La loza roja

Se decía en las calles del pueblo que ella era tan hermosa como una rosa. Que sus labios color carmesí eran lo más lindo con lo que cualquiera podría encontrarse; se comentaban de su preciosa voz y de sus marcadas y suaves caderas.

                Nunca se supo de nadie que se hubiese resistido a los hechizos de una mujer tan hermosa, y, en mi opinión, especialmente de ella, con esa forma tan voraz de expresarse y ese brillo en sus ojos marrones que te hacía pensar que estabas mirando al interior de una taza repleta de brebaje caliente en la mañana. Cuando sonreía, ¡cielos santos!, cuando sonreía y aquellos hoyuelos se asomaban de su fino rostro parecía que todo en el mundo paraba por un segundo para admirar tan fulminante belleza.

                “¿Tendría novio?”, me llegué a preguntar más de una vez, mas nunca me supe contestar. No conocía a nadie que hubiera hablado con ella, ni tocado su fina piel, nadie con quien me atreviera a cruzar palabra. Estaba demasiado arriba y yo demasiado abajo. Pero un chico puede soñar, y yo soñaba, soñaba con su tacto y con su presencia, con la fuerza de sus pestañas y las delicadezas de sus manos.

                Ella encendía algo en mí, encendía un ardor profundo que me calaba en los huesos y me quemaba hasta la más pequeña partícula de mi alma, tenía ese tipo de presencia misteriosa que me mataba lentamente y me torturaba por no poder tenerla.

                Poco deja a la imaginación, sea como sea. Acerca de mis sentimientos hacia ella, y sin importar que nunca me había hablado, yo ya era su perro fiel, besando y bendiciendo cualquier sitio por donde sus pies hayan pasado, alabando y envidiando a aquellas ligas para peinarse que acariciaban su tan fino cabello día tras día. Por supuesto, como cualquier hombre enamorado, repudiaba a mis compañeros de colegio y vecinos, usualmente mayores que yo y en una mejor posición, que gozaban de acompañarla dando largas caminatas por los parques.

                Claramente nadie le faltaba al respeto, era parte de su encanto, de esa inmaculada cara de ángel a la que yo veía rodeada por su aureola.

                Pero ella a mí… No, nunca había posado sus tan finas y preciosas pupilas en mí, no tendría razones para hacerlo fuera como fuera. Yo no era mayor como esos tipos pedantes que la llevaban de la mano, ni tenía sus carros caros, ni mucho menos le podría dar de esos regalos grandes y bochornosos que seguido aparecían en su puerta ocultando detrás suyo a un chico bien parecido.

                No, yo no le podría ofrecer nada de eso, y me partía el corazón siquiera pensarlo.

                Había días en los que me despertaba y pensaba en confesarlo todo, lo haría, le diría lo que sentía. Otros, bueno, pensaba que no valía la pena, que ella merecía algo mejor y nunca se detendría a pensar en un simple y molesto niño estúpido como yo… Tristemente, el viernes pasado fue más un día de valor que de cobardía, tristemente para mi pobre historia escupida.

                Asistí a la escuela como siempre, mi madre me pidió hacer el desayuno para toda la familia y después de empacarlo me fui a toda velocidad hacia la preparatoria.

                Tomé una clase, dos, y una más antes de que sonara la campana del receso. Ella… Ella iba en quinto al igual que yo pero en otro grupo, y momentos así eran de los pocos que tenía para hablarle.

                Salí del aula y me encontré con ella casi de inmediato en el pasillo. Preciosa, rodeada de sus amigas, luciendo como una estrella o como la luna misma, con esa sonrisa, con esos hoyuelos, con esa mirada y con esa presencia.

                Embobado por su persona olvidé moverme y sólo la miré boquiabierto, por supuesto que ella me notó, quizá por vez primera, parado frente a ella, y en cuanto me di cuenta del ridículo que estaba haciendo me puse derecho y me reacomodé la mandíbula entre las risas crueles de sus amigas.

                —Hola… —le dije tartamudeando un poco, ella remarcó su sonrisa y me contestó.

—¿Necesitas algo?

Mi mente volaba hacia el hecho de que estuviéramos conversando, era un momento puro, de máxima felicidad y nerviosismo. Perdido en su mirada debí de haberme tomado unos minutos más hasta que la voz de una de sus amigas me arrancó de mi fantasía, confesando que sería mejor retirarse, que no diría nada bueno.

                No sé si fueron los nervios o el miedo a que se fuera, pero algo me hizo tomar su muñeca y sólo decirle de manera directa y clara lo que mi corazón me dictaba.

                —Te quiero —le dije entre jadeos. Parecía que recién acababa de salir de un gimnasio cuando tales palabras se resbalaron por mis labios, sudado y torpe. Ella me miró con su rostro confundido y no dijo nada. Tampoco sus amigas hablaron ni los chicos que pasaban.

                —Te… quiero —dije de nuevo, sonrojándome un poco.

Pensé por un segundo que el mortal silencio era culpa de la sorpresa emergente de los corazones de aquellos que no se esperaban que tuviera el valor. Tristemente no fue así, si no que en su lugar ella soltó una pequeña risa antes de que su amiga gritara a todo pulmón “¡tortillera!”

                Mi mundo se detuvo de un golpe, no como lo detenía ella, si no como el freno desagradable de un auto cayéndose a pedazos. De repente todo iba en cámara lenta y a mi alrededor se juntaba gente gritando “¡marica!”, “¡marimacha!” y otros términos que se clavaban en mi corazón… sobre todo las veces que tales palabras emanaban de los labios de mi ángel. ¿A mí? No podrían decírmelo a mí, no, yo era heterosexual. Además, yo no era mujer.

                El ruido provenía de todas partes y poco a poco se convertía en un insoportable eco que taladraba mis oídos.  Me tiré al piso en posición fetal y me llevé las manos a la cabeza. Comencé a gritar y a jadear. No tardó en llegar un prefecto.

                Llamaron a mi madre. Me golpeó en el auto. Ella llamó a mi padre, quien lloraba de decepción. Surgió el término “lesbiana”, pero nadie me permitía explicar que un hombre no puede ser lesbiana por obvias razones. Mas mis palabras no parecían apelar bien a los oídos de mi madre y padre.

                Finalmente llegó mi tío, hombre fuerte y alto, demasiado adepto a la religión católica, que pasó su vida trabajando en la construcción. Me tomó del cabello y me arrastró por las escaleras hacia mi cuarto, ahí con sus manos me arrancó la ropa y me dejó expuesto ante el espejo. Mi cabello largo y ondulado, mi propia cadera, mis pechos y mi pelvis me susurraban en el espejo cosas que no quería escuchar, cosas que entraban a mí ser por mis ojos en negación. Yo gritaba tan fuerte como podía, pero esto no daba resultado.

                —¡Mírate, Esmeralda! —gritaba él— Ese no es un cuerpo de chico y nunca lo será, acéptalo. ¡Naciste siendo perra y perra morirás! Y como perra vas a buscarte a un hombre en vez de decir idioteces en la escuela —gritó a mi oído lastimando mis torturados tímpanos mientras recorría con manos sucias y violentas aquel cuerpo que se reflejaba en el espejo y que no reconocía como mío.

                Al final jaló de mi cabeza y dejó que esta se estrellara fuerte contra el piso. Me sentí mareado y se me nubló la vista. Escuché un portazo y cubrí mi desgraciado cuerpo con los harapos que quedaron de mi camisa. Cuando mi cabeza dejó de dar vueltas, lo primero que vi fue a aquel endemoniado espejo y como a través de mis andrajos se reflejaba una piel que no era la mía, unos senos que no podrían ser míos y una entrepierna que no podría ser mía.

                Me levanté con piernas temblorosas y por primera vez en mucho tiempo observé el cuerpo de mujer que mi alma habitaba. Por mi mente pasaron los golpes de mi tío, los vi en mi cabello. Sus manos tocando todo lo que no debería ser tocado, a esas las vi en mis pechos. Vi el golpe de mi madre en mis caderas y a las palabras de mi padre en mi cintura. Vi sus lágrimas en la forma en la que creaban curvas mis piernas, y vi las rosas de todos, y al rechazo de mi ángel marcados en mi entrepierna.

                Las lágrimas se apoderaron de mí. Sólo podía rasguñar mi cuerpo con desesperación y con horror. Quería quitarme ese disfraz deplorable, esa piel que no era mía, ese nombre que no era mío.

                Al final perdido entre los laberintos de la desesperación terminé por encontrarme con una vieja navaja de afeitar de aquellas clásicas que aparecen en las películas de época y la llevé conmigo hacia el espejo.

                Incisión tras incisión tajaba todo lo que volvía a mi cuerpo tan ajeno a mí, y cada vez hacía más frío. Ardía, dolía y me retorcía, partes mutiladas de aquel cuerpo caían al piso, aquella piel. ¡Esos malditos senos! Sin embargo, el color rojo que pintaba la loza del suelo me recordaba que en unos segundos esas malditas curvas desaparecían para siempre.

                En algún punto sin fuerza caí al piso. Temblaba y miraba hacia abajo contemplando mi cuerpo con forma más varonil, más mía. Como pude solté una sonrisa y cerré los ojos. No era perfecto, pero quizá de esa forma le gustaría más a ella. Quizá de esa forma podrían verme como lo que era, un niño ingenuo enamorado de una preciosa mujer.

                No volví a abrir los ojos. Mi lecho fue para siempre la loza teñida de rojo de aquel cuarto y me pregunté, mi alma se preguntó, si en mi funeral me pondrían traje fino, y si eso le parecía a ella de alguna forma atractivo.

Sofía Zazhil Román Verde

Preparatoria 9

Quién soy yo. Dulce María Cobián Flores. Preparatoria Regional de El Salto.