–Una taza, ¿verdad?
–Sí, chula. Y tráeme una dona glaseada si tienes.
Termino de anotar en la libretita la orden y ensarto de nuevo la pluma entre mi pelo. Con el delantal amarrado por la cintura camino hacia la cocina, esquivando las sillas y las manos que se intentan acercar a mi falda, respirando humo de cigarro barato, me detengo para escupir el chicle a la basura que me deja un sabor amargo en la garganta.
–Qué cara, muñeca. Es viernes y tú igual de amargada, ese hombre te está matando.
–Pásame la cafetera y ahórrate el comentario, Mary, quien quita y uno de estos días sí me acaba matando y tú con tus jodidas bromas –respondo enfadada.
–Ay sí, ¡ya quisieras! Al menos dejaría de robarte todo lo que te ganas aquí a fuerza de aguantar traileros toda la noche, sirviendo café quemado y vaciando ceniceros mugrosos. Ándale, ya llévate la cafetera y las donas, y ten, la cuenta de la seis.
–Mary, te juro que a veces sólo quiero largarme de aquí…
Me da un apretón cariñoso en el hombro y siento que me duele, tengo toda la espalda hecha nudos y los pies me matan encerrados en los tacones. Necesito un cigarro. Van tres días que no puedo voltear a la derecha por una contractura en el cuello. Ojalá que Silvia traiga pomada.
Vibra la bolsa de mi falda y lo ignoro. Sirvo el café en las mesas y recibo el dinero de un tipo gordo con barba de candado. Limpio la barra con un trapo que huele a humedad. Cuando se va el hombre me encierro en el baño, reclinándome sobre el lavabo. Me veo terrible, ya no sé si mis ojeras son de ese tamaño o el delineador logró correrse hasta mis pómulos. Toco mis mejillas hundidas y trato de sonreír frente al espejo. Con el lápiz labial quebrado me veo sinceramente decadente.
Abro la llave y mojo un poco de papel para limpiarme los labios y debajo de los ojos cuando vuelve a vibrar mi celular. En la pantalla, el mismo número de siempre.
–¿Qué quieres?
–Uy, qué genio. Mira sólo hablo para decirte que ya tengo el dinero que te debía, paso por ti a la una porque tenemos que hablar, y tómate una Coca porque cuando voy siempre te estás durmiendo.
–Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Dime qué quieres y déjame el dinero con Carmen cuando puedas.
–Al rato que te vea te explico, preciosa, te voy a dar algo para que nunca te olvides de mí –responde con voz ronca– me has estado diciendo mentiras… ¿verdad? Pero no te apures, chiquita. Te las perdono todas.
Trato de decir algo, pero sólo escucho mi voz quebrada por encima del timbre de línea ocupada.
Con los dedos adoloridos suelto el teléfono y al caer al suelo se hace pedazos. Como yo.
Siento unas enormes lágrimas rodando por mis mejillas y no puedo respirar entre sollozo y sollozo. Ese malnacido se enteró, alguien le dijo lo de Armando…seguramente fue la estúpida de Carmen, ella le dijo, ¡ella le dijo! ¡Todo es su culpa! ¿Por qué me devolvería el dinero? Ese imbécil no ha hecho más que quitarme hasta el último centavo y atosigarme con sus estúpidos celos. Viene a matarme.
Me va a meter un plomazo antes de explicarle, no voy a ver ni un peso venir de él. Se va a escuchar el disparo, me va a agarrar del cuello y va a torcérmelo como gallina, va a taparme la boca con un mugroso paliacate y a media carretera me va a pasar por encima con su motocicleta. Y después va a ir por Armando… le invitará una copa, lo va a poner borracho mientras cantan en un bar y entonces le dará un golpe en la nuca, ¡lo va a matar! ¡Nos va a matar a los dos por culpa de la tonta, tonta, tonta de Carmen!
–Paty… ¿todo bien? Dejaste dos mesas a medias, ya salte del baño.
–Sí, Mary, espérame poquito, es que me dieron como náuseas pero ya estoy bien.
–Traigo una pastilla, ¿no quieres?
Quiero doscientas.
–No, no te apures, ahorita salgo -digo secándome la cara.
Salgo del baño con los pedacitos de celular en el bolsillo y le tomo la orden a dos mesas más. Miro el reloj, cuarto para la una.
Abro la persiana de la cocina y me asomo, pasan un par de coches por la carretera haciendo líneas de luz sobre la oscuridad. Al anuncio fluorescente de la gasolinera le parpadea la “s” desde la semana pasada.
Va a matarme, o ni siquiera eso. Me quitará todas mis cosas, me va a pegar y a dejar por ahí en un baldío para que ni los perros me oigan llorar. O no… ya sé…seguramente me va a amenazar con decirle a todos lo que pasó con Armando… y yo, yo le voy a llorar y a pedir de rodillas que no, que no le diga a nadie, que le seguiré dando el dinero cada mes, todo el que necesite, que agarre de mis cigarros, que viva conmigo otra vez. Me va a traer como su títere, me va a agarrar a cachetadas cuando le dé la gana y yo no voy a decir nada, me lo voy a aguantar todo porque todo fue mi culpa…
–Paty, mija ya vete, te ves toda malita. Ándale, a descansar a tu casa, yo te cubro las mesas que faltan, ¿sí? Échate un cigarro, duerme bien, me saludas a tu hermana y mañana nos vemos.
–¿De veras, Mary?
–Córrele, niña. Antes de que me arrepienta –dice con una sonrisa.
Me sostengo temblorosa sobre las piernas mientras recojo mi chamarra y mi bolsa de los vestidores. Con los dedos helados, mientras salgo por la puerta de atrás, me pongo un cigarro en la boca y le acerco la flama del encendedor al otro extremo.
Ya no puedo, no aguanto esto. Me largo, tomo un camión a Tijuana y ya estuvo, seguro que alguna tía me recibe, me pongo a trabajar y le salgo a esto, me le zafo a este hombre.
Una, dos, tres motocicletas.
Ninguna es la suya. Ándale, Paty, anímate, lárgate. Déjalo todo, que al cabo no tienes nada.
–¿A quién esperas, preciosa?
Le brillan los ojos, se baja de la moto y se me acerca. Mugroso, con su barba de tres días, con sus manos que hacen moretes, con sus dientes que me sonríen, con esos mismos se come todo mi dinero, con esos malditos dedos me aprieta los cigarros en la pantorrilla hasta que se apagan.
Y yo, con estas manos trato de zafarme todas las noches, pero ya no.
Retrocedo un par de pasos temblando. Me encuentro con la pared de la cafetería y me quedo así, buscando con las manos. Tentando a ciegas lo rugoso de la pared hasta que lo encuentro.
Aprieto fuerte el tubo que traigo tras la espalda, hasta que me duelen los dedos. Se acerca, uno, dos, tres, cuatro pasos.
Me mira extraño, se acerca más. Mi pecho se alza frenéticamente. Doy primero en la cabeza y miro cómo se tambalea desconcertado, grito del miedo y le doy en la cara viéndolo escupir un diente. Cada vez más asustada golpeo en las costillas, detrás de las rodillas, en el estómago y cae al suelo.
Se aprieta fuerte el abdomen, parece que va a vomitar y me detengo para verlo. Acurrucado en el suelo, pujando y gimiendo de dolor. Así hasta parece humano, así hasta se parece a mí. Y golpeo más fuerte, más rápido. Quiero gritarle pero no tengo aire. Pateo su nuca y su nariz comienza a sangrar al tiempo que con las manos trata de tomar el tubo, trata de cubrirse la cara. Vuelvo a golpear en su cabeza y la deja caer.
Un último golpe. Me miro las manos. Tengo los dedos morados y las uñas levantadas. Me acerco temblando, horrorizada. Toco muy suave su cuello y no siento nada. Me acerco a su boca y su nariz, pero no respira. Da asco. Entre los moretones no se distinguen sus facciones. Los huesos de los pómulos asomándose por la piel abierta. El labio de abajo deja ver un diente que cuelga, apenas sostenido por la encía.
Tengo que correr, nadie me va a arrebatar este momento. Ni la policía, ni un par de ojos curiosos. Nadie me va a culpar de nada porque hice lo correcto. Siento que se me sale el corazón del pecho mientras tomo mis zapatos con una mano y con la otra mi bolsa. No sé a dónde ir, pero no puedo quedarme. Empiezo a correr por la banqueta de locales aislados con luces opacas. No puedo ir así hasta la central de autobuses. Tendré que cruzar. Encontraré algún tráiler que me lleve, una camioneta de carga. Siento las manos sucias.
Corro con la boca abierta intentando respirar. La acera termina con la desviación de retorno de la carretera. Está tan solo y oscuro aquí que sólo logro ver el otro lado. No me detengo a pensarlo y me dirijo hacia ahí. Atravieso el pavimento con zancadas torpes hasta que se dobla mi tobillo y caigo de bruces contra el suelo.
Veo dos luces blancas que se acercan. Escucho el sonido creciente de un motor de diésel. No podré levantarme, ya no queda nada qué hacer. Suelto mis zapatos, dejo caer la cabeza. Lo recibo.
Selene María Flores Camacho
Preparatoria 12