Camino enterregado

Es un camino enterregado en medio de la nada. Haces los ojos chiquitos buscando a los lados un pueblo, una casa, un mísero árbol, algo más que no sea la procesión en la que vas embutido, arrastrado a la fuerza por el gentío acalorado, apestoso. Intentas mirar por encima de las cabezas, pero el sol se fija delante, enorme, te deslumbra. Tal vez llevan un santo, piensas, pero cuando preguntas, nadie te responde, miran al frente, un poco alzadas las cabezas, como hipnotizados por la luz. Es ahí cuando adviertes que el cielo tiene una tonalidad rojiza, como si destilara sangre y bañara las nubes. La gente va seria, silenciosa, parpadea de vez en cuando, muy comprimida, sin dejar huecos libres para escapar. Los brazos chocan, las manos se confunden con otras, se rozan las espaldas y las piernas, se respiran en la oreja, en la nuca, pero nadie se queja; se aglomeran los olores, los alientos y los sudores.

                Vuelves a intentar mirar lo que va adelante; pero el brillo del sol es tan fuerte que te arden los ojos. A tus costados, sólo hay suelo llano, seco, con insípidos matorrales aquí y allá. El aire se siente espeso, empolvado y más caliente conforme van caminando, te araña la piel y hasta respirar duele. El suelo está cuarteado, parece que no ha llovido en muchos años.

                —Aquí nunca llueve —dice una mujer, sin dejar de mirar al frente.

                —¿Adónde vamos? —le preguntas.

                El peso del sol ha comenzado a fatigarte, te dan calambres en las piernas, te gustaría detenerte, pero en cuanto dejas de moverte la multitud compacta te arrastra.

                —Nadie sabe —responde un hombre.

                —¿Dónde estamos?

                —En el desierto, supongo —responde otro.

                —Es Sonora, de seguro.

—Adelantito está la frontera, por Dios que sí.

                —¿Adelantito? Llevo días caminando y aún no llegamos a ninguna parte —dice la mujer —. Debería estar trabajando, mi casero ya me advirtió que me va a echar si no le pago los meses de renta que le debo, y yo aquí, caminando hacia ninguna parte.

                —¿No está casada? —le pregunta un hombre de corbata. Tú escuchas con mucha atención, no encuentras otro entretenimiento.

                —Los hombres no quieren mujeres usadas como yo. Mi cuerpo ya no seduce como cuando tenía veinte. Qué recuerdos, en esos tiempos cobraba mi buen dinero. Yo era toda una joya.

                —Es usted una mujer mala —le dices.

                —Sí lo soy, rancherito. Me he vendido, he robado, he dado a luz dos veces sin siquiera mirar los rostros de mis hijos, los he abandonado en la calle, los he matado por vanidad.

                —¿Y no se arrepiente de sus actos? —le pregunta el de corbata.

                —Sí, a veces. Pero nunca como ahora, y es que caminar aflora muchos pensamientos.

                —Pues yo también soy malo —responde él—. He estafado a muchas personas, los he dejado en la calle. Hace poco me enteré que un hombre al que yo despojé de todo se ahorcó en la regadera de un hotel a causa de sus preocupaciones económicas. No he dejado de pensar en él desde entonces.

                Empiezas a respirar con mayor dificultad, ya no hay ni una pizca de viento y el calor aumenta, te traspasa las sulas de las botas, te achicharra los pies.

                —¿Y usted?  —te cuestiona la mujer—. No me dirá que es un santo.

                Por un momento no sabes ni quién eres. Entonces los detalles se agolpan y los recuerdos aparecen lentos, brotan de sus capullos difícilmente. Eres Fidencio Ramírez, ganadero, tienes una esposa embarazada y una hijita de seis años. Quieres indagar más sobre tu vida; pero no puedes. Tus recuerdos están muy lejos, no los alcanzas.

                —Soy esposo y padre, me gano la vida honradamente. Yo no soy malo —afirmas.

                El sol ya se cierne sobre ustedes, refulge como una inmensa antorcha encendida. Los cuerpos sudan tanto a tu alrededor que parecen mojados, te tocan por todas partes, mezclan tus flujos y los de ellos. Alzas la vista y sientes cómo se derriten cejas y pestañas. Y recuerdas. Recuerdas a la pobre Crisálida en el suelo, llorando. Se endereza lentamente, con el rostro amoratado y sangrante, y te mira con los ojos perdidos, ajenos, acusadores; no es la mirada de Crisálida. Ella siempre luce arrepentida o asustada; nunca delatadora, nunca verdugo.

                —Lo mataste —te dice, abrazándose el vientre.

                Desde el inicio de la procesión llegan gritos, unos alaridos agónicos que te hacen dar media vuelta, querer alejarte.

                —Los abandoné en un basurero, desnudos y hambrientos —dice la mujer sin alterarse ante los gritos.

                —Les quité todo, los orillé al suicidio —agrega el hombre.

                —¡Lo maté! ¡Maté a mi hijo! —intentas huir, pero muros de miembros humanos te detienen y te arrastran inexorablemente hacia un calor que arde, quema, pero nunca mata…

Hacía mucho rato que se habían llevado al niño para enterrarlo.

—¡Encontramos a don Fidencio —llega gritando alguien mientras la matrona le limpiaba los últimos rastros de sangre a Crisálida quien seguía llorando quedito—! Anda por el camino a Yahualica, va solo, como borracho, llorando y gritando, quejándose de un supuesto calor tan insoportable que se encueró y mueve los brazos como loco, como aventando gente invisible, que dizque se está quemando…

Jhovana Itzel Aguilar Jiménez

Preparatoria 8

Huellas del tiempo. Yuli Itzel Flores Hernández. Preparatoria Regional de El Salto.
Vivamos mientras seamos jóvenes. Areli Alejandra Ruvalcaba Becerra. Preparatoria Regional de El Salto.