Picia

Julio Ricardo Morales Raygosa

Preparatoria 9

Ella era fea.
Su padre le decía que la belleza no importaba. Su madre le decía que la belleza partía según quien la mirara; así de fea era. Un ojo le guiñaba a la muerte, otro le guiñaba a la tristeza, sobre todo frente al espejo.
No solo es que fuera fea, es que miles de años sobre la importancia de la belleza le deformaban los hombros. Su fealdad atraía asombro, y su incredulidad dolor.
El agua huía de su reflejo, así lo veía ella. Se acercaba diariamente con timidez a su rostro, negociando con sus fantasmas, peinando un ligero brote de esperanza que le ocultaba pesadamente un poco de vergüenza.
Intuía que ni la muerte la quería. Sin embargo, en ello se equivocaba; la muerte más que nadie sabía apreciar su amarga apatía, su cólera, su punsión inevitable al odio —sobre todo a sí misma— que la absorbía.
Un día vio pasar ante sí una rosa tan brillante como oscuros sus ojos; sí, una rosa. Nada hiere o glorifica más a la belleza que una rosa. Ante ella se encontraba lo que ella jamás poseería, y entendió por fin que la belleza no lo es todo tras ver a alguien comprándola con solo una moneda.