La tienda de dulces

El olor del azúcar inundó el lugar, la melodía de una caja de música resonaba cada casa y embriagaba a los oyentes, atrayéndolos hacia aquel lugar de aromas fuertes e irreales dimensiones. Un hombre de extravagante traje y asombrosa altura que recibía a las personas y de su sombrero de copa colgaba un letrero en madera obscura.

“TIENDA DE DULCES” decía en letras casi ilegibles, mientras el portero sólo masticaba sonriente chicle, manteniéndose recto todo el tiempo, mirando directamente a las personas, dándoles a cada uno una pequeña paleta de color rojo. ”Bienvenidos”, decía a cualquiera que se acercara y con los ojos bien abiertos observaba a los humanos, viéndolos caer en la trampa que hacía más de 100 años seguía funcionando.

Las sonrisas y carcajadas se desbordaban en el lugar, escuchándose en toda la calle. Esas expresiones aburridas y deprimidas eran remplazadas por divertidos rostros llenos de chocolate y caramelos, embarrados hasta los pies en azúcar y jarabe. Sin excepción, toda la cuadra había perdido la cordura dentro de esa tienda.

Los niños comenzaban a agotarse de llenar sus bocas y bolsillos de caramelos, sus pequeños cuerpos empezaban a hincharse y sentía que algo dentro de sus tórax explotaría. Puf, sonaba mientras de los estómagos salían dulces a montones, de adentro hacia afuera explotaban sus entrañas llenas de melaza. Y los demás comensales parecían no haberse enterado de aquello, pues siguieron comiendo, pisando algunos de los restos de los que habían perecido. Mientras más comían, la cordura y humanidad se iba desvaneciendo de su mente siendo remplazada por el pensamiento de comer hasta acabar con aquellos dulces y chocolates. Cada bocado que daban era un paso más cercano a la locura.

Estanterías llenas de caramelos inimaginables, una fuente de chocolate al centro, interminables pasillos con miles de hileras de los dulces más exquisitos. Los sonrientes rostros por todo el lugar, cada uno comiendo de todo lo que pudiese servirse y algunos más masticando a otros. El interior de aquellos compradores estaba tan repleto de azúcar que su sangre sabía a fresa con crema batida, su piel a turrón y su carne a chiclosos de caramelo con café. El mejor dulce que podría ofrecer la tienda eran sus propios clientes.

Sin gritar siquiera, las personas se mordían mutuamente, colapsando en los pasillos, arrancándoles trozos de piel y músculos. Algunos seguían comiendo los deliciosos y adictivos caramelos, mientras que otros se comían a sí mismos, probando su sangre sabor fresa y su piel de turrón. El aroma a viejo y olvidado se mezclaba con el característico aroma a óxido de sangre, poco a poco cada cliente que había entrado comenzaba a marearse y caía sin cuidado sobre el suelo. Quienes aún podían moverse, desesperados lamian los charcos hasta que perdían la conciencia.

Y de nuevo, como miles de veces había sucedido tiempo atrás, las personas caían bajo los efectos del azúcar hasta enloquecer.

—Maravilloso —mencionó el portero al asomar su cabeza dentro de la tienda—, ahora, al siguiente pueblo —la tienda comenzó poco a poco a desinflarse, hasta quedar compacta en un maletín, el cual  tomó con una mano y comenzó a caminar hacia adelante, murmurando algunas cosas incomprensibles en un idioma inexistente.

 

 

Laura Susana García Gámez
Preparatoria 9
Publicado en la edición Núm. 12