodilló gritando una evocación desesperada. “Atsak, melu, Atsak”, me dijo. Intuí que debía colocármelo y todos guardaron silencio. Al elevar la mirada, vi cómo entre ellos sonreían y murmullaban. Entonces fue cuando comenzaron a revolotear de felicidad. Aplaudían y escandalizaban, y por primera vez desde que había retomado consciencia, dejaron de mirarme.
Miré el collar y sus complejas cuentas. Parecían seguir un ciclo que culminaba en el centro, pero que ahí mismo renacía. Pude interpretar dos símbolos: el último, que ascendía como evolucionando, y el primero que descendía simulando un renacer. Y justo entre esos dos, había una figura femenina, más oscura que las demás formas. Concluí que el collar era una reliquia, un tributo a su mayor deidad, pues aquello representaba a un ser eterno, perfecto y al parecer cíclico, o capaz de renacer.
Ellos creían que yo era su diosa. “Atsak” parecía ser mi nombre. Comprendí su emoción, su miedo, su entrega y sus cánticos, pero tenía un mal presagio. El collar marcaba un inicio y un fin que se transformaban en renacer bajo la dicha del sol sobre la figura femenina. Quise cegar esa posibilidad, pero la intriga me aprisionaba. El inicio en la vida del nacimiento y el fin en la muerte. Su diosa podía resucitar y otorgarles la vida eterna; sin embargo, yo era un piloto aviador, madre de Elías, viuda de Tomás. Mi fin era su fin, mi fin era la muerte.
De un brinco bajé del altar y me recibieron dos enormes individuos, serios y rígidos, que no se atrevían a mirarme directamente. Quise correr, pero ya habían rodeado mis extremidades con una cuerda hecha de resistentes enredaderas verdes. Les supliqué que me soltaran, pero regresaron mi cuerpo boca abajo a la enorme roca dejando mi cabeza colgando, era incapaz de moverme.
La cuerda estaba tan ajustada a mí, que respirar era muy incómodo y doloroso. Un niño derramó un líquido aromático sobre mi frente y bajo mi cabeza, en el suelo, colocó un cesto lo suficientemente grande como para que ésta fuera depositaba en él. Los vi inquietos, saltando y esperando el momento en que mi cuerpo desvanecería y de entre el follaje una nueva alma dotada de gracia, los bendijera con su nobleza. Estaba temerosa, con los ojos ciegos por el llanto y el cuerpo tembloroso, mi mente estaba en blanco y esperaba al verdugo. Él colocó la hoja fría y afilada atrás de mi nuca. Silencio.
Un rayo alcanzó nuevamente mi avión, ahora estaba en caída libre a merced de las violentas corrientes del viento. Tomé con ambas manos el asiento, me aferré a él, sentía mil afiladas gotas de lluvia atravesar mi lacerada piel. Cerré los ojos y me concentré en respirar, lo que me resultaba imposible. Una luz azul me cegó y vi a Tomás entre las nubes. “Elías, recuerda alimentar a la tortuga”.

María de Jesús Neri Navarro
Preparatoria Regional de Chapala

Caída

Tree girl │Francia Yaneli Quezada Miranda, Preparatoria Regional de El Salto

Tree girl │Francia Yaneli Quezada Miranda, Preparatoria Regional de El Salto

Es curioso cómo algunas personas creen que la vida está llena de casualidades, yo difiero en ello. Siempre he sido fiel a la idea de que todo pasa por alguna razón, desde que en este mismo momento esté caminando por la calle de la iglesia hasta por qué el crepúsculo se ve más apagado que de costumbre.
Ahora que lo pienso, me cuestiono si los más mínimos detalles influyeron en el destino de las cosas, si me hubiera puesto el suéter gris en lugar de buscar la chaqueta negra ¿alteraría lo que ha pasado este día? O tal vez si hubiera salido tres minutos tarde de mi casa a la escuela, no hubiera encontrado a mi madre que me recordó la llamada de mi tía para pedirle permiso de que yo fuera a ayudarle por la tarde.
Voy camino a la florería a comprar crisantemos blancos que mi tía me ha encargado para adornar la casa. Llego a la florería y me atiende una mujer de entre cuarenta y cinco y cincuenta años, algo descuidada y malhumorada. Pregunto por el precio de los crisantemos blancos. “A setenta la docena”, me responde la florista. Me parece caro, así que regateo el precio poniendo como excusa que sólo tengo sesenta pesos. La florista accede, pido que me reparta la docena en dos ramos, mientras espero, escucho en el fondo de aquel local de flores el sonido de una televisión encendida y comienzo a observar el lugar tan viejo, sucio y que tiene un aire anticuado.
El olor a flores, pino y madera, se percibe al instante, tan fresco y agradable al olfato y drástico a la vista. La mujer que arregla los ramos, toma las delicadas flores con rudeza, las zangolotea y acomoda con una rama de pino y esas florecillas que son una especie de margaritas pequeñas, las junta y las aprieta, quita los pétalos marchitos de los crisantemos y corta sus tallos sin piedad ni remordimiento para lograr que tengan el mismo tamaño. En ese momento logro percibir el dolor en ellas, que han pasado de un estado de pasajera tranquilidad descansando en aquella cubeta con agua a la violencia de las manos de la mujer.
Veo las luces de los automóviles que pasan por la avenida y las confundo con animales, niños y personas adultas que van corriendo por entre los autos siendo alcanzados por éstos y desapareciendo de mi vista, supongo que con un final no muy grato, con un trágico final.
Todo esto me hace recordar a aquel hombre que en un descuido, en unos segundos, perdió la vida mientras bajaba una campana de la torre de la iglesia cuando cayó ante la vista de decenas de curiosos que miraban el acto. Ahora puedo recordarlo muy bien y tengo fija en mi mente aquella tan desastrosa imagen. Recuerdo su sangre en el pavimento, tan roja como las rosas de la florería, su cuerpo inerte ante la muchedumbre morbosa como aquellos tallos y pétalos regados sobre el piso de aquel local en el que alguna vez, no hace mucho, compré crisantemos blancos.
La orilla de la acera es tan pequeña, otra vez los niños y los perros, otra vez las mujeres, los obreros, hay una fuerza afuera que me atrae, que me pide correr, que me vuelve una de esas sombras que se desplazan entre las luces, hacen parecer fácil el cruce. Hay algo que los dibuja tranquilos, una paz que me llama, como una especie de libertad. De pronto parece que se elevan y desaparecen, flotan un momento, se van y vuelven otra vez, como en círculo. Se van en la dirección de los coches, ¿se van con ellos?, ¿a dónde van? Me miran y me invitan. Quiero moverme pero esta realidad me lo impide, mis piernas me lo recuerdan, fijas en la banqueta. En medio de la calle está todo: mis miedos, mi libertad, mi seguridad.
El sonido y el viento de los automóviles en mi cara, aquellas voces casi mudas confundiéndome, que me incitan a formar parte de su élite. La lucha prevalece contra lo estático de mis pies, hasta que en un descuido logro liberar el movimiento y doy pasos seguros en línea recta.

Karen Joceline González Ríos
Preparatoria 12

Migración en solitario

Hermosa agonía │Alberto Onofre Rodríguez, Preparatoria 20.

Hermosa agonía │Alberto Onofre Rodríguez, Preparatoria 20.

La pequeña corría tan rápido como sus cortas piernas le permitían. Su mirada brillaba de inseguridad y de miedo. En su espalda una mochila de nueve kilos la retrasaba, su piel morena se escondía detrás de una capa de polvo y sus cabellos largos recogidos en una coleta se balanceaban en cada paso. Un hombre la tomó del brazo y la subió a la “bestia”. Sentada en un lugar “seguro” comenzó a llorar, no conocía a ninguna de las personas que la rodeaban. El viento la sacudía, la noche estaba comenzando. Sus pies dolían, tenía hambre y sed, estaba cansada, cuántos días no había podido dormir con tranquilidad. Tanto dolor y sacrificio para una meta: estar con su madre de nuevo.

Jéssica Xitlalli Rayas de la Rosa
Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

Sin título

Placer en la habitación, calor humano, caricias, manos recorriendo cuerpos, él desearía no hacerlo, el placer le gana. Un cuerpo de mujer a su lado, recuerdo de tantas noches, es tan parecido al de su esposa. La está atormentando, ella grita de dolor: “¡Papá, por favor no lo hagas!”.

Cinthya García Cortés
Preparatoria 20

Precio

Quédate. Intentémoslo de nuevo. Sé que puedo mejorar. Por favor no me dejes. Tu compañía me conforta, me da el calor que a mi alma conserva. Sin ti envejezco, mi cuerpo se muere poco a poco. ¡No, quédate conmigo! No le importó. Cuanto más se acercaba Lucas, la soledad se alejaba más.

Karen Joceline Gonzálezs Ríos
Preparatoria 12

El genio

Hello!│Diego Guadalupe Pérez Vallejo, Preparatoria 20

Hello!│Diego Guadalupe Pérez Vallejo, Preparatoria 20

Frente a él flota una lámpara mágica de plata y la toma. Sus dedos rozan con el frío contorno y en el acto aparece un genio de aspecto áspero con luces de colores a su alrededor.
─Te concederé un deseo ─le dice.
─¿Sólo uno?
─Sí, sólo uno. Piénsalo muy bien. ¿Quieres dinero, fama, belleza?
─¡Deseo ser libre! ─dice el otro.
Al instante, despierta y se ve rodeado de un metal inmenso y sin salida alguna. Comprende, decepcionado, haber soñado de nuevo. Y en su delirio con la soledad, espera a que algún individuo por fin logre frotar la lámpara.

Sergio Alejandro Padilla Nava
Preparatoria 12

¡Cuidado!

Desperté. Encendí la lámpara y miré a mi alrededor. Todo parecía normal. Traté de dormir de nuevo, pero mis sentidos ya se habían aguzado. Apesadumbrado, me levanté de la cama y al oír el crujir de los resortes, me detuve con el corazón latiendo a gran velocidad.
─¡Salga con las manos en alto, ya lo descubrí! ─exclamé a pesar de saber que no había nadie más. Grande fue mi sorpresa cuando escuché la voz de un hombre que decía:
─¡Cuidado!
Presa del enojo y creyendo que había entrado un ladrón a mi casa, corrí hacia el sillón y lo deslicé, pero al hacerlo sentí un gran dolor que me hizo cerrar los ojos. Al abrirlos descubrí que estaba en la estación del tren y el sol resplandeciente me cegaba. Frente a mí había un hombre que me miraba fijamente. Traté de decir algo, pero antes de poder siquiera hablar, espumarajos salieron de mi boca.
Lo último que vi antes de morir, fue aquel hombre que con voz risueña decía:
─¡Cuidado!

Delia Noemí Siordia Navarro
Preparatoria 4

Una brecha impostergable entre la necesidad y el deseo

La satisfacción humana, a veces limitada a la simple elección de una condición, una forma de ser o la simple apariencia bajo la cual nos mostramos, en ocasiones representa esa brecha impostergable entre la necesidad y el deseo. Esta pulsión entre la compensación de algo que carecemos y la búsqueda de algo por descubrir, la mayoría de las veces encuentra su realización mediante la posesión de un objeto. Esta posesión por pequeña que sea, se vuelve única cuando representa nuestro objeto de deseo. En este objeto, es posible articular todas las dimensiones de nuestros sentimientos y emociones. Podemos encontrar sueños hechos realidad o restaurar nuestro pasado perdido.

¿Quién no ha tenido la sensación de que todas las cosas que usa son prescindibles, pero que siempre hay algo único que necesitamos llevar siempre para ser nosotros mismos? A veces son un par de zapatos, un sombrero, una diadema o algo más sutil, algo invisible pero evidente, algo que sólo puedes mirar a través de los “Ojos de pantera”, como nos relata Andrea Mariam Oropeza. Un pequeñísimo objeto que en el bolsillo se vuelve un secreto, pero en los labios se vuelve la sensación de completa libertad para su nuevo dueño.

Y ya que hablamos de secretos, ¿cómo preservar nuestras palabras más allá de la muerte para que se alejen de nuestra conciencia? A veces los secretos nos reducen a la simple condición de culpa y es necesaria una confesión para librar nuestra batalla personal. Pero si no confiamos en el confesor ¿qué nos queda? En ocasiones no basta con pronunciar el secreto y dejar que se desvanezca con el viento, quizá porque se trata de palabras muy oscuras. ¿Y si esas palabras representan la vida de alguien más que desapareció entre cenizas y tierra seca? Contra el desvanecimiento de las palabras, una carta puede ser la respuesta para dar testimonio de aquello que se consumió en sus propias llamas como nos relata Mario Balam en “El venado más hermoso”.

A veces el pasado nos cobra la factura con ironía. No siempre es posible alejarse de lo que alguna vez fuimos o de aquello que el destino nos ha planteado en el derrotero de nuestras decisiones. Lo que determina la persona que somos, son nuestros actos. ¿Qué pasa con los actos de un mago que nunca creyó en su magia? Tal como nos cuenta Rocío Guadalupe Álvarez Leyva, la magia de todo buen truco reside en la inocencia de nuestro espectador.

Dios y el Diablo tienen una disputa. Todos conocemos la justicia del Creador, pero siempre habrá que creerle al dicho popular “más sabe el Diablo por viejo que por diablo”, y más si involucra a la clase política, como en el cuento “La silla presidencial”, de David Amadeo Jacohinde Corona. Por último, hay veces que nos enamoramos irreflexivamente, como en el cuento “Un café”, de Luis Enrique Solorio Salazar, que teje la vena erótico-fetichista.

En estos cinco relatos que nos ofrece el vaivén literario, descubriremos la intimidad de los personajes en distintos senderos, quizá todos ellos cobijados por la sombra de la culpa, contraída por tener una preferencia contraria a lo socialmente aceptado, exonerada al confesarla en el anonimato de una carta o lavada por la ironía del destino.

Fernando Toriz*

*Fernando Toriz (Guadalajara, 1973) es narrador y poeta. Obtuvo el grado de maestro en Gestión y Desarrollo Cultural.
Actualmente es coordinador de eventos culturales de la Libería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica (FCE) en Guadalajara.

Ojos de pantera

Tiempo libre

Tiempo libre | Itzel Montserrat Calderón García. Preparatoria 7.

La pantalla del celular dio la alarma, una melodía empezó a sonar, me decía que eran las 7:40 amna delicada silueta se movió de la cama, un poco torpe a esas horas, la seguí con la mirada. Ella salió a tropezones de la habitación, eso de levantarse temprano nunca había sido su fuerte. Escuché cómo encendía la luz del baño y abría la llave de la regadera.

Mientras oía con atención cómo corría el agua. Empecé a mirar la habitación, nuestra habitación. Ahora alumbrada por un tenue foco, era el cuarto perfecto para mí: la belleza rodeaba toda la estancia, las paredes pintadas de blanco exhibían delicados tapices florales morados y negros que daban elegancia a la sobriedad de las paredes. En el centro de ésta se exhibía la espléndida cama de acero y adornada con doseles, que era el objeto principal del cuarto. Además a cada lado había dos mesitas de noche, a juego con la cama; un enorme armario donde había una infinidad de ejemplos del buen gusto por la moda de la dueña del cuarto. Finalmente estaba el tocador, repleto de accesorios y artículos de belleza que se habían ido acumulando con el tiempo, alcé la vista mirándome en el espejo, sabía que yo era el favorito de ella, nunca se olvidaba de mí.

Escuché la puerta del baño abrirse, ella salió envuelta en una delgada toalla ceñida a su cuerpo, se dirigió inmediatamente al armario, la noche anterior había escogido su atuendo del día. En un pestañeo estaba vestidatocaba maquillarse y peinarse.
La conocía, sabía perfectamente qué  ropa usaría, ella era la joven que había soñado que me poseyera. Una mujer perfecta, todo en ella reflejaba feminidad. Cómo me llenaba de placer verla siempre.

Finalmente, después de la espera, mi turno había llegado. Me miró y tocó mi cuerpo mientras me acercaba a sus labios, amaba sentirlos tan suaves y delicados, delineados cual escultura de mármol, los rocé con ímpetu, dejando a mi paso un rojo carmín. Me miró unos segundos, para después guardarme en su bolso, sabía que me necesitaría, siempre me requería.

Sentí cómo se movía la bolsa, pero no era para extrañarse porque conocía sus movimientos, sabía que hoy no iría a la escuela; pensé que sólo saldría a beber un café con sus amigas y luego a comprar, pero un cambio brusco en sus movimientos me hizo reconsiderarlo, tontamente me asomé al agujero del cierre que daba el exterior, saqué mi cabeza y vi que caminábamos en la acera de un parque; intenté mirar más cerca, buscando el nombre de la calle para ubicarme, pero justo en ese instante el tonto celular sonó, ella abrió la bolsa con brusquedad y yo salí disparado al exterior.

Al volar por los aires pensé que moriría. Sentí el concreto en mi cuerpo, pero milagrosamente salí ileso; rodé hacia una grieta de la banqueta donde me detuve. Levanté la mirada y vi que ella contestaba un mensaje, no se había dado cuenta que yo yacía en el suelo. Alarmado, comencé a gritar, la llamaba, esperaba que me viera porque yo era importante para ella. Por más que clamaba, no me vio y siguió su camino, dejándome allí, tirado en la banqueta. Yo continué llamándola, mi garganta se secó por completo sin obtener una respuesta.

La tarde llegó con una lentitud desgarradora. Por momentos deseaba que ella hubiese notado mi ausencia y regresase por mí. El tiempo seguía, burlándose de mí. Destrozado me preguntaba ¿por qué yo?

Comencé a pensar en mi dueña perfecta, tan pura, tan fémina; estaba tan absorto imaginándola que no vi lo que ocurría a mi alrededor: una sombra gigantesca se me acercó con movimientos bruscos, un hormigueo recorrió mi espalda, comencé a temblar y volteé.  Era algo inmenso, de casi dos metros, me miraba sin mostrar ninguna emoción, yo intenté moverme, pedir ayuda, pero estaba atrapado en la grieta. Él dio una ojeada a su alrededor, le seguí la mirada,  suspiró, al parecer aliviado mientras fijaba su vista de nuevo en mí, sus ojos eran intimidantes, parecían ojos de pantera, acechando su presa.  Al ver que no había ningún alma cerca, se inclinó y me tomó.

La sensación de ser tocado por él fue la experiencia más horrible que he sentido, sus manos eran ásperas y estaban repletas de callos, las únicas manos que me habían tocado eran las suaves extremidades de ella. La fuerza que ejercía sobre mí era dura, me tenía atrapado, y yo forcejeaba con toda mi alma.

Entonces grité clamando ayuda. Las flores voltearon angustiadas, los pájaros del parque me miraron con tristeza y hasta el viejo roble movió temeroso su cuerpo; al verlos entendí que ellos no podían hacer nada contra él.

Su mano me colocó en el bolsillo delantero de sus jeans, eran estrechos, me sentí asfixiado, el movimiento de su pierna al caminar me golpeaba contra la mezclilla. No sé decir cuánto tiempo estuve en ese bolsillo, puede que hayan sido unos diez minutos, pero para mí fue un completo calvario.

Casi al borde de desmayarme sentí que paraba, escuché temerosa cómo abría varias puertas con las llaves. Él subió corriendo las escaleras no sin antes gritar con una voz muy gruesa y grave.

—Ya llegué, no tengo hambre, Mamá, me voy a mi habitación.

No entendí qué contestaron porque él ya se había encerrado en su habitación de un portazo. Presté atención a sus movimientos, aventó sus pertenencias al suelo mientras encendía una lámpara, me sacó con sus manos, comencé a llorar, qué tipo de castigo era éste; con los ojos hinchados miré su alcoba, eran el caos en persona, montañas de ropa se apilaban cerca del armario, la ropa de cama era un revoltijo de sábanas sucias y un fuerte olor recorría el cuarto.

Me dejó en lo que pretendía ser un tocador, estaba vacío comparado con el de ella, el pulso me aumentaba, encendió la radio, una serie de gritos mezclados con un solo de guitarra y batería llenaron la habitación. Él se acostó en la cama y fijó su mirada en la pared, pensativo. El tiempo transcurría lento, hubiese jurado que el reloj se burlaba. La noche llegó, él apagó la música y siguió acostado, atento a los sonidos de la casa.

Yo no podía dejar de mirarlo. No sabía qué haría ahora. La intriga me estaba matando, era demasiado misterioso.
El reloj marcó las 2 am cuando él se movió, se sentó frente al espejo y se miró. Yo realmente no sabía si mirar al real o a su reflejo, su mirada se posó sobre mí.  Mientras me tomaba, sentí sus manos sudorosas, yo intentaba llorar, dar guerra; pero ya no tenía lágrimas ni fuerzas.

Me desnudó con timidez: subía y bajaba mi cremallera, no podía seguir. Me dejé tocar, derrotado, en espera de su siguiente movimiento, pero nunca imaginé lo que hizo. Me acercó a sus labios y me besó.

Los labios de él eran secos, ásperos y duros, me sentí sucio, ¿por qué yo? ¿Por qué él? Intenté contraerme pero me sujetaba muy fuerte y yo era muy débil, cuando sus labios se tornaron rojos como los de ella, lloré.

Cuando él terminó me dejó sobre el tocador, me tiré en la madera, incliné mi cabeza, no podía moverme, apenas tenía fuerzas para respirar, la imagen de ella resonaba, quería regresar, olvidar este infierno.

Estaba absorto en mí hasta que lo escuché: oí su llanto, silencioso y reprimido. Alcé la vista, ahí estaba él mirándose mientras lloraba, las lágrimas caían sobre su piel, sus ojos de pantera, esos que me habían hecho temblar estaban rojos e hinchados.

No sé cuánto tiempo lloró, pero cuando paró, volteó a verme, inexpresivo y me tomó, ahora con más delicadeza, creo. Abrió un cajón del tocador y me encerró ahí con llave.

Es imposible contar el lapso que paseé con él en su habitación, el pequeño cajón tenía como única luz la que salía del agujero de la chapa, cuando había mucho ruido solía asomarme a husmear. En esos ratos descubrí mucho sobre él, era joven, todavía vivía con sus padres, aunque no eran los mejores progenitores que uno deseara, en mi opinión, por las constantes críticas y comentarios, eran muy intolerantes y tercos. Constantemente lo presionaban para hacer o actuar de cierta manera, él acataba todo lo que le decían sin quejarse.

En el día nunca escuché una queja suya, ni siquiera una emoción de su rostro. Después comprendí que siempre tenía una máscara, una armadura. Lo que nunca entendía era por qué me usaba todas las noches, qué hacía yo para hacerlo sentir así.

Ha pasado un tiempo desde mi encierro, ya casi no me queda vitalidad. Probablemente duraré sólo hoy o mañana. Ya no me importa que sea él quien me tenga, sólo quiero su compañía ahora. Unos gritos llegan por el pasillo, es la voz de los padres, esos malditos, pero escucho algo más es… es la voz de él.

Shock

Shock | Oscar Tornero. Escuela Vocacional

Rápido me asomo a mirar por la cerradura. El cajón está abierto. Me armo de valor, es lo único que me queda, tengo que verlo, después de gritos, escucho un ruido, probablemente un puñetazo, justo entonces él entra corriendo; cierra la puerta con seguro y se sienta a mi lado.

Lo veo; noto el gran cardenal que se le está haciendo en la parte baja del cachete, la máscara de él está rota, sus ojos vuelven a humedecerse, tristes y profundos, ya no les tengo miedo como antes, siguen siendo unos ojos de pantera, pero una pantera perdida.

Él se inclinó en el tocador junto a mí, cerró los ojos, cansado. Quería apoyarlo, tranquilizarlo, pero no sabía cómo, ya estaba cansado, las fuerzas me fallaban.

Entonces lo supe, armé la fuerza que me quedaba y rodé hacia él, era la primera vez que yo lo hacía y no otro. Le rocé los labios, les di el mejor color que he dado en mi vida, terminé con la última pincelada, cuando él abrió los ojos asombrado. Le sonreí y sucumbí.

Andrea Mariam Oropeza García
Preparatoria 5

El venado más hermoso

Sin título

Sin título | Cristian Daniel Tolentino Vázquez. Preparatoria Regional de Jocotepec.

Esta carta en verdad no va dirigida a nadie. No espero que sea leída. La escribo porque quiero, para que el olvido la carcoma y las cenizas la entierren. Quizá lo hago tratando de engañarme, de convencerme que nuestra historia perdurará. Sólo hay una dedicatoria: para Carmen.

Rosa hermosa, rosa envenenada, aún estoy tratando de descifrarla, siempre con sus libros. A veces me preguntaba a qué realidad pertenecía, si a la de piel y sangre o a la de tinta y lágrimas. Dijo que la lluvia le ponía nostálgica. Nos fuimos enredando en un juego letal y confundimos muchas cosas. Pensamos que podíamos salvarnos, que podíamos sobrevivir, pero nos equivocamos. Nos consumimos a nosotros mismos, lento, suspiro a suspiro, beso a beso. Nos destruimos y luego nos cubrimos de cenizas. Ahora mismo no estoy seguro de poder recordar imágenes, olores o sabores, pero su cálida piel, sus labios atacando a los míos, eso sí lo recuerdo. Es como una memoria táctil.

La imagen de su desnudez contra la luz del fuego acude a mi mente, miraba la leña quemarse, hipnótica. Recuerdo el frío de la madrugada. Esas madrugadas se habían vuelto necesarias para mí. La arena gris y limpia entre mis pies. El recuerdo avanza: Carmen metiendo la mano al fuego de la hoguera, yo gritándole que si estaba loca, que quitara la mano. Lo más nítido del recuerdo es su cara con una mueca de placer y locura, de hermosa locura. Una cara trastornada que después vería muchas veces más. Su mano quemándose y ella riendo. Cuando la quité del fuego, se tiró sobre mí y me besó como nunca antes, con un beso de muerte. Yo me dejé llevar porque la amaba, aún lo hago.

Ahora sé que Carmen comprendió ese día que cada beso nos carcomía, que nos habíamos metido sin quererlo en un juego mortal para ver quién aguantaba más. Fue al día siguiente cuando ella hizo su profecía: no saldremos vivos de esto.

El origen de nuestra perdición había quedado muy atrás. Yo tenía doce años, vivía en la orilla del pueblo cuando la epidemia de las lágrimas. En la casa ya antes mis padres habían hablado de eso, pero no entendí del todo. Un día mi madre soltó una lágrima mientras cortaba cebolla y ya no paró. Lloró todo el día y cuando llegó mi padre se unió a ella en su llanto. Lloraron por tres días mientras mis hermanos se unían de a poco a su dolor. A veces me miraban suplicantes. Al cuarto día empezaron a vomitar sal pura. Nadie sobrevivió al quinto día. Toda mi familia murió. Podría decirse que yo morí con ellos, o por lo menos una parte de mí lo hizo. Un pedazo de mi alma se destruyó allí, dejó de existir.

Por las noches me escondía en la alacena. Temblaba porque sabía que ellos volverían. Efectivamente, volvían. Mi familia volvía compuesta únicamente de cenizas; temblaban, sollozaban: parecían derrumbarse. Hablaban con gemidos y sonidos incomprensibles. Y susurraban, siempre estaban susurrando.

Pronto todo el pueblo estuvo muerto o simplemente se marchó. Cuando se fueron los dos últimos habitantes, fue cuando me sentí con libertad de salir a las calles y ahí encontré a Carmen, mi amor sin retorno, mi sentencia de muerte escrita en sus ojeras. Sobrevivimos, no sé cómo. Lo realmente importante pasó cuatro años después, uno después de la profecía mortal y dos antes de mi muerte absoluta.

Desperté y me encontré solo en el pueblo. La busqué durante todo el día golpeando paredes, gritando su nombre desesperado, apretando los puños, conteniendo el llanto. Cuando atardecía, rendido entre las ruinas de una casa de adobe, pensando en cuál sería la mejor forma de quitarme la vida, finalmente apareció.  Carmen bajó del monte con exasperante tranquilidad. Venía acompañada por una pareja,  un hombre y una mujer a penas llegados de un mundo viejo. “Fascinante”, dijo el hombre con un español de gringo, como de esos comerciantes de los que antes estaba plagado el pueblo. Examinaron cada piedra, cada casa, cada grano de arena infértil, cada árbol. Me examinaron a mí. “Volveremos con ustedes a la ciudad mañana”, dijo Carmen. Yo no entendía. Le pregunté qué pasaba y sólo sonrió, pensé que luego recibiría mis respuestas. Nos fuimos a dormir.

Me despertó la voz de Carmen, eran como las tres de la mañana. Estaba junto a mí, sonriendo. Pregunté qué pasaba y soltó una risa agria. Algo fuera, en la calle, estalló en llamas. Me levanté rápido para ir a ver pero me detuvo del brazo, me besó y me empujó contra la pared antes de salir corriendo. Quedé inmóvil por un momento, me pareció que me había lanzado una navaja al irse. Fui corriendo tras ella y vi que la casa vieja, en la que había dormido la pareja del puerto, estaba en llamas. Escuché gritos y alguien corría despavorido por la calle, tropezaba y volvía a correr. Lo seguí, sabía que Carmen también estaba siguiéndolo. Corrí más a prisa y alcancé a quien corría por entre los callejones a las calles sin nombre, entre los techos y entre los senderos sin salida. La alcancé. Era la mujer. Gritó al verme. No me dejaba decirle que no quería hacerle daño. Gritaba y la tranquilicé con un abrazo. “Lo mató”, me dijo entre sollozos. Le dije que todo estaría bien. Yo sabía que no, que nada estaría bien porque Carmen reía, diciéndome con la mirada que la mujer también moriría. Reía estrepitosamente y la mujer entre mis brazos se retorcía asustada.  Y entonces lo entendí. Entendí que sólo había una salida y que si yo no lo hacía, al final lo haría ella. Quizá, si lo hacía, me amaría.

Sin título

Sin título | Cristian Daniel Tolentino Vázquez. Preparatoria Regional de Jocotepec.

Saqué de mi bolsillo la navaja que me dio y la encajé en la nuca de la mujer mientras le susurraba que todo iba a estar bien, le susurré por consolarla. Era el mejor método para matar venados y no podía ser diferente con las personas, ¿verdad? No lo fue.  Nada fue diferente, ¿verdad? Ni el sonido que hizo al sentir la muerte, ni su modo delicado de caer, ni sus ojos entre agradecidos y nostálgicos. Entonces comprendí  que los humanos y los venados están hechos del mismo barro; bueno, quizás había una diferencia y era el sabor de su carne. Después de todo, la carne de venado no era tan rica, ¿verdad?

Me parece estúpido contar los siguientes dos años aquí porque esta carta debe ser breve y concisa porque ella y yo fuimos así. No quiero cursilerías. Fui su presa, ella disfrutaba perdiéndome en el pueblo. Me mordía con cada beso y en nuestra desnudez miraba mi cuerpo deseosa, con verdadero apetito.

Fue hace dos días. No la encontraba. Le gustaba esconderse, desesperarme. La busqué por todas partes, por cada árbol podrido, por cada grano de arena fértil, por cada pájaro mudo. Nada. Atardecía cuando las casas de adobe a mi alrededor estallaron ferozmente en llamas. Ella salió de entre el fuego. Su piel en llamas me hizo enmudecer. Creí que era un ángel. Se acercó, me besó y me mordió mientras me susurraba que me amaba. Yo lo sabía, pero no por eso pude impedir que su navaja entrara en mi estómago. No me hirió de muerte, así lo planeó. Entonces me besó distinto a sus otros besos, éste llevaba todas las hebras de sangre de su alma. Un líquido tibio mojó mis mejillas a mitad del beso. El cuerpo desnudo que me abrazaba tembló de pronto, luego se alejó de mí. Lloraba sin control. Yo di un paso hacia ella, pero no pude con mi propio peso, estaba cansado y herido. Carmen convulsionaba de llanto, se llevaba las manos a la cabeza y gritaba. Ya no podía ayudarla, la peste de las lágrimas la había alcanzado. Me miró y sus ojos decían “mátame” y así lo hice. Sabía que después de esto vendrían la sal y el viento y el abandono entre cenizas y tierra seca. Murió como muere un venado, el venado más hermoso.

Esperé junto a su cuerpo a que me consumieran las llamas, pero no lo hicieron. El incendio se sofocó y yo me quedé solo en ese pueblo maldito. Me senté a mirar el cielo y así me quedaré hasta siempre porque es mi castigo. Porque alguien debe cuidar la memoria del pueblo de cenizas que dejo en esta carta, antes que el “siempre” se vuelva mañana consumiéndose en un mismo bocado.

Mario Balam Morgado Olvera
Preparatoria 12

El mejor truco de magia

Escorzo

Escorzo | Diana Laura Gómez Dávila. Escuela Vocacional.

Esa pequeña niña de siete años, la más hermosa que jamás había visto, estaba llorando en un centro comercial. Cuando me acerqué, ella me vio y nos sonreímos.
—¿Te robaste a una niña? ¡Demonios, Trevor! —David hace una pausa. —Robamos autos, asaltamos, extorsionamos, pero sólo eso ¡no robamos niños!
—¡Oh, vamos, David, tranquilízate! Es sólo una niña. No dará gran problema. Además, no podía desperdiciar una oportunidad como ésta. Estaba sola en el supermercado, llorando. Le dije que la llevaría con sus padres y ¡listo! Ella cree que la llevaré con sus padres. Soy una buena persona para ella, así que no intentará huir ni armará escándalo que levante sospechas. Tranquilízate, te juro que encontraremos a alguien que quiera comprarla —le dije con absoluta tranquilidad mientras veía a la pequeña jugar con unas muñecas.
—Escúchame bien, estúpido —me dijo  mientras volteaba  a todas direcciones  y finalmente viéndome a los ojos. —Estás solo en esto, ¿me escuchaste? ¡Estás solo! —salió de la habitación golpeando la puerta a su salida haciendo que la niña diera un saltito por el susto.
En el momento en el que David se fue, sabía que tenía que deshacerme de la niña lo antes posible. ¡Yo solo no podía! Él se encargaba de encontrarle comprador a todo lo que robábamos. yo sólo era su ayudante.
Laborábamos en un pequeño departamento de 10 metros por 10 metros: dos habitaciones, sala, comedor y cocina. Estaba bastante bien. Nuestro trabajo nos permitía pagarlo. Estaba desordenado, eso sí, pero es de esperarse cuando viven sólo dos hombres en una casa.
Buscando entre los contactos que teníamos, logré encontrar el número de un tipo que hasta donde David me contaba, compraba de todo. Seguro no dudaría en comprar a la niña, así que decidí hablarle a la mañana siguiente. Fue una noche bastante estresante para mí, estaba asustado.
—Señor —me volteó a ver aquella niña mientras seguía jugando con sus juguetes. —¿Dónde están mis papás? Usted dijo que me llevaría con ellos.
—Oye, niña. Tengo una pregunta para ti ¿qué  acaso  tus padres no te dijeron que no te fueras con un extraño? Le dije mientras le mostraba una risita burlona.
—Usted no es extraño. Yo lo conozco porque sale en la tele —me decía entusiasmada, mientras dejaba sus juguetes en el suelo para ponerme atención.
—¿Qué estás diciendo, en la televisión? Ja, ja, ja. Estás de broma, niña.
—¡Sí. Usted es el Mago McCarty!
En ese momento sentí cómo rebobinaba mi mente haciéndome recordar los años ochenta, cuando trabajaba en un show de televisión como un mago de tercera que hacía los trucos más básicos. Hasta un niño de la actualidad los podía hacer sin pestañear. A pesar de ser un trabajo mal pagado y ridículo, la verdad es que fue lo único bueno que hice en toda mi vida, pero ya no recordaba con claridad aquellas épocas. Ni siquiera sabía que transmitían aún ese programa. Ya no recordaba la emoción que sentía cuando un niño  se entusiasmaba al verme, por esa razón la pequeña me sonrió en el supermercado.
—Y dime, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Elizabeth —dijo mientras sonreía— y tú eres el Mago McCarty.
—Llámame Trevor.
—¿Trébol? En el patio de mi casa crecen de esos. Mi mamá me dice que si encuentro uno que tenga cuatro hojas, me dará suerte. ¿Has encontrado un trébol de cuatro hojas? Me preguntó con curiosidad y esperanza.
—Je, je. Sí. De pequeño, mi abuelo recogió un trébol de cuatro hojas y me lo obsequió, allá cuando vivía en Alberta, en Canadá.
—¿Eres de Canadá? Yo soy de Tlaquepaque.
—¿Tlaquepaque, niña? Mejor dicho, eres de aquí, de Jalisco.
—¡Sí! Entonces, señor Trébol, ¿por qué no hace un truco de magia para mí? Me gusta ese truco en donde desaparece debajo de una capa roja. La niña seguía sonriendo.
—Mejor duérmete ya, niña. Mañana te llevaré con tus padres, ¿vale?
—¡Okey!, pero mañana tienes que hacer ese truco de magia, ¡y caminar por la cuerda floja! Me gusta cuando los magos caminan por la cuerda floja —dijo mientras se recostaba en la cama que le había preparado en la habitación contigua a la mía.
—Niña, los magos no caminan por la cuerda floja. Esos son los malabaristas. Pero Elizabeth ya no me contestó. En cuanto pegó la cabeza a la almohada, cayó dormida. Y era de esperarse después de pasar un día tan estresante sin saber nada de sus padres, pero esa niña veía algo en mí y no sé qué era.
A primera hora de la mañana llamé al tipo  que posiblemente me compraría a la niña.
—¿Hola, hablo con Rivera? —pregunté sin estar seguro de lo que diría a continuación.
—¿Quién lo busca, y para qué? —contestó una voz masculina bastante rasposa.
—Ha-ha- habla Trevor, amigo de David. Verás: tengo una niña…
—Trece mil —me interrumpió secamente.
—¿T-trece mil? —tartamudeaba por los nervios —¿Y… y qué es lo que les hacen?
—Mira, son trece mil para que cierres el hocico y no hagas preguntas, ¿okey? ¿Los quieres o no?
En ese momento le colgué y me quedé mudo, sin saber qué hacer. Estaba en blanco. Decidí que tal vez lo mejor era devolver a la niña a la policía. Pero no podía. Era un prófugo de la ley. Si la llevaba, tal vez me interrogaran, y no soy bueno para mentir: me descubrirían, verían mi historial criminal y me encarcelarían de por vida.
—¡Señor Trébol! —escuché a la niña gritar desde su habitación y atendí su llamado.
—¿Qué pasa, Elizabeth? —le pregunté aún con cara de susto.
—Ya es hora de ir con mis papás, ¡pero primero quiero que hagas el truco que te dije! —encendió su entusiasmo.
De pronto, se escucharon las sirenas, no sólo de una, sino de varias ambulancias fuera del piso. Me asomé por la cortina y eran cuatro patrullas, de las cuales bajaban varios policías y se dirigían hacia las escaleras del edificio. Era el fin. Ya no tenía tiempo de hacer nada, o eso creí. De repente tuve una única idea que tal vez podría funcionar. Tomé a la niña en brazos y una sábana roja de mi cama. Salí del departamento y me adelanté a los policías a subir varios pisos más arriba. Cuando ellos dieran con mi departamento, yo ya estaría en el techo.
Y dicho y hecho: cuando llegué al último piso por las escaleras manuales con la niña, escuché que tumbaban una puerta.
Al lado de mi edificio había otro, pero estaban separados por unos cuantos metros que de ninguna manera era capaz de llegar a él con un salto, pero había una cuerda que unía a ambos edificios y estaba lo bastante tensa y resistente como para pasar por ella caminando.
Escuché cómo subían los policías con prisa por las escaleras del piso.
Rápidamente abracé a la niña.
—Elizabeth, eschúchame: ya vienen a buscarte tus padres. ¡Yo me tengo que ir porque tengo que ir al nuevo programa de magia en donde seré el Mago Trébol! —le dije mientras la abrazaba y al mismo tiempo temblaba.
—Genial, me gusta más el Mago Trébol que el mago McCarty —me decía, feliz.
—Vale, Eli. Voy a hacer el truco de magia que tanto querías —los policías se escuchaban cada vez más cerca.—  Caminaré por esa cuerda y me pondré esta capa roja. Cuando te diga,  te tapas los ojos y cuentas hasta diez. Cuando abras los ojos, ya habré desaparecido.
—¡¿En serio?! Okey, okey. Muchas gracias, Trébol. Eres una buena persona —me dijo con la sonrisa más bella que jamás vi en toda mi vida. Derramé una lágrima.
Abracé una vez más a Elizabeth y corrí hacia donde estaba la cuerda. Me puse la capa al hombro y avancé lentamente por la cuerda. Sin experiencia previa me arriesgué: era la única forma de escapar y salir por el otro edificio.
—¡Elizabeth, tápate los ojos! —le dije cuando iba a la mitad de la cuerda.
Ella se tapó los ojos.
—¡Alto ahí! —gritó un policía al alcanzar el techo.
Fue lo último que escuché.
Cuando Elizabeth oyó al policía, volteó en dirección de donde venía el llamado. Luego de eso, regresó su mirada al escuchar un fuerte golpe. La capa roja volaba en el aire y Trevor ya no estaba. La niña comenzó a sonreír, mientras derramaba una lágrima. El policía tomó a la niña por la cintura y la abrazó a su pecho para que no mirara la escena.
Elizabeth escuchó un golpe. Fue el cuerpo de Trevor que abrazaba al suelo, pero ella nunca lo supo.
—¿Viste eso? —le decía la niña al policía —fue el mejor truco de magia.

Rocío Guadalupe Álvarez Leyva
Preparatoria 5