El venado más hermoso

Sin título

Sin título | Cristian Daniel Tolentino Vázquez. Preparatoria Regional de Jocotepec.

Esta carta en verdad no va dirigida a nadie. No espero que sea leída. La escribo porque quiero, para que el olvido la carcoma y las cenizas la entierren. Quizá lo hago tratando de engañarme, de convencerme que nuestra historia perdurará. Sólo hay una dedicatoria: para Carmen.

Rosa hermosa, rosa envenenada, aún estoy tratando de descifrarla, siempre con sus libros. A veces me preguntaba a qué realidad pertenecía, si a la de piel y sangre o a la de tinta y lágrimas. Dijo que la lluvia le ponía nostálgica. Nos fuimos enredando en un juego letal y confundimos muchas cosas. Pensamos que podíamos salvarnos, que podíamos sobrevivir, pero nos equivocamos. Nos consumimos a nosotros mismos, lento, suspiro a suspiro, beso a beso. Nos destruimos y luego nos cubrimos de cenizas. Ahora mismo no estoy seguro de poder recordar imágenes, olores o sabores, pero su cálida piel, sus labios atacando a los míos, eso sí lo recuerdo. Es como una memoria táctil.

La imagen de su desnudez contra la luz del fuego acude a mi mente, miraba la leña quemarse, hipnótica. Recuerdo el frío de la madrugada. Esas madrugadas se habían vuelto necesarias para mí. La arena gris y limpia entre mis pies. El recuerdo avanza: Carmen metiendo la mano al fuego de la hoguera, yo gritándole que si estaba loca, que quitara la mano. Lo más nítido del recuerdo es su cara con una mueca de placer y locura, de hermosa locura. Una cara trastornada que después vería muchas veces más. Su mano quemándose y ella riendo. Cuando la quité del fuego, se tiró sobre mí y me besó como nunca antes, con un beso de muerte. Yo me dejé llevar porque la amaba, aún lo hago.

Ahora sé que Carmen comprendió ese día que cada beso nos carcomía, que nos habíamos metido sin quererlo en un juego mortal para ver quién aguantaba más. Fue al día siguiente cuando ella hizo su profecía: no saldremos vivos de esto.

El origen de nuestra perdición había quedado muy atrás. Yo tenía doce años, vivía en la orilla del pueblo cuando la epidemia de las lágrimas. En la casa ya antes mis padres habían hablado de eso, pero no entendí del todo. Un día mi madre soltó una lágrima mientras cortaba cebolla y ya no paró. Lloró todo el día y cuando llegó mi padre se unió a ella en su llanto. Lloraron por tres días mientras mis hermanos se unían de a poco a su dolor. A veces me miraban suplicantes. Al cuarto día empezaron a vomitar sal pura. Nadie sobrevivió al quinto día. Toda mi familia murió. Podría decirse que yo morí con ellos, o por lo menos una parte de mí lo hizo. Un pedazo de mi alma se destruyó allí, dejó de existir.

Por las noches me escondía en la alacena. Temblaba porque sabía que ellos volverían. Efectivamente, volvían. Mi familia volvía compuesta únicamente de cenizas; temblaban, sollozaban: parecían derrumbarse. Hablaban con gemidos y sonidos incomprensibles. Y susurraban, siempre estaban susurrando.

Pronto todo el pueblo estuvo muerto o simplemente se marchó. Cuando se fueron los dos últimos habitantes, fue cuando me sentí con libertad de salir a las calles y ahí encontré a Carmen, mi amor sin retorno, mi sentencia de muerte escrita en sus ojeras. Sobrevivimos, no sé cómo. Lo realmente importante pasó cuatro años después, uno después de la profecía mortal y dos antes de mi muerte absoluta.

Desperté y me encontré solo en el pueblo. La busqué durante todo el día golpeando paredes, gritando su nombre desesperado, apretando los puños, conteniendo el llanto. Cuando atardecía, rendido entre las ruinas de una casa de adobe, pensando en cuál sería la mejor forma de quitarme la vida, finalmente apareció.  Carmen bajó del monte con exasperante tranquilidad. Venía acompañada por una pareja,  un hombre y una mujer a penas llegados de un mundo viejo. “Fascinante”, dijo el hombre con un español de gringo, como de esos comerciantes de los que antes estaba plagado el pueblo. Examinaron cada piedra, cada casa, cada grano de arena infértil, cada árbol. Me examinaron a mí. “Volveremos con ustedes a la ciudad mañana”, dijo Carmen. Yo no entendía. Le pregunté qué pasaba y sólo sonrió, pensé que luego recibiría mis respuestas. Nos fuimos a dormir.

Me despertó la voz de Carmen, eran como las tres de la mañana. Estaba junto a mí, sonriendo. Pregunté qué pasaba y soltó una risa agria. Algo fuera, en la calle, estalló en llamas. Me levanté rápido para ir a ver pero me detuvo del brazo, me besó y me empujó contra la pared antes de salir corriendo. Quedé inmóvil por un momento, me pareció que me había lanzado una navaja al irse. Fui corriendo tras ella y vi que la casa vieja, en la que había dormido la pareja del puerto, estaba en llamas. Escuché gritos y alguien corría despavorido por la calle, tropezaba y volvía a correr. Lo seguí, sabía que Carmen también estaba siguiéndolo. Corrí más a prisa y alcancé a quien corría por entre los callejones a las calles sin nombre, entre los techos y entre los senderos sin salida. La alcancé. Era la mujer. Gritó al verme. No me dejaba decirle que no quería hacerle daño. Gritaba y la tranquilicé con un abrazo. “Lo mató”, me dijo entre sollozos. Le dije que todo estaría bien. Yo sabía que no, que nada estaría bien porque Carmen reía, diciéndome con la mirada que la mujer también moriría. Reía estrepitosamente y la mujer entre mis brazos se retorcía asustada.  Y entonces lo entendí. Entendí que sólo había una salida y que si yo no lo hacía, al final lo haría ella. Quizá, si lo hacía, me amaría.

Sin título

Sin título | Cristian Daniel Tolentino Vázquez. Preparatoria Regional de Jocotepec.

Saqué de mi bolsillo la navaja que me dio y la encajé en la nuca de la mujer mientras le susurraba que todo iba a estar bien, le susurré por consolarla. Era el mejor método para matar venados y no podía ser diferente con las personas, ¿verdad? No lo fue.  Nada fue diferente, ¿verdad? Ni el sonido que hizo al sentir la muerte, ni su modo delicado de caer, ni sus ojos entre agradecidos y nostálgicos. Entonces comprendí  que los humanos y los venados están hechos del mismo barro; bueno, quizás había una diferencia y era el sabor de su carne. Después de todo, la carne de venado no era tan rica, ¿verdad?

Me parece estúpido contar los siguientes dos años aquí porque esta carta debe ser breve y concisa porque ella y yo fuimos así. No quiero cursilerías. Fui su presa, ella disfrutaba perdiéndome en el pueblo. Me mordía con cada beso y en nuestra desnudez miraba mi cuerpo deseosa, con verdadero apetito.

Fue hace dos días. No la encontraba. Le gustaba esconderse, desesperarme. La busqué por todas partes, por cada árbol podrido, por cada grano de arena fértil, por cada pájaro mudo. Nada. Atardecía cuando las casas de adobe a mi alrededor estallaron ferozmente en llamas. Ella salió de entre el fuego. Su piel en llamas me hizo enmudecer. Creí que era un ángel. Se acercó, me besó y me mordió mientras me susurraba que me amaba. Yo lo sabía, pero no por eso pude impedir que su navaja entrara en mi estómago. No me hirió de muerte, así lo planeó. Entonces me besó distinto a sus otros besos, éste llevaba todas las hebras de sangre de su alma. Un líquido tibio mojó mis mejillas a mitad del beso. El cuerpo desnudo que me abrazaba tembló de pronto, luego se alejó de mí. Lloraba sin control. Yo di un paso hacia ella, pero no pude con mi propio peso, estaba cansado y herido. Carmen convulsionaba de llanto, se llevaba las manos a la cabeza y gritaba. Ya no podía ayudarla, la peste de las lágrimas la había alcanzado. Me miró y sus ojos decían “mátame” y así lo hice. Sabía que después de esto vendrían la sal y el viento y el abandono entre cenizas y tierra seca. Murió como muere un venado, el venado más hermoso.

Esperé junto a su cuerpo a que me consumieran las llamas, pero no lo hicieron. El incendio se sofocó y yo me quedé solo en ese pueblo maldito. Me senté a mirar el cielo y así me quedaré hasta siempre porque es mi castigo. Porque alguien debe cuidar la memoria del pueblo de cenizas que dejo en esta carta, antes que el “siempre” se vuelva mañana consumiéndose en un mismo bocado.

Mario Balam Morgado Olvera
Preparatoria 12

El mejor truco de magia

Escorzo

Escorzo | Diana Laura Gómez Dávila. Escuela Vocacional.

Esa pequeña niña de siete años, la más hermosa que jamás había visto, estaba llorando en un centro comercial. Cuando me acerqué, ella me vio y nos sonreímos.
—¿Te robaste a una niña? ¡Demonios, Trevor! —David hace una pausa. —Robamos autos, asaltamos, extorsionamos, pero sólo eso ¡no robamos niños!
—¡Oh, vamos, David, tranquilízate! Es sólo una niña. No dará gran problema. Además, no podía desperdiciar una oportunidad como ésta. Estaba sola en el supermercado, llorando. Le dije que la llevaría con sus padres y ¡listo! Ella cree que la llevaré con sus padres. Soy una buena persona para ella, así que no intentará huir ni armará escándalo que levante sospechas. Tranquilízate, te juro que encontraremos a alguien que quiera comprarla —le dije con absoluta tranquilidad mientras veía a la pequeña jugar con unas muñecas.
—Escúchame bien, estúpido —me dijo  mientras volteaba  a todas direcciones  y finalmente viéndome a los ojos. —Estás solo en esto, ¿me escuchaste? ¡Estás solo! —salió de la habitación golpeando la puerta a su salida haciendo que la niña diera un saltito por el susto.
En el momento en el que David se fue, sabía que tenía que deshacerme de la niña lo antes posible. ¡Yo solo no podía! Él se encargaba de encontrarle comprador a todo lo que robábamos. yo sólo era su ayudante.
Laborábamos en un pequeño departamento de 10 metros por 10 metros: dos habitaciones, sala, comedor y cocina. Estaba bastante bien. Nuestro trabajo nos permitía pagarlo. Estaba desordenado, eso sí, pero es de esperarse cuando viven sólo dos hombres en una casa.
Buscando entre los contactos que teníamos, logré encontrar el número de un tipo que hasta donde David me contaba, compraba de todo. Seguro no dudaría en comprar a la niña, así que decidí hablarle a la mañana siguiente. Fue una noche bastante estresante para mí, estaba asustado.
—Señor —me volteó a ver aquella niña mientras seguía jugando con sus juguetes. —¿Dónde están mis papás? Usted dijo que me llevaría con ellos.
—Oye, niña. Tengo una pregunta para ti ¿qué  acaso  tus padres no te dijeron que no te fueras con un extraño? Le dije mientras le mostraba una risita burlona.
—Usted no es extraño. Yo lo conozco porque sale en la tele —me decía entusiasmada, mientras dejaba sus juguetes en el suelo para ponerme atención.
—¿Qué estás diciendo, en la televisión? Ja, ja, ja. Estás de broma, niña.
—¡Sí. Usted es el Mago McCarty!
En ese momento sentí cómo rebobinaba mi mente haciéndome recordar los años ochenta, cuando trabajaba en un show de televisión como un mago de tercera que hacía los trucos más básicos. Hasta un niño de la actualidad los podía hacer sin pestañear. A pesar de ser un trabajo mal pagado y ridículo, la verdad es que fue lo único bueno que hice en toda mi vida, pero ya no recordaba con claridad aquellas épocas. Ni siquiera sabía que transmitían aún ese programa. Ya no recordaba la emoción que sentía cuando un niño  se entusiasmaba al verme, por esa razón la pequeña me sonrió en el supermercado.
—Y dime, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Elizabeth —dijo mientras sonreía— y tú eres el Mago McCarty.
—Llámame Trevor.
—¿Trébol? En el patio de mi casa crecen de esos. Mi mamá me dice que si encuentro uno que tenga cuatro hojas, me dará suerte. ¿Has encontrado un trébol de cuatro hojas? Me preguntó con curiosidad y esperanza.
—Je, je. Sí. De pequeño, mi abuelo recogió un trébol de cuatro hojas y me lo obsequió, allá cuando vivía en Alberta, en Canadá.
—¿Eres de Canadá? Yo soy de Tlaquepaque.
—¿Tlaquepaque, niña? Mejor dicho, eres de aquí, de Jalisco.
—¡Sí! Entonces, señor Trébol, ¿por qué no hace un truco de magia para mí? Me gusta ese truco en donde desaparece debajo de una capa roja. La niña seguía sonriendo.
—Mejor duérmete ya, niña. Mañana te llevaré con tus padres, ¿vale?
—¡Okey!, pero mañana tienes que hacer ese truco de magia, ¡y caminar por la cuerda floja! Me gusta cuando los magos caminan por la cuerda floja —dijo mientras se recostaba en la cama que le había preparado en la habitación contigua a la mía.
—Niña, los magos no caminan por la cuerda floja. Esos son los malabaristas. Pero Elizabeth ya no me contestó. En cuanto pegó la cabeza a la almohada, cayó dormida. Y era de esperarse después de pasar un día tan estresante sin saber nada de sus padres, pero esa niña veía algo en mí y no sé qué era.
A primera hora de la mañana llamé al tipo  que posiblemente me compraría a la niña.
—¿Hola, hablo con Rivera? —pregunté sin estar seguro de lo que diría a continuación.
—¿Quién lo busca, y para qué? —contestó una voz masculina bastante rasposa.
—Ha-ha- habla Trevor, amigo de David. Verás: tengo una niña…
—Trece mil —me interrumpió secamente.
—¿T-trece mil? —tartamudeaba por los nervios —¿Y… y qué es lo que les hacen?
—Mira, son trece mil para que cierres el hocico y no hagas preguntas, ¿okey? ¿Los quieres o no?
En ese momento le colgué y me quedé mudo, sin saber qué hacer. Estaba en blanco. Decidí que tal vez lo mejor era devolver a la niña a la policía. Pero no podía. Era un prófugo de la ley. Si la llevaba, tal vez me interrogaran, y no soy bueno para mentir: me descubrirían, verían mi historial criminal y me encarcelarían de por vida.
—¡Señor Trébol! —escuché a la niña gritar desde su habitación y atendí su llamado.
—¿Qué pasa, Elizabeth? —le pregunté aún con cara de susto.
—Ya es hora de ir con mis papás, ¡pero primero quiero que hagas el truco que te dije! —encendió su entusiasmo.
De pronto, se escucharon las sirenas, no sólo de una, sino de varias ambulancias fuera del piso. Me asomé por la cortina y eran cuatro patrullas, de las cuales bajaban varios policías y se dirigían hacia las escaleras del edificio. Era el fin. Ya no tenía tiempo de hacer nada, o eso creí. De repente tuve una única idea que tal vez podría funcionar. Tomé a la niña en brazos y una sábana roja de mi cama. Salí del departamento y me adelanté a los policías a subir varios pisos más arriba. Cuando ellos dieran con mi departamento, yo ya estaría en el techo.
Y dicho y hecho: cuando llegué al último piso por las escaleras manuales con la niña, escuché que tumbaban una puerta.
Al lado de mi edificio había otro, pero estaban separados por unos cuantos metros que de ninguna manera era capaz de llegar a él con un salto, pero había una cuerda que unía a ambos edificios y estaba lo bastante tensa y resistente como para pasar por ella caminando.
Escuché cómo subían los policías con prisa por las escaleras del piso.
Rápidamente abracé a la niña.
—Elizabeth, eschúchame: ya vienen a buscarte tus padres. ¡Yo me tengo que ir porque tengo que ir al nuevo programa de magia en donde seré el Mago Trébol! —le dije mientras la abrazaba y al mismo tiempo temblaba.
—Genial, me gusta más el Mago Trébol que el mago McCarty —me decía, feliz.
—Vale, Eli. Voy a hacer el truco de magia que tanto querías —los policías se escuchaban cada vez más cerca.—  Caminaré por esa cuerda y me pondré esta capa roja. Cuando te diga,  te tapas los ojos y cuentas hasta diez. Cuando abras los ojos, ya habré desaparecido.
—¡¿En serio?! Okey, okey. Muchas gracias, Trébol. Eres una buena persona —me dijo con la sonrisa más bella que jamás vi en toda mi vida. Derramé una lágrima.
Abracé una vez más a Elizabeth y corrí hacia donde estaba la cuerda. Me puse la capa al hombro y avancé lentamente por la cuerda. Sin experiencia previa me arriesgué: era la única forma de escapar y salir por el otro edificio.
—¡Elizabeth, tápate los ojos! —le dije cuando iba a la mitad de la cuerda.
Ella se tapó los ojos.
—¡Alto ahí! —gritó un policía al alcanzar el techo.
Fue lo último que escuché.
Cuando Elizabeth oyó al policía, volteó en dirección de donde venía el llamado. Luego de eso, regresó su mirada al escuchar un fuerte golpe. La capa roja volaba en el aire y Trevor ya no estaba. La niña comenzó a sonreír, mientras derramaba una lágrima. El policía tomó a la niña por la cintura y la abrazó a su pecho para que no mirara la escena.
Elizabeth escuchó un golpe. Fue el cuerpo de Trevor que abrazaba al suelo, pero ella nunca lo supo.
—¿Viste eso? —le decía la niña al policía —fue el mejor truco de magia.

Rocío Guadalupe Álvarez Leyva
Preparatoria 5

La Silla Presidencial

Antigüedad

Antigüedad | Itzel Montserrat Calderón García. Preparatoria 7.

Dios mandó a un ángel. El diablo no mandó a nadie. Fue, como siempre hace en estos casos, él mismo a encargarse del asunto. Se trataba de una circunstancia de importancia vital para la condición espiritual del mundo invisible. La obtención de la Silla Presidencial de la Nación. Los dos Reinos la querían, puesto que representaba una considerable ventaja.
El diablo y el ángel llegaron al mismo tiempo. El nombre de aquel ángel es tan celestial que es imposible escribirlo con letras terrenales. Por esto es y será solamente «el ángel». Al encontrarse los dos, separados por la codiciada Silla, dijo el ángel:
—Vete, que esta silla la ha reclamado el Creador.
—Pero Él también sigue Sus reglas —respondió el Acusador. Y esta silla me pertenece por derecho.
El ministro divino se mostró en desacuerdo con esto, por lo cual pidió al diablo alguna prueba de que hablaba con la verdad. La medida es comprensible, ya que es imposible confiar en él. Rió el diablo con su particular malicia y dijo que tenía más que pruebas.
—Nomás déjame hacer una llamada.
Hizo la llamada. En cuestión de sesenta y seis segundos había llegado una multitud de hombres bien vestidos pero con rostros acongojados, suplicando misericordia. El ángel los reconoció. Eran los presidentes de la Nación.  Le sorprendió ver a la mayoría y no a todos. Al acercarse al ángel, comenzaron los presidentes a implorarle que permitiera llevarse aquella Silla al Infierno.
—¡Así tendremos un poco de consuelo en medio de nuestro tormento! —decían.
Al menos recordando su poder en la Tierra menguarían un poco el sufrimiento infernal. El Acusador explicó que, allá abajo, se turnarían para poder sentarse en esa Silla. No fuera a ser que todo terminara en un desorden como el que dejaron hecho en la Nación. El Infierno no puede permitir tales desviaciones. El ángel respondió:
—Ahora déjame hacer una llamada.
Hizo la llamada. Volvió y dijo que el Creador había reconocido que esas pruebas eran muy válidas, pero no bastaban para permitirle llevar consigo la Silla Presidencial.
—Falta el carpintero —dijo el ángel—. Es necesario ver qué ha sido de ese carpintero que fabricó la Silla. Esa será la prueba definitiva para el triunfo del Cielo o del Infierno.
—¡Ja! —rió el Acusador, triunfal—. Entonces vas a tener que esperarme. Quiero mostrarte las herramientas especiales que he usado para fabricar esta y otras muchas Sillas más de distintas naciones y distintos presidentes. ¡Yo soy el Carpintero!
***

David Amadeo Jacohinde Corona
Preparatoria Regional de Puerto Vallarta

Un café

Abrí los ojos y ya no estaba ahí.
Traté de encontrarla entre las sábanas, sentirla triste, incompleta, taciturna, porque es un día sin sol, y ella despierta así en esos días. Me levanté, la busqué debajo de mi almohada, uno nunca sabe en qué momento su pareja puede convertirse en una pequeña sorpresa debajo de la almohada.
Nada.
Entré al baño, la busqué en el inodoro, en el lavabo, la busqué en el espejo, o en lo que en él se reflejaba, mi rostro, tal vez se había escondido en mis pupilas tratando de encontrar la respuesta de lo que tanto se pregunta cuando me ve a los ojos. Tampoco estaba ahí.
Me quité el pijama y me puse algo un poco más decente, no estaba seguro si tendría que salir a buscarla a la calle.
La busqué entre mi ropa interior, digo, cabía la posibilidad de que se hubiera convertido en eso. Pero no, ni la más mínima señal de ella.
Bajé.
Pude respirar su perfume, el que ya se le está acabando. «Entonces está acá abajo», pensé. Y sonreí.
Llegué a la cocina, no estaba.

Beautiful eyes

Beautiful eyes | Óscar Rodríguez Tornero. Escuela Vocacional.

Me cansé de buscar en las pequeñas cosas, me cansé de pensar que se había convertido en una prenda de vestir, en un pequeño regalo, en un dibujito, en una estampilla, en una carta, un libro, un mapa.
Me cansé, así que fui a la sala, traté de encontrarla en su forma de mujer, con sus hermosas piernas, dulces, suaves y esos ojos que parecieran estar siempre buscando algo dentro de mí: un futuro juntos, una casa, un husky, un cerdo vietnamita, una gran biblioteca, café.
Café.
Café…
¡Café!
Regresé corriendo a la cocina, el café estaba servido; junto a él, una pequeña nota:
“A veces, en las noches (todas las noches), siento la necesidad de que uno de mis ‘te amo’ estalle en tus oídos, entonces me encuentro con la frustración de que no estarás para escucharlo, y soy yo la que estalla en un millón de pedazos y así me quedo hasta que te veo y tus manos me ponen de nuevo en mi lugar”.
¡Pero qué tonto fui! ¡Yo buscándola en mis pupilas! ¡Buscándola dentro y fuera de mí! ¡En lugares imposibles! ¡En su forma de hermosísima mujer!
Mi vida, pero de qué forma terminaste. Te beberé sin azúcar, como tú hubieras querido. Mi amor, ahora que sabes a café quiero pedirte que no vuelvas a pegarme un susto así.

Luis Enrique Solorio Salazar
Preparatoria 10

La aventura del verso es de un hambre absoluta

Lo que me gusta de quienes empiezan a escribir poemas, por encima de la frescura o las ganas de decir algo, es la poca idea del riesgo que conlleva enlazar las palabras. Me gusta el apremio, incluso en los versos ingenuos, de toparnos con lo que ya se dijo, con eso que ignoramos, leímos u olvidamos. Sin embargo, la aventura del verso es de un hambre absoluta: no siempre disponemos del verbo que madura mejor con nuestra idea; del adjetivo seco que marida con las hojas tan verdes; o trascendente, con una puesta al ideal del lenguaje. Sucede que, cuando jóvenes, nos bastan la emoción, los sentimientos, el asedio hormonal o las vísceras graves para llenar la página. Los lectores cómplices (amigos, la familia, otro autor novel) nos aplauden y hasta leen la revista o el libro que tal vez publiquemos. Pero esto no es el éxito; tampoco las becas o los premios. Me parece que regresar al poema con otro (agudo) riesgo, con mayor intuición y oficio, y una curiosidad distinta, nos daría la humildad para decirnos poetas, no antes de haber logrado el gran poema. Mucho menos después. Es justo en ese momento, precario, tan efímero en que los versos luchan por su vida, cuando los sostenemos en las manos, con la vista, el aliento… Las palabras riesgosas no admiten autores poco experimentados, amigos o familia que se queden atrás de nuestros versos. Es decir, cuando arriesguemos la vida con el vaivén que implica esta palabra y nos enfrentaremos a este movimiento sobre la cuerda en vilo que nos dará qué decir.

Luis Armenta Malpica*

*Luis Armenta Malpica (Ciudad de México 1961). Poeta, ensayista y traductor de francés.
Ha recibido diversos premios y reconocimientos nacionales e internacionales.

Pintura de luz

La Luz

La Luz | Elizabeth Carolina Hernández Carrizales. Preparatoria Regional de El Salto.

La tarde me acompaña
los recuerdos son abrumadores
la risa de las flores amarillas me acompaña
te lo digo por si no te das cuenta
soy magia
entrecierra los ojos y observa la luz de los postes
la pintura de luz extendiéndose por encima del cielo y por debajo del suelo
en un punto casi perfecto
me convierto en Berlín a punto de colapsar
soy Corea
por las noches agua salada
inhalando melancolía
estudio mis pasiones reprimidas
agua dulce del río escapa
vayamos juntos al Nirvana
incendiemos los falsos recintos
las religiones profanadoras de la razón
comencemos a ser
a cuestionar todas las ideologías castigadoras
enamorémonos
saboreemos la guayaba y déjame hundirme
olvidemos los estúpidos parámetros de comportamiento
enterremos la sociedad podrida con banderas de capitalismo
para cosechar ideologías en el mundo.

Andrea Michel López Ramos
Preparatoria 20

A tu lado soy agua

Ocultas tu fragilidad
la ansiedad se compacta en un cigarro
la idea de amarte debería ser censurada
caigo en la vulgaridad de pedirte
que me toques sin parar
sólo desnúdame y fuma tu placer
muérdeme sin piedad
siente mi cuerpo fuera de control
usa tus manos y conviérteme en agua
deslizándose por tu espalda

 

Andrea Michel López Ramos
Preparatoria 20

Metamorfosis lunar

La verdad atrapada en nuestros ojos

La verdad atrapada en nuestros ojos | Alberto Parra Correo. Preparatoria Regional de Tequila.

I
Sordo:
Violines  al  viento
en  melancolía  inversa  a  los  juncos  “suenan”
Mudo:
Has  callado  para  otorgar  el  habla
al  lamento  del  humano  roto
luto  nebuloso;
escombros  de  pelusa
polvo  de  ocaso,
caída  azul…
¿Un  sepelio  para  el  sol?

Lágrimas  de  galaxia
tejen  relatos  con  hilos  de  estrellas,
grillos  en  vela
cantan  historias  en  fogatas  cometas
¿Sera  la  caída  de  la  luz  nuestra  lucha  eterna?

II
Somnolencia  rutinaria  de  un  astro  cálido  despierta
en  la  frialdad  de  su  invernal  esfera  gemela;
hechizo  simultáneo  de  resurrección  taciturna
se  eleva  la  hora  de  la  cena
Rostro-espejo  comprensivo  para  el   lánguido  y  hambriento
susceptible  al  café  humeante,
un  toque  chorreante para  el  adicto  a  la  vía  láctea  flotante…

Miraba  enamorada  el  punto  concéntrico.
Seducida  por  el  jugo  de  plata
eclipsé  mis  pupilas,
inhalando  el  sueño  lucido
que  me  obsequió  el  desvelo.

III
Soy yo,  luego  ya  no;
amante  de  las  tinieblas
lunar  en  la  piel  del  cielo;
en  la  espectral  sombra  del  gato  negro  me  contemplo…
Huraña,  sola,
con  las  pupilas  amarillas  y  desnudas  creciendo.
Soy  la  esfinge  de  la  luna
y   la  risa  del  escéptico,
el  horror  del  supersticioso
y  el  prisma  diáfano  negruzco  del  viento.

Alejandrina Rodríguez González
Preparatoria 5

Sillas rotas en la habitación

Aferradas con vehemencia al círculo vicioso de las palabras injuriosas.
Una imagen se desliza dentro del claustro de cuatro muros vacíos:
Dos ojos cerrados,
Dos pasos silenciosos,
Dos figuras inconexas, autómatas,
Que se anhelan con los brazos extendidos.
Desesperados en la agnosia y el susurro,
Destrozados y levitando por el espacio que se mantiene,
Se subleva sutilmente y luego, entre los fragmentos de las almas se disipa.
El aire se engancha de la desnudez de los cuerpos,
Se compenetra en la oquedad de su pecho, en la respiración entrecortada.
La ignición los combina el uno con el otro
Los comprime, los enreda.
La fuerza los une y los separa, Los violenta, los humilla.
Se desgarra, los lastima;
Se acelera, los explota.
Las figuras taciturnas se contemplan,
Se imploran, se inhiben,
Se fracturan poco a poco.
El movimiento arranca el sonido de las extremidades chocando contra nada.
Los gritos ahogados se destruyen
Sin eco, sin reverberación, sin sombra, sin más.

 

Andrea Azucena Avelar Barragán
Preparatoria 2

Silencio

Las palabras se revuelven,
Se empujan y se escurren
Entre los labios,
Como un sólo sonido incomprensible.

Silencio.

Las sensaciones se torturan,
Se disuelven y se enclaustran
Dentro de la memoria
En un solo espacio
Torvo, abyecto, cruel.

Silencio.

Las imágenes se contrastan,
Se decolora y se pulverizan.
Las siluetas se combinan,
Se fragmentan y se rozan.
Los pasos se aceleran,
Las palabras se hieren,
Los gemidos se distorsionan.

Silencio.

 

Andrea Azucena Avelar Barragán
Preparatoria 2

Media noche

Fiestas de sombreros

Fiestas de sombreros | Luis Emilio Cuéllar Cruz. Preparatoria Regional de Tuxpan. Módulo Mazamitla.

Me llaman los muertos
a deshoras
¡me cantan! ¡Me cantan!

Les guardo la voz
me esperan, me llevan.

 

Ángel Camaño Andrade
Preparatoria 2

Vacío

Interrumpo la monotonía de mi vida
apareces de nuevo
te acercas
invades
conquistas
reanudamos el juego
al compás de las bocas
que fingen quererse
en un improvisado vaivén
de manos inquietas y
ahogados suspiros
olvidamos por instinto
dolor y tristeza…
rechazos
el mundo se torna perfecto
hasta que te vas
dejando sólo la piel complacida
el corazón
vacío.

 

Karla Elizabeth Esquivias López
Preparatoria 3

Puramente brotadas

Hasta podrá ser
que el cielo tropiece
y los prados revuelquen tus pechos.

¡las flores Márgara!
Margaritas de sol
pa’ tu rebaño de penas
que cruje entre las sienes
puramente brotadas.

Anda tú, que podrías atravesar mi campo celeste
sepultando estrellas,

pero murió Esperanza,
y resucitó Dolores
entre tu saco de
desamores.

¡Margaritas de sol!
¡Han muerto las flores!

 

Laura Samira Arellano Padilla
Preparatoria Regional de San Juan de los Lagos, Módulo San Miguel El Alto