El levantamuertos

El calor era intenso y húmedo. Todo mi cuerpo atentaba con derretirse si un sólo rayo de sol chocaba contra mi delicada piel; me encogía bajo la sombra de un edificio. Publicidad de decenas de años atrás se seguía viendo erguida pobremente sobre lo que alguna vez fue un espectacular. A veces los veía con nostalgia y otras con odio. Otras veces sólo los veía.

Cansado y agazapado por el clima me adentré a mi refugio de escombros. Hacía mucho tiempo que la gente había dejado esta ciudad. La realidad es que la mayoría había muerto y los que no se habían ido lejos para olvidar el dolor.

Yo no tenía a quién llorarle, así que decidí quedarme y tratar de buscar una razón para no suicidarme cada mañana. Hasta ahora iba bien, creo.

Como fuera, después del “desastre de agosto“ (ese fue el nombre que los medios de comunicación le dieron) México estaba bastante jodido. Créeme, se puede más. Aunque era una cosa buena, ya no sufríamos de problemas con el narco ni con los enfrentamientos en Oaxaca y mucho menos con la corrupción, la devaluación del dólar. Ahora sólo me preocupaba no morir ni matarme.

Todos los días me vendía la idea de que mi existencia era muy cómoda. No poseía ningún miembro extra, tampoco había tenido que vender mis órganos al inicio de la guerra. Vivir recolectando cadáveres no era tan malo.

Ese era mi trabajo. Yo metía las manos entre los titanes de concreto en busca de los pobres que quedaban debajo. Las víctimas inocentes de una guerra que no era suya eran mi especialidad, sobre todo los niños y mujeres.

Rara vez me pagaban, rara vez exigía un pago. Todos merecemos un entierro digno.

En sus años mozos el edificio que me ofrecía un refugio había sido un bonito complejo departamental. Familias enteras quedaron atascadas entre las paredes, estaban sepultadas y habían quedado en el olvido.

Muchas de esas pobres almas no saldrían jamás de lo que fue un hogar pero yo hacía mi intento; me daba una semana en cada lugar y luego seguía.

—Hey —escuché a lo lejos.

Envuelta en harapos se movía como cascabel en el desierto. La guerra nos convirtió en seres extraños, todos estábamos un poco mal pero ella nos superaba.

—Jamás creí volver a ver tu trabajo —arrastró las sílabas. Es raro poder hablar con alguien en estos días. Usualmente todos están muy muertos o muy tocados.
—Yo tenía fe de que nuestro siguiente encuentro fuese metiéndote en un hoyo y cubriéndote con tierra —le respondí.— Después de todo, esas son mis reuniones habituales entre amigos.

Sonrió. El viento jugaba con su burka de manta mugrosa y corrió hacia mí; la tarada por poco le rompe el cráneo a una anciana mayor que estaba limpiando pero me dio gusto verla. Al menos esta vez la caché a tiempo.
Se sentó junto a mi plancha de trabajo y me contó sus aventuras mientras envolvía a mis pacientes. Sólo me quedaba ella para acabar con aquella zona y seguir al sur, posiblemente en compañía de Xóchitl.

—Entonces, Miguelito —me dijo pasándome una de sus latas de elotes—. ¿Cuándo piensas dejar de enterrar gente?
—Cuando dejen de morir, o cuando me entierren a mí. Lo que pase primero.

Nos reímos. Dejamos que la estrella luminosa se alejara y diera paso a su hermana pálida y bonita para ponernos al día.

Al parecer los del norte habían levantado un pueblo cerca del Lerma, en el sur seguían viviendo en la selva y para lo que fue la capital había epidemia de cólera; igual ellos tenían personas para dar y regalar.

Pablo había muerto en la capital y Julia se había perdido entre las cortinas de arena. Sólo quedábamos Xóchitl y yo.

—Hay que viajar juntos Migue, como cuando éramos chavos y salíamos a tirar barrio.
—Ya no tenemos 15 morra, andar en grupo esta cabrón.

Por más chingones que fuéramos era más fácil morir, más difícil avanzar y  encontrar comida. Yo me robaba lo que estaba en las casas o enterrado y era útil, pero con ella al lado sería más difícil, sobre todo la parte de enterrar y limpiar cuerpos.

—Ay, qué mamón eres.
—Simón.

Entonces se quedó callada y se quitó su burka. Se veía gorda, pero no le dije nada porque luego se ponía como gato de monte y no quería tener ningún miembro roto.

—¿No notas nada?
—¿Habría de haber algo distinto?
—Estoy embarazada.

Toda la sangre se me fue del cuerpo y el alma se me cayó a los pies. Antes de que pudiera preguntarle nada ella me miró y dijo:

—Ni creas que es tuyo, pinche homosexual, es de Pablo.

Luego empezó a llorar como posesa, haciéndose bolita alrededor de su panza protuberante y encogiéndose, como niña golpeada. Era tan frágil y pequeña y su largo cabello le caía en la cara húmeda.

Pobre chica, casi me estaba convenciendo para quedarme con su niño pero aún seguía molesto por el insulto a mi orientación sexual. Todavía tenía un poco de trauma por mi vida anterior.

—No quiero que nazca —dijo entre baba, mocos y pelo—. No quiero que nazca en el infierno.

Observé en silencio y sentí su dolor. Era profundo, pesado y muy oscuro. Era un dolor lleno de miedo y desesperación porque era un dolor real. Casi podía sentir su dolor como mío.

Después de unos minutos de jadeo, Xóchitl se volvió a sentar y no dijo ni una sola palabra más.

—Si tanto te preocupaba, ¿por qué continuaste con el embarazo?

Levantó la vista y me rompió el corazón. Con los ojos como noches sin luna, ocultos en la cueva de sus ojeras, me lo dijo todo sin hablar.

Continuó el embarazo por Pablo. Porque se amaban, y él era de ella y ella de él.

Mi cuerpo me obligó a abrazarla fuerte y lloramos juntos. Ella por él y yo por ellos. Nos derramamos hasta el amanecer y nos secamos con el nacimiento del sol.

Era una mañana hermosa, tanto que decidimos no hablar para no arruinarla, sólo nos mirábamos mutuamente esperando a que algo nuevo sucediera.

—Lo extraño mucho —dijo pesadamente, arrastraba cada sílaba con una gran tristeza, muy lento, como si así doliera menos.

Luego volvió a llorar. Su llanto era tan margo que olía a café quemado y a té de chaparro amargo. Las pocas hierbas se secaban bajo tales lágrimas y a mí se me iba marchitando el corazón.

La pobre estaba muy embarazada y sola en el fin del mundo. Parecía que iba a explotar en cualquier momento, que de la panza le iba nacer una nube muy negra de tristeza y soledad. Parecía que en vez de un niño fuese a dar a luz a una bola de depresión.

Con los ojos en blanco se levantó de su esquina. Mientras gemía pesada y lentamente caminó lejos, se detuvo frente a una de las tumbas que hice y se dejó explotar del pecho hacia afuera, de la panza hacia afuera y la cabeza hacia arriba. Como en esas series antiguas, como en las películas de terror. Ella gritó y luego puf.

Explotó de tristeza, impotencia y coraje. Su corazón se convirtió en dinamita y sus lágrimas en gasolina. El sol fue el detonante. Xóchitl, la flor más hermosa del ejido, decidió inflarse como pez globo y que el viento se llevara su cuerpo, como las flores de león.

Y yo sólo vi desde mi escondrijo, en silencio, como un buen espectador. La vi deshacerse y convertirse en lluvia roja, tan roja como los ojos de un ratón.

Me hubiera gustado poder enterrarla.

 

Laura Susana García Gámez
Preparatoria 9
Publicado en la edición Núm. 12

Pisando firme Isis Lizbeth de la Torre Ortega Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas

Pisando firme
Isis Lizbeth de la Torre Ortega
Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas