Aurora Monserrat Flores Hernández
Preparatoria 3
La música sonó a todo volumen
dentro del bar y no logré entender lo que Ángel trataba de decirnos sobre lo
que vio en las noticias, así que, con los ojos, le indiqué a los demás que me
siguieran al baño. Una vez ahí, le pedí que repitiera lo que decía, mientras
armaba un porro de mota con mis dedos.
—La chota anda agarrando a cuanto
morrillo se le cruza. Si nomás porque les solté un buen madrazo con las botas
me pude zafar, pero si no, ya estuviera en el bote o quién sabe dónde —nos
contó el Ángel.
—¿Pero pues qué les hacemos, o
por qué nos andan buscando? —preguntó el Chino.
—Mira, todos los polis son unos
cerdos. Y como vamos en contra del sistema, quieren reprimir el movimiento punk
y todos los grupitos que les molestan. Nos odian por no soportar sus tratos
mierdas y ponernos al tiro, protestando —les expliqué mientras encendía el
porro—. Nada más hay que andar con cuidado, ya se la saben —dije, y
posteriormente le di una calada al toque, antes de pasárselo a Ángel.
—Pero bueno, ¿pos’ qué se le va a
hacer? —suspiró Nico, rascándose la nuca con flojera y acomodándose la cresta
verde que tenía por cabello—. Cambiando de tema, se me hace que ya van a salir
los del grupo de tu primo, Yahir. Quedarnos aquí en el baño fumando no está
chido.
—Simón, hay que hacerle caso al
Nico.
Después de unas cuantas caladas
más al porro, los muchachos y yo salimos del baño, aspirando el olor a bar
viejo, alcohol y hachís que rondaba por el ambiente, olor que la mayoría de los
vecinos, que pasaban por afuera, al salir de trabajar, aborrecían. En las
bocinas sonó una cumbia de las viejitas, una de esas que por más punketo que
seas, te animas a cantar de lo buena que está. Se oyeron las risas de unos
camaradas, y también voces disparejas, tratando de seguir la rola, pero nadie
la bailaba ni por mucho que sus pies se lo pedían bajo las mesas.
Para olvidarnos del problema que
nos contó Ángel, los muchachos y yo buscamos una mesa para sentarnos a seguir
rolando el toque. Nos pedimos unos drinks, y notamos que los de la barra cuchicheaban
entre sí, aparentemente preocupados, pero no le dimos mucha importancia. Quizá
ya iba siendo hora de cerrar.
Después de un largo rato, entre
plática y más caladas, el Chino sacó unos cuadritos del bolsillo de su chaleco
de mezclilla, y los ofreció con la palma de su mano en el centro de la mesa.
—Saz, ¿quién se rifa uno? Me los
vendió un amigo del Ángel —mencionó el Chino entre risas.
—La neta yo no, carnal. Todavía
ando escamado con lo que pasó con la chota —dijo Ángel, volteando la cabeza.
—Al Nico no le ofrezcas, aún está
chamaco —le reclamé al Chino, señalando al menor de nosotros con la barbilla—.
Pero, bueno, yo sí le entro.
—Mmm’ta madre… Pues ya qué. Si
se van a poner así, mejor yo tampoco. Toma, te lo regalo —dijo el Chino,
extendiendo su mano frente a mí, mientras me ofrecía el cuadro de LSD—. A ver
si no te pega fuerte por la mota y el alcohol. Ni te vas a dar cuenta qué es
alucinación y qué no.
Puse el llamativo trozo de papel
bajo mi lengua, esperando que así se absorbiera más rápido el ácido. En lo que
esperaba a que llegara el efecto, seguí platicando con los muchachos un rato
más, y pedí también uno que otro drink para ver si así me daba mejor.
Al cabo de unos minutos, al fin
sentí que me pegó, y la música y las voces se volvían cada vez más lejanas,
pero también más ruidosas y atropelladas. Las luces se agrandaban y achicaban
aleatoriamente, y los colores comenzaban a cobrar más vida, como si pudiera
ajustarlos del mismo modo en que ajustaba la tele de mi casa.
Mi viaje apenas comenzaba, y yo
ya tenía ganas de pedirle otro cuadrito al Chino, pero antes de que pudiera
agarrarle uno, él se levantó como queriéndose asomar a las ventanas del bar.
—No mames, wey. No seas mamón…
—le oí musitar, y justo cuando los demás le iban a preguntar qué pedo, la
puerta del bar se abrió de golpe.
A partir de ese instante, ya no
pude comprender lo que pasaba, ni mucho menos oír qué era lo que exigían esas
voces roncas que nos gritaban entre explosiones diminutas. Algo tronó detrás de
la barra, y yo solo sentí cómo mis compas me jalaban al piso, pidiéndome que me
agachara. Uno volteó la mesa, y mis oídos tintinearon junto al impacto de un
vidrio en el suelo rojo, antes de que la mesa fuese pateada lejos de donde
había caído en primer lugar.
—¡Ahora sí, cabrones! ¡Ya estuvo
bueno su relajito punk! —gritó un uniformado gordo con voz potente, y enseguida
extendió su manaza contra Nico, cuyos cabellos se vieron enredados en sus dedos
agresivos y fuertes. Sentí un jalón similar por detrás, cerca de la coronilla,
pero entonces fui soltado de repente, al mismo tiempo que oía al Ángel y a otro
tipo gritarse.
—¡Déjalo, wey, hazte para acá!
—llamó el Chino al Ángel, y sin soltarse del brazo de Nico, trató de arrimarlo
hacia donde nosotros estábamos. Pero un golpe seco resonó detrás nuestro, sin
que él pudiera hacer nada. En cuestión de segundos, otro tronido se escuchó de
su lado, y después de una fuerte sacudida, Chino se tropezó y cayó al suelo.
Nico no hizo más que arrastrarse hasta mí, emitiendo sonidos de horror.
No sé qué tanto lloriqueó Nico
después, pero sentí cómo luchaba por empujarme y llevarme a algún otro sitio,
refugiando su cabeza bajo su brazo. Pensé que esperaría a Chino, como siempre
hacía, pero él estaba tumbado en el suelo mientras un charco de pintura azul
escurría de su cabeza y varios ojos redondos y blancos flotaban en ella. Volví
a sentir un empujón en mi pecho entonces, y al dirigir mi mirada a esa mano
esquelética que me ordenaba avanzar, no pude evitar alejarme de ella, chocando
de espaldas con un bulto que se sentía igual que un arbusto de rosas al
apretarlo.
Una especie de astronauta gigante
se acercó entonces a la calavera por la espalda, pero esta dio un salto y se
levantó para correr hacia la salida ondulada del bar; sin embargo, apenas pudo
ponerse de pie. Un rayo de luz multicolor la atravesó por las costillas y la
hizo caer de rodillas, antes de atravesarle de nuevo por el cráneo y hacerlo
explotar entre espirales.
Anonadado, sin poder darle un
sentido lógico a todo el desmadre que pasaba a mi alrededor, sentí cómo volvían
a agarrarme, esta vez por debajo de las axilas, y una voz que se escuchaba como
vieja y joven a la vez me empezó a escupir palabras al oído, aunque yo no pude
entender ninguna de ellas.
Me dirigieron a la salida triangular
del bar, y una vez ahí, me voltearon para que saliera caminando de espaldas, lo
cual permitió que mis ojos se inundaran con un collage de imágenes grotescas y
alegres, todas coloridas y torcidas ante mí.
Chino estaba de color azul, al
igual que la pintura que le había visto escurrir antes, y varias manos salían
de su pecho, como queriendo arrastrase hacia mí. Aquel arbusto de rosas
amarillas que había sentido antes tenía la cara de Ángel marcada en sus hojas,
y de la boca de este salían pétalos que luego avanzaban al suelo y se
convertían en mariposas muertas. La chamarra de Nico cubría el cuerpo de la
calavera que había visto morir, y las letras blancas de su espalada que antes
expresaban su gusto por el rock, bailoteaban y se desintegraban, uniéndose con
las espirales negras que había cerca del riñón.
Lo último que recuerdo después de
haber visto aquello, además de algunas imágenes de cuerpos acostados, coloridos
y deformes o palpitantes, es que un policía me cargó hasta un corral elevado y
me encerró ahí, junto a otros monstruos con su mismo uniforme. Varios de ellos
me sujetaron, y el sonido de las sirenas retumbando en mi cráneo me avisó del
movimiento al que era sometido ahora, avanzando en línea recta.
Cuando vi el semáforo sobre mi
cabeza, con sus luces verdes y rojas peleándose con las azules y rojas que
emanaba el transporte donde iba, fue que supe que esto sería un muy mal viaje.