El día que llovieron calcetines

Carmen Tovar Ruiz

Preparatoria Regional de Etzatlán

Mamá duró exactamente dos meses para conseguir vivienda. Los conté, también eran dos meses con ojeras y dolores de cabeza. El estrés levitaba por nuestro apartamento, comenzaba mientras encendía la tableta y observaba que no aceptaban la solicitud, no habían llamado o simplemente decían que el espacio estaba contado, pero terminaba mientras la apagaba. En ese momento preparábamos café con galletas, de las que me encantan. 

La señora Ana desalojó huéspedes de su antigua casa, por razones que no explicó. El asunto es que mamá y yo teníamos un hogar, uno bonito. Mi parte favorita fue el patio, era tan grande como  para soportar a 20 elefantes dentro. Por suerte contaba con mi pelota, daría unos goles, que los vecinos me gritarían porras. Sin más que hablar, pagamos y nos mudamos. La primer mañana salimos a dar un paseo, la señora de la esquina nos dijo que tuviéramos cuidado, habían rumores de robos (desde entonces cerramos con dos candados) después don Toño “el del pan” comentó que un muerto rondaba por la calle, buscando niños que se portaran mal. Dió énfasis, me miró, pero a mí eso no me dio mucho apuro; ya tenía 7, para nada que era un niño. Aunque cada vez que hacia enojar a mamá, me persignaba dos veces, por las dudas. Las personas nos advirtieron de muchas cosas, pero nada sobre los calcetines. Caída la tarde del sexto día, mamá salió a buscar cereal y algunos huevos para la cena. Yo estaba dormido cuando escuche el primer golpe. Tocaban. Me hice bolita en la cama pero en silencio, de los que se sienten bien adentro. Luego cayó el primero, naranja con bolitas azules. Después otro, los arrojaban desde la calle hacia el patio, después llego uno de futbol, les juro que estuve a punto de correr a atraparlo, pero tenía miedo. Siguieron cayendo hasta que mamá llegó. Se enfadó mucho, todo era un mar de calcetas, me pregunto si había escuchado algún camión, pero le dije que no, ni siquiera pisadas. Como era tarde, decidimos acostarnos y poner alguna queja en la  mañana. Pero, ya no había nada. Cuando se los contamos a los vecinos nos miraron con miedo y dijeron:

 —Esa es  la última cosa de la que deben saber.