Bendita soledad independencia

Desperté en un sueño en donde me encuentro siendo aquello que quería. Ya no está Sandra, ya no está mamá, tampoco papá. Ya nadie se enoja si llego tarde, ya nadie se molesta si no lavo los platos. Por fin puedo ver televisión todo el día, hago con mi tiempo lo que deseo. Ayer me desperté a la 12:00, hoy a las 3:00. ya nadie está ahí. Aquella independencia que creí tener, hoy la llamo soledad.

Sin él no hay vida | Jennifer Fernanda Pacheco Ramos. Preparatoria Regional de El Salto

Desahuciada

Ahí la vi, tirada, perdida, sufriendo por aprovechar al máximo sus últimos momentos, sufriendo por querer seguir sirviendo, por querer ayudar, por intentar seguir escribiendo, y entonces su tinta se vació, su vida se acabó y su dolor se esfumó.

Misiva de un homicida

¿Quieres saber la razón de mi actuar?
No creo que lo puedas comprender, pero te lo relataré de igual manera.
No puedo decirte cuándo comenzó exactamente, solo sé que un día abrí los ojos y la odiaba, la odiaba con todo mi ser. Todo en ella me irritaba de sobremanera: su personalidad y su apariencia me parecían desagradables, así que una idea cruzó por mi mente, como una estrella fugaz. En algunos momentos venía y en otros estaba pensaba que tal vez podría darle otra oportunidad. Pero esa estrella fugaz cada vez venía y se quedaba más tiempo, esa estrella fugaz alimentaba cada día la idea de acabar con ella.
Otro día desperté y no podía sentir nada, me sentía adormecido, como un barco a la deriva, pero el viento, oh, ese maldito viento, me empujaba y acercaba cada vez más a la idea, alimentaba la obsesión con mi designio. Entonces, como un lobo hambriento, cada día cazaba bosquejos de cómo sería tener su sangre en mis manos, ser el dueño de su última bocanada de aire. Lo perfeccioné todo, me percaté de cada detalle para poder lograr mi cometido. Y lo hice. Cuando todo se encontraba en un perfecto estado de silencio y calma, cómo si el universo tuviera conciencia del destino de esa noche, me levanté y tomé ese revólver 38 que se encontraba debajo de mi cama. Me miré al espejo de la esquina de mi habitación y lo hice: acabé con la bestia en mi interior.

Zayra Naomi Ramos Pineda
Preparatoria 9

La taxonomía de las hembras

… según los hombres

Los hombres dividen a las mujeres en santas, dignas de vivir en plenitud, a quienes pueden amar; en insípidas, las más repudiables, pues no evocan deseo; en putas, a quienes desprecian por haber sido tocadas. Sin embargo, ellos mismos no se cansan de manosearlas, porque en su pene, además de reinar el descontrol, también gobierna la hipocresía.

Fotografía

Fotógrafo de renombre aprecia su pieza favorita: los últimos suspiros de su pareja.

El extraño gusto por lo infantil

“Mi cuerpo ya no es deseable. Los hombres ya no quieren pagar por él, pues está infectado por la vejez”, dijo ella mirándose con asco. En eso visualizó a su hija, de piel tersa y virginidad intacta. Exclamó: “pero ellos me premiarán muy bien por tu codiciada niñez”.

Daniela Itzel Esparza Huerta
Preparatoria 19

Detrás de ti

Gabriel Alejandro Beas Pérez
Preparatoria 9

Expresar | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

—No lo entiendo. Yoel siempre ha sido un chico de lo más alegre, doctor. No logro comprender por qué intentó suicidarse.
El Dr. Tony miraba por la ventana. Era un día nublado de octubre de 1983. Después de escuchar a la señora Mendoza, quien aquel día llevaba un vestido amarrillo y unas zapatillas color crema, se volteó y la vio sentada frente a su escritorio. Por su apariencia, la señora debía de tener unos cuarenta años.
—Cálmese, señora, y repítame cómo lo encontró antes de traerlo aquí.
—¡Cuántas veces tengo que repetirlo! Lo encontré tirado en su cuarto, desangrándose, con cortes en las muñecas y un cuchillo a su lado. Yo regresaba de hacer las compras. Apenas lo vi, llamé a emergencias.
El doctor volvió a mirar por la ventana, pensativo. Estaba empezando a llover.
—De momento no logro tener nada en claro. Necesito hablar con el muchacho a solas.
—¿Y cuándo será eso? Lleva ya tres días dormido y uno que lo trajimos aquí… Justo para evitar que no intentara suicidarse otra vez cuando despierte.
—Tenga paciencia, señora —dijo mientras caminaba a la silla de su escritorio y se sentaba—. Nada ganaremos si nos impacientamos. Lo único que podemos hacer es esperar a que Yoel despierte. ¿Qué edad me dijo que tiene el muchacho?
—Solo dieciséis.
Dicho esto, se despidieron y la señora salió del consultorio. Desde la ventana, pudo ver cómo subía a su auto y se iba. Mientras tanto, en otra parte del psiquiátrico:
—Ah, mi cabeza, ja, ja, ja. Con que así es como se siente la muerte, ¿eh? ¡Espera! Si estoy muerto, ¿por qué me duele la cabeza? ¿Y dónde rayos estoy?
Yoel miró desesperadamente a su alrededor. No logró ver mucho, ya que las luces del cuarto estaban apagadas y la poca luz que le llegaba provenía de la ventana de la puerta al fondo. Cuando pudo ver claramente, se sorprendió de que era un cuarto grande con bastantes camillas, y mayor fue su sorpresa al ver que estaba atado con correas a la cama.
—¿Qué demonios? Yo debía estar muerto…
De repente, el miedo lo invadió y su respiración se volvió cada vez más pesada y agitada. Tras unos minutos, sintió como si algo trepara por su espalda y llegara hasta los hombros. A medida que se los apretaba, su miedo crecía. Esa sensación otra vez.
Yoel sentía tanto miedo que pensó que se orinaría en la cama. De pronto, percibió una respiración sobre su cabeza. Esto solo hizo que el miedo lo consumiera aún más y, lentamente, levantó la cabeza para ver qué era: una mano negra con ocho garras. Levantó la vista, siguiendo el brazo de la criatura, hasta que llegó a verle la cara: una sombra negra con ojos rojos y la boca abierta, que trataba de comerle la cabeza.
—¡ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE DE MÍ!
De inmediato, un enfermero entró, asustado por el grito.
—¿Qué te pasa, muchacho?  ¿Estás bien?
Yoel sintió un alivio al escuchar la voz del enfermero y volteó a verlo, alegrado. De inmediato, vino a su mente la criatura. Miró de nuevo hacia arriba, pero ahí ya no había nada.
—Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy? –dijo con la respiración pesada.
—En el psiquiátrico Santa Clara. ¿Cuál es tu nombre? Yo soy Alex, pero puedes llamarme señor Lanister.
—Yoel.
Terminadas las presentaciones, se acercó y le quitó las correas que lo ataban a la camilla. Luego, lo llevó al consultorio del doctor Tony, quien estaba leyendo un libro. Este miró hacia la puerta.
—Buenos días, Yoel –dijo. Lo invitó a recostarse en un diván, mientras él tomaba asiento en una silla cerca de este—. Señor Lanister, ya puede macharse.
—El señor Lanister se marchó.
—Bueno, empecemos con la sesión. Y bien, ¿quieres iniciar contándome porque trataste de suicidarte?
Al escuchar la pregunta, puso cara de enojo. Se quedó en silencio durante más de diez minutos. Decepcionado, el doctor le dijo:
—¿Quieres decirme por qué no quieres contarme?
Yoel sacudió la cabeza de derecha a izquierda, dando señal de negativa.
—Yoel, ¿sabes? A veces yo tampoco quiero hacer nada, pero igual la gente se niega a dejarme en paz. Si quieres sobrevivir y largarte a casa lo más pronto posible, tienes que aprender a cooperar, ¿de acuerdo? Llegará el día en que te des cuenta de la suerte que tuviste cuando te dejaron tranquilo…
Se levantó de la silla y le dio una palmada en el hombro.
—Está bien, le contaré —dijo asustado.
El doctor Tony se volvió a sentar en su silla y dejó que Yoel empezara a hablar.
—Es algo que ocurrió hace aproximadamente un año y medio, unos meses antes de los exámenes de la prepa. Regresaba de la tienda y decidí pasar por un parque solitario, ya que realmente no quería regresar a casa. Pensaba en la mentira que diría para justificar mi tardanza, así que me senté en un banco y me distraje con algo, no recuerdo con qué. Después de un rato, un señor llegó por mi espalda y puso sus manos en mis hombros. Los apretó muy fuerte y este me susurró al oído: “¿quieres tener un buen momento?” Mientras sus manos me apretaban más, sentí asco. Me paré, me volteé y le dije: “No, no, gracias. Y ni se le ocurra volver a intentar eso.” En el instante en que me volteé, llegó por atrás y me puso contra la pared. Primero intenté mover mis brazos para empujarme hacia atrás. No pude; los tenía paralizados. Luego, con los pies puestos en la pared, quise impulsarme y tirarlo al piso. No pude; estaba temblando. Ya no podía escuchar nada, no podía pensar nada. Estaba varado en mi mente, en mi vacío. Lo siguiente que recuerdo es que me bajó el pantalón y que su cosa entró en mí. En ese momento, solo podía ver la pared. No sentía nada más que dolor. Y si tuviera que describirlo, diría que es como morir mentalmente. El dolor que sentí con su cosa dentro era como ser golpeado repetidamente en los bajos, como si me sacaran el alma de tanto dolor.
» Perdí la noción del tiempo, de cuánto duró haciéndomelo, pero eyaculó dentro. En ese momento, sentí un gran asco. Luego sacó su cosa y pude verle la espalda, mientras se iba como si nada hubiera pasado.
El doctor terminó de apuntar en su libreta y luego de pensarlo volvió a llamar al señor Lanister, que traía una bandeja con medicina. Uno de los frascos decía Moralitidina; las pastillas dentro tenían un extraño color azul.
—¿Y esto qué es?
—Es tu nueva medicina. Por favor tómala.
Yoel se paró, se acercó al enfermero y tomó la medicina. Por un instante se sintió raro. Luego, dio un grito del susto, pues el mundo a su alrededor se había teñido de un rojo sangre, sangre que comenzó a escurrir por las paredes del consultorio. Del techo, había ojos observándolo, y el señor Lanister y el doctor Tony ya no se veían más como ellos. El Doctor era como un ente, sin más rasgos faciales que sus oídos y una boca con tres filas de dientes. Se veía desnutrido, casi esquelético, y con la piel en estado de putrefacción. El señor Lanister se veía como un hombre de paja, con clavos gigantes por todo su cuerpo, que estaba en llamas. El fuego le formaba una cara sonriente. Para hacerlo aún peor, tenían aterradores monstruos detrás de ellos, con las fauces abiertas tratando de devorarlo. Yoel apenas alcanzó a gritar: “¡detrás de ti!” Luego se desmayó.
En la oscuridad, una figura extraña se acercó a Yoel, pero solo pudo verle la cabeza a la distancia. Era un cráneo de perro con el hocico alargado y grandes ojos rojos. Tenía cuernos de cordero.
—Yoel, al despertar tienes que encontrar de nuevo la medicina. Te ayudará a salir de aquí y regresar a casa.
La extraña figura chasqueó los dedos, y cuando un hoyo se abrió debajo suyo, cayó. Despertó un par de horas después, en la misma camilla en la que había despertado. Esta vez no estaba atado. ¿Qué demonios había sido ese sueño? ¿Y qué era esa cosa? ¿Encontrar de nuevo esa medicina horrible? ¡Ah, olvídalo! Todavía respiraba pesadamente y estaba muy sudoroso.
             Para qué buscar esa medicina y tratar de regresar a casa si allá afuera no había nada bueno. Con esa idea en mente, pasó varias semanas encerrado en el psiquiátrico.
Siempre era visitado en sueños por la criatura con cráneo de perro y cuernos de cordero, y cada vez eran más frecuentes sus apariciones. La boca se le apareció tantas veces al despertar que hasta le puso un nombre:
Remor. Y esto siempre venía acompañado de una parálisis del sueño. Además, la vida dentro de Santa Clara no era tan buena: el guardia que vigilaba la entrada era un pedófilo y las enfermeras preferían seguir leyendo sus revistas que atender a los niños. “Ya estoy harto de este lugar”, pensó. “Es horrible. Al menos mi madre me trataba mejor que estas personas. Tengo que escapar de aquí”. En ese momento, pasó una niña, saltando la cuerda y cantando una canción.


Down in the valley where the green grass grows,
there lives a lady in green.
She grows, she grows so, so sweet,
that she calls for a ladder al the end of street.
Sweetheart, sweetheart, will you marry me?
Yes, Lord, yes, Lord, at half past three.
Ice cake, spice cake, soft parfait,
and we’ll have a wedding at half past three.

 
—Hola, Yoel –dijo, cuando se detuvo en seco y lo miró—. ¿Planeas escapar de aquí? Qué bien, igual que yo.
—Calla, Mio, no lo digas muy alto. Las enfermeras nos escucharán –Se paró y le tapó la boca con la mano.
—Por cierto, ¿ya encontraste a tu perro? ¿Cómo se llamaba? Ah, ya recuerdo: Peludo.
—No, el señor Peludo sigue allá afuera, esperándome para volver a casa —dijo con una expresión triste en la cara, mientras se retiraba la mano de Yoel de la boca—. Por eso escaparé de aquí.
—Así que, qué tal si escapamos juntos, Yoel.
—Pues como ya lo sabes, no tengo de otra…
Así que Yoel le contó sobre la figura y sobre su sueño, y al no tener más pistas de cómo salir esa noche, mientras todos en el psiquiátrico dormían, Yoel y Mio se escabulleron hacia el almacén en el que se guardaban todas las medicinas.
—Genial, aquí está el almacén, Mio. ¿Sí le robaste la llave al guarda?
—Sí, ese asqueroso me pidió un beso a —dijo mientras la sacaba de su bolsillo y abría el almacén—. Pero yo le di un café mezclado con la medicina que me dan, ja, ja, ja. El idiota cayó dormido
—¡Eureka!
Yoel y Mio entraron y buscaron la Moralitidina. La encontraron junto a un picahielos. Yoel tomó ambos y cuando estaban por salir del almacén, Mio tiró por accidente un frasco de medicina, provocando un gran estruendo. Yoel se escondió rápidamente, pero Mio no tuvo tanta suerte.
—¡Qué rayos haces aquí, niña? —gritó el guardia.
Mio salió corriendo, derrumbando al guardia y este la persiguió, dándole vía libre para escapar a Yoel.
“Gracias, Mio, fuiste muy valiente”, pensó para sí mismo mientras se llevaba la mano derecha a la frente, haciendo el saludo que haría un soldado.
Salió corriendo hacia su cuarto lo más rápido posible; más de una vez pensó que lo atraparían, ya que el guardia había alertado a los enfermeros. “Casi me atrapan”, pensó mientras se sentaba en la cama. “Bien, ahora tengo que tomar esto, ¿verdad?”
Se tomó de nuevo una de las extrañas pastillas azules y sintió devuelta cómo algo trepaba por su espalda y ponía una mano en su hombro, que comenzaba a apretar. Entonces, el mundo se tiñó de rojo y las paredes escurrieron sangre. Desde el techo, ojos de varios colores observaban a Yoel como si pudieran mirar su alma. Detrás de él, se manifestó la criatura que siempre lo asechaba con las fauces abiertas, listas para comérselo. Pero ya no era solo una sombra, era real. Y era la misma criatura de su sueño. Esta vez pudo observar de cerca el cráneo. Pensó que se desmayaría de nuevo, pero se determinó y lo enfrentó. 
—Remor —dijo con la respiración pesada, asustado.
La criatura miró hacia abajo, lo vio directamente a los ojos, sin soltarle los hombros para que este no pudiera escapar. Soltó una carcajada estruendosa.
—Hola de nuevo, Yoel. ¿Quieres pasar un buen momento?
—¿Qué haces aquí? ¿Que no se supone que esas pastillas me ayudarían a escapar de aquí?
—Oh, mi querido, tan crédulo. ¿Que acaso no te enseñaron que no debías creer todo lo que te dijeran?
—Lárgate, criatura inmunda.
—Así como la primera vez —dijo después de lamerle la cara—, sabes que fue tu culpa que yo me sintiera atraído por ti. Solo mírate, tan puro, tan adorable.
—¡CÁLLATE!
—¿Qué te espera allá fuera? Ya no tienes nada.
—¡TODAVÍA TENGO A MI MADRE!
—¡Tu madre! Ja, ja, ja. ¿Y crees que todavía te querrá, después de saber qué te pasó? Tan solo piensa en cómo te verán las personas una vez que salgas de aquí: el chico que ni siquiera pudo protegerse a sí mismo.
—¡CÁLLATE! AL MENOS CUANDO SALGA DE AQUÍ, TODAVÍA ESTARÉ VIVO.
—Oh, mi querido, pero si tú ya estás muerto. Una vez que dejas de amar, ya estás muerto. Incluso si tu corazón sigue palpitando te he quitado todo. Ya no te queda nada. –La criatura soltó otra gran carcajada.
—¡C Á L L A T E! —gritó mientras sacaba el picahielos de su bolsillo e inmediatamente se lo encajaba debajo de la boca, atravesando su lengua y llegando hasta el cerebro.
La criatura murió al instante. “Por fin”, pensó.  Creyó que llevaría más tiempo. Pero entonces, Remor abrió sus fauces, mismas que no solo venían desde el cráneo, sino que recorrían todo su cuerpo, y engulló a Yoel.
 
Yoel Murió el 14 de diciembre de 1983. El personal del hospital jamás encontró su cuerpo. Lo único que se encontró en su habitación fue el frasco de Moralitidina.

Ataduras | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

La escritura: el instrumento de un pequeño Dios

La escritura es el instrumento más importante que ha inventado el ser humano. Es con este instrumento que hemos logrado, a través de los años y con el paso de las generaciones, mantener cristalizadas innumerables historias y mundos fantásticos. La escritura es, sin lugar a duda, el fino pincel de un Dios interior que existe en nosotros, capaz de crear mundos alternos e inverosímiles, de destruirlos y manipularlos para recrear visiones nuevas y más realistas. Bien lo versaba en uno de sus poemas Vicente Huidobro: “el poeta es un pequeño Dios”, y así como el poeta es un pequeño Dios, también lo son los narradores de historias.
Narrar historias no es una tarea sencilla. Para ello se necesita tener el coraje de contar lo que estamos pensando y la pasión para embellecer cada escenario posible, por más terrible que este sea. Narrar historias es la capacidad de plasmar con nuestro lenguaje cada imagen que ha surcado nuestra mente, de darle vida a aquellos personajes que nos han inspirado miedo, desesperación y agonía, pero también aprecio, admiración y alegría. Narrar historias es la fascinante hazaña de vivir miles de vidas en diferentes épocas y en diferentes cuerpos, de viajar y de conocer sitios que solo en nuestros sueños existen. Y, sin embargo, lo más importante es que, a pesar del contexto en el que vivimos, narrar historias es mantener viva la esperanza de que el mundo puede cambiar al leerlas o escucharlas. 
Este número que ahora portas en tus manos, o que estás leyendo a través de una pantalla, te presentará una selección de historias creadas por escritores jóvenes e intrépidos que se han aventurado en esta tarea de narrar historias. Son jóvenes con talento, brillantez y audacia que han sabido plasmar con maestría, entre metáforas y símbolos, escenarios que hoy en día vivimos. Te encontrarás desde historias detectivescas y escalofriantes como “Su muerte”, hasta narraciones que utilizan un lenguaje preciso y bello como “Habré de morir siendo poeta”. Cada cuento que aparece en este número no es menos genial que el otro, pues con cada uno de ellos sobrepasarás las barreras de la realidad para reencontrarte contigo mismo en mundos pensados y dibujados por mentes frescas y ansiosas de ser leídas.
Sin duda, es importante destacar que lo valioso de estas historias es que fueron creadas por un número de jóvenes que han observado detenidamente cómo se maneja el mundo hoy en día, las situaciones que alteran su realidad y las injusticias que detienen el mejoramiento de nuestra sociedad. Se trata, entonces, de una propuesta narrativa interesante, contemporánea y artística que busca humanizar a los lectores que se atrevan a dar un vistazo a estas historias conformadas por el vaivén de una imaginación nueva.

Sergio Alexis Orozco Mendoza*
 
*Imparte clases en la Academia de Lengua y Literatura de la Preparatoria 9 de la UdeG. Su gusto por la lectura y afición por la escritura creativa lo motivaron a especializarse en literatura y lingüística hispánica, también en la Universidad de Guadalajara.

 

Dos veces uno

Entre la desnudez y las sabanas, desde las grandes aberturas, la luz traspasa, dejando ver todo aquello que me rodea. Entra en constancia y se disipa por toda la habitación, y solo en la esquina, junto a la ventana, permanece oscuro e irreflejable. Parece que la oscuridad yace ahí, frente a la mirada de todos.
Junto a mi cama, sobre la mesa de noche, se derrama el licor. Parece infinito, pues inunda el pensamiento de ideas erráticas. Sorber y sorber. Es una botella sin fondo y una mente nublada por el odio y la tristeza. La noche anterior, como las tantas otras, fue ensordecedora: la música hasta el cielo, la vestimenta llena de lentejuelas y el escenario repleto de luces vibrantes, multicolores, que sumergían los sueños más alocados y dejaban a flote ideas salvajes.

En mis pensamientos | María Fernanda Soto Plascencia. Preparatoria Regional de El Salto


A mi lado, caliente y desnudo, permanece un cuerpo cansado, de esos que te dejan sin aliento, mostrando aquello que todo mundo ve, pero ignora. Sé que no lo conozco de ahí, solo eso. Me levanto tambaleante, extenuante, aunque muy extasiada; me acerco provocativa al espejo para después abalanzarme sobre él.
La luz deja de entrar y la oscuridad inunda la habitación. Siento cómo se aligera el cuerpo y se desvanece entre la oscuridad, soy intocable. De pronto, la luz entra en la oscuridad, se iluminan las paredes blancas: las cortinas beige se deslizan por el viento, la cama está hecha un desastre y hay una gran cantidad de botellas alrededor de ella. Estoy en el suelo. Me levanto solo para ver mi reflejo que está deslumbrante y feliz. Se burla.
Esa cosa está arreglada, preparada para seguir trabajando. Ha peinado su cabello, porta su traje favorito y sonríe burlescamente. Esa cosa sabe que estoy allí, viéndola ser la mejor versión de mí. Esa cosa fragmenta el espejo, se va de la habitación como si fuese el asesino.
Sigo la cosa, desde los espejos de la sala hasta el reflejo del auto. Logro verla porque eso así lo quiere, jamás la había notado. Subo al auto con eso, aquello no lo nota, pero lo siente. La miro desde el espejo interior, no logro evitarlo. Llegamos a las oficinas donde trabajo. La veo hacer mi trabajo, la veo caminar, la veo negociar, la veo disfrutar de su vida y su cuerpo. No logro verla sin notar el goce que siente de ser yo. No logro evitarlo.
Esa cosa me está arruinando. De camino a casa, tomo la idea de acecharla tal como si fuese un animal indefenso.
Tomo el control del auto y lo estampo contra la casa. El cuero negro del auto, el color dorado de este, las ventanas polarizadas, se vuelven brillantes y calientes como todas mis noches; una enorme aura de rojo cubre el auto, el cuero y mi cuerpo.  El impacto provoca un derrame del combustible y el auto explota.
Todo lo observo desde la calle. Escucho desde adentro un irritante grito de dolor y angustia; río a carcajadas.
Los vecinos me miran con desdén, pero también con horror. Salen corriendo y gritando. Después de esto me internan un mes.
Lo que no saben es que esa cosa iba a acabar con todo lo que había creado para que fuera ideal. Todo mi esfuerzo se iba por la borda, no lo permití. Así que yo mismo me apodero de todos mis pensamientos e ideas, solo para no destruir mi vida.
Al final, regreso a casa y entre los escombros veo un fragmento del espejo, no hay reflejo. Sonrío.   

Pedro Aguilar Rodríguez

Preparatoria 20

Alucinaciones cítricas

Ana estaba exprimiendo naranjas como cualquier otra mañana de invierno, aferrada a la palanca del exprimidor, lenta y pensativa, entumecida por los redondeos mentales y el replicar de esa maquinita. A su alrededor: los perros y las palomas, entre edificios e ideas entrecruzadas como el cableado frío.
De vez en cuando, una queja salía de su superior. Casi todas eran comprensibles y pesadas para la chica, pero en ese momento, superior a cualquiera de las quejas rutinarias, desde las naranjas empezaron a saltar gotitas gitanas, brillantes como ámbar: chispas de fragua, animadas por olas solares de otro sitio. Se empezaron a escurrir entre los trastos. Luego de eso, comenzaron a exprimirse de la risa sobre las mesas; corrieron, jugaron y brincaron como si fuera divertido que ella no entendiera su vitalidad.
Palpitantes, se mostraron a la muchacha y la distrajeron con sus piruetas de pétalo líquido. Llegó un punto en el que la confundieron y sus vestimentas fotosintéticas le dieron mareos profundos e inconscientes. De momento, ella no lo entendió, pero a fin de cuentas ella estaba pensando de más.

Diego Morán Díaz

Preparatoria 9

Violetas inorgánicas

Espero en el asfalto roto, ese cochino asfalto que lleva meses construyéndose. A mi izquierda, una muchacha aguarda igualmente a que pase un camión. Ella, apacible, maneja su teléfono bajo el peso de la bofetada del sol en esta tarde del primer miércoles de diciembre.
Entonces, como si miles de personas se hubieran postrado contra el cansancio para rezar al dios de los camiones, una unidad verde y gastada aparece entre el tráfico. Su invisible sudor refleja la prisa y los rayos solares que lleva cargando sobre esa carcasa prismática y rodante. El camión se detiene y, antes de que yo me monte en él, ella interrumpe los apuros del conductor para preguntar:
—¿Haciendas o Valdepeñas?— pregunta con voz llana a través del cubre bocas.
—¡Valdepeñas!— grita el camionero entre los respiros chirriantes de la máquina.
Ella salta con rapidez rutinaria los escalones empinados, y yo la sigo, haciendo sonar la lámina delgada que nos protege de los raspones insalvables que nos ofrece la calle. Sé que no es la ruta que necesito, pero, aun con los hartos movimientos de esa metálica brutalidad, quiero ver a la desconocida.
El camión erróneo nos recibe vacío, alumbrando las bancas azul brillante que son talladas todos los días por cientos y cientos de manos. Los asientos se sacuden con una fuerza divina que, aun así, no nos asusta o nos prepara para un posible desprendimiento. Cuando el vehículo reanuda su caminata, los asientos parecen pétalos de flores violáceas sacudidas por un niño.
Por obvias razones, no me siento junto a ella, y a través del reflejo en las ventanas admiro su materialidad juvenil, posada sobre esas violetas que mueren en vida bajo la abrasadora tarde.
Me levanto con torcedura, giro hacia las puertas traseras, presiono el botón de bajada (una absurda cuadra después de la parada en la que lo tomé) y bajo, evitando observar el pistilo montado en esa avioneta de las praderas.

Diego Morán Díaz

Preparatoria 9

Habré de morir siendo un poeta

Tal vez, y solo tal vez, habré de morir siendo poeta. ¿Y quién sino yo para ver mi futuro? Que de entre las sábanas que me amarran, y las ansias que me produce el seductor encanto de la almohada, y tal vez con un par de lágrimas, un nudo en la garganta y un agarrotamiento en mis adentros, podré ver una luz que nace de los agotados latidos, y entonces, tal vez, y solo tal vez, moriré siendo poeta.
Había estado en cama toda la semana; despegarse de ella era sentirse pesado. Me paré un par de veces a verme al espejo, me decía que tenía que levantarme, y, estando parado, volvía a la cama para seguir soñando. La pared frente a mí me mantuvo ocupado, en su esquina se formaba una oscuridad clarificada. Incluso con las ventanas abiertas y el sol poniéndole color a todo, era oscuridad, oscuridad que me empujaba con fuerza, pegándome a las sábanas, formando un nudo en mi garganta que no podía terminar de tragar. Yo dejaba mi mirada fija en ella, ahí me perdí. Pero terminé por levantarme.
La luz del sol me pegaba en la pierna, pero más que ser cálido, quemó; me hizo meterla a la sábana junto a todo mi cuerpo. Como el sol se esmeró en que quisiera cerrar las ventanas, me levanté para hacerlo. Me mareé, los ojos se me achicaron, se movieron un poco y tardaron en enfocar los colores que no había visto en días. El árbol de mi casa era más verde de lo que recordaba, tal vez yo había estado en cama toda una estación. El viento movía sus hojas, o tal vez era el colibrí que volaba, o tal vez era solo él saludándome. Es un viejo amigo, lo planté hace unos veinte años. Supongo que estaba feliz de verme la cara, entonces quise ser el árbol, así no tendría que estar en cama, querer levantarme y no poder. Ser árbol sería poder sentir el tacto del colibrí, bailar con el viento o saludar a un hombre que se asoma por la ventana; entonces, estiré un poco el brazo para poder ser árbol, y cuando alcancé su rama, mi viejo amigo me jaló con fuerza para caer junto a él, en donde sus raíces duras se mancharían de sangre tras haberme golpeado en la cabeza.
Había estado en cama mucho tiempo, y hoy, de frente al cielo, se clarifica aún más la oscuridad que veía en mi cuarto, que creció durante mucho tiempo. ¿Habré de morir siendo poeta? Junto a los cimientos de mi casa y las raíces de mi árbol, de cara al cielo y al viento que mueve las hojas, o sintiendo el tacto del colibrí y sintiéndome árbol, tal vez y solo tal vez, sí, he de morir siendo poeta.

Manuel Tejeda Enríquez

Preparatoria 4

Ángel caído

Comenzaré por el final: te amo, siempre tuyo y posdata, solo en caso de que las ideas me abandonen. Y es que, ¿cómo retener las palabras, si lo único que mi léxico quiere conservar son aquellas que posean las letras de tu nombre? Vetusto el sentimiento que aún me ha de acompañar; en tu presencia se viste de gala y yo Intento discernir si Venusto ser puede existir o mi Indulgente corazón habrá de perdonar engaño cometido a mi mente perdida. En mi egoísmo te pido no vuelvas a volar, Ángel caído, que Necesito la ataraxia que produce tu latido junto al mío.

Obed Alistair Montes Hidalgo

Preparatoria 15

De invierno a primavera

Camino por un espeso bosque blanco, sin rumbo fijo, con el gélido viento cortando mi piel, como si de navajas se tratara.
Miro al cielo gris y contemplo cómo los copos caen de él. Al momento, un recuerdo vuelve a mi memoria.
—Me gusta observar cómo caen los copos, al igual que la lluvia, ¿sabes por qué? —Niego lento con la cabeza—. Porque es agradable saber que no soy el único que se rompe en mil pedazos.
Aún no logro comprender qué era lo que te hacía sentir de esa manera tan cruel. Esa duda me martiriza todos los días, desde que abro mis ojos en la mañana hasta que los cierro por la noche.

Cuacochi | Alfonso Dominik López Osorno. Preparatoria Regional de El Salto


Me detengo para mirar mis pies y me sorprendo al ver que se han tornado de un color oscuro por el frío. Sacudo mi cabeza, tirando la nieve que comienza a anidarse en ella y continúo con mi recorrido por el bosque.
La luna sale a darme la bienvenida, al compás de las brillantes estrellas. Mis manos y pies entumecidos me obligan a detenerme de nuevo, hundiéndome en la nieve. El viento mece suavemente mi vestido, lastimando mis piernas, y los copos caen adornando mis cabellos negros.
—¿Qué es lo que hago en este horrible lugar sin abrigo? —Levanto mi mirada al cielo y, con la poca fuerza que hay en mi ser, grito: —¡Dios! ¡Padre! ¿Acaso me has abandonado? ¿Es tu voluntad que muera de frío?
De repente, unos sollozos comienzan a escucharse en respuesta a mi pregunta. Ese llanto me es tan familiar. Desesperada, miro en todas las direcciones, buscando el lugar de donde proviene aquel ruido. Comienzo a avanzar de nueva cuenta, guiada por aquellos sollozos.
“¿Dónde, dónde?” es lo único que pasa por mi cabeza.
A lo lejos, veo cómo un rayo de luna se filtra por las ramas de los pinos. Mis piernas, ya sin circulación, me ruegan parar; en cambio mi corazón me pide a gritos correr hacia la luz.
Acelero mi caminar. Ahora puedo ver que hay alguien justo debajo del rayo de luz, un hombre que yace sentado de espaldas en la base de un tronco talado. De manera frenética e inevitable, comienzan a emerger lágrimas de mis ojos.

El abismo | Fátima Monserrat Sánchez Gómez. Preparatoria Regional de El Salto


—John… ¿realmente eres tú?
Al pronunciar la última palabra, mi voz se quiebra.
El chico detiene su llanto y se gira, con su mirada deshecha en la mía, esa misma mirada fría y sin vida que siempre odié en él. Después de unos segundos, vuelve a llorar, de manera más sonora que antes. Camino lento hacia él, con el temor tomando posesión de mí. ¿Si lo toco se desvanecerá como neblina?
Al llegar a él, levanto mi brazo y acaricio sutilmente sus cabellos. De manera inesperada, él se abraza a mi cintura con fuerza. Intento articular una palabra, pero no soy capaz de hacerlo; de mi boca solo salen lamentos.
Entonces él habla.
—Por favor, abrázame y consuela mi pobre alma, limpia mi rostro bañado en lágrimas, cura esta soledad en mí, te lo ruego.
Abrazo fuerte su cabeza mientras las palabras salen de mi boca.
—No te vayas, no me dejes de nuevo, por favor —susurro suplicante.
Él levanta su rostro para poder mirarme a los ojos y, al hacerlo, puedo notar que su respiración se vuelve pesada.
Acaricio su cabello mientras tarareo una melodía para que su respiración vuelva a la normalidad.
—Tu pecho es cálido y de ti emana una hermosa luz —dice ahora más tranquilo.
—¿De qué hablas? Solo basta mirar mis pies y manos oscurecidos por el cruel invierno, mis labios morados y mi tez pálida agonizantes para darte cuenta de que estoy todo lo contrario a cálida.
En forma de susurro responde:
—Tu corazón, tan tierno y amable, aún late.
Estas simples palabras son como una cuchilla filosa para mi pecho. Me mantengo en silencio mientras mis manos temblorosas toman la falda de mi vestido para limpiar su rostro sin color alguno.
—¿Sabes algo? Has hecho tanto por mí, aunque sabes muy bien que no lo merezco. Siempre he tenido la duda de por qué, quizá porque eres como una niña pequeña con una inocencia tan blanca como tu vestido y la nieve.
Me observa, atento por un momento, y después prosigue.
—No es necesario que lo hagas, no soy tu responsabilidad, así que puedes ser como los demás, que solo me recuerdan en mi cumpleaños, y olvidarme la mayor parte del año. No merezco tus lágrimas.
—No digas eso, jamás. No te pido nada a cambio de mi ayuda porque lo hago con el corazón. Jamás me pidas que te olvide porque no lo haré, no quiero. Mi mayor miedo es dejar de quererte y temo que si dejo de llorar se vaya mi amor por ti.
—Eso es tonto. Que no llores, no significa que no me quieras.
—No lo es.
Levanto su rostro y lo obligo a mirarme. Sus ojos comienzan a cristalizarse.
—La forma de amor más puro es el dolor, porque al perder algo que amas, es inevitable no sentirlo.
Se mantiene pensativo y hunde otra vez su cabeza en mi pecho; el llanto vuelve a surgir.
Abre mis ojos y estos buscan de inmediato los de John hasta encontrarlos, y al hacerlo, lágrimas ruedan por mis mejillas.
Me acerco a la ofrenda y tomo la fotografía con cuidado de no tirar las velas aromáticas. “Sus preferidas”, me digo en mi fuero interno.
Miro la foto detenidamente y pienso que en ella luce feliz. Recuerdo cómo esa sonrisa se volvió un simple montaje con el paso del tiempo. Abrazo la foto a mi pecho con fuerza y lloro sin reprimirme.
Un aliento frío eriza la piel de mi nuca y unos brazos me abrazan por la espalda.
—Gracias por ayudarme a encontrar mi primavera, Mar…
Al escuchar estas palabras no puedo evitar sonreír ampliamente y llorar aún más fuerte, agradeciendo que mis rezos y súplicas hayan sido escuchadas.

Cómo quisiera

Duda Ximena Elizabeth Parra González. Preparatoria Regional de Etzatlán

Siento la tristeza de los que están presentes: el llanto de mi esposa, los sollozos de mi hija. Si tan solo pudiera salir a abrazarlas, si tan solo pudiera decirles “te amo” una vez más, si tan solo pudiera volver a mi cuerpo y salir de este ataúd.

Andrea Jazmín Valenzuela Morales

Preparatoria de San José del Valle de Tlajomulco de Zúñiga

Tu fría compaña

Soy la madre más feliz del mundo. Amo a mi bebé. Es tan pequeño y frágil como una joya. Siento como si los años no pasaran por él. Casi nunca lo saco a pasear al parque, no le gusta que lo miren otras personas. Mi niño adora jugar conmigo a las escondidas; en ese juego siempre me gana, es muy bueno en ello. También le encanta correr, lo hace todas las noches, aunque mis vecinos se quejan del ruido cuando mi bebé corre, pero… así son los niños.
No cabe duda, amo, amo a mi bebé. Cómo me encantaría que no hubiese fallecido.

Johanna Monserrat Ruíz González

Preparatoria 8

Charlas | Xavier García Claudio. Preparatoria Regional de El Salto

Reencuentro con mi ex

Estaba igual de hermosa que la primera vez que la vi. Se encontraba en el mismo lugar e incluso su ropa era la misma. Mis sentimientos se volvieron locos, aún más cuando nuestras miradas chocaron. Mi corazón comenzó a latir rápidamente, mi respiración se entrecortaba. Notaba algo parecido a mariposas en el estómago, al mismo tiempo que un fuerte escalofrío recorría mi cuerpo de pies a cabeza y mi garganta parecía contener un enorme nudo que me impedía decir una sola palabra o, por lo menos, soltar un suspiro.
Sus enormes ojos azules me miraron. Aún me parecían los más preciosos, pero su mirada profunda, y la mueca que se formaba en su boca, me estremecía. No duró más de 10 segundos nuestro roce, pero a mí me pareció la más terrible de las eternidades.
Simplemente era imposible que ella estuviera ahí, radiante y fresca, si hace apenas unas horas su sangre manchaba mi ropa y, peor aún, no tenía ni una hora de haberla enterrado en mi jardín…

Clarissa Jaquelín Canales Barrena

Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

Mi batalla contra la ansiedad

Ella es mi compañera, está dentro de mí las 24 horas del día.
Cada mañana me levanto pensando diferentes formas de pelear con ella o de solamente evitarla. Pero me es imposible.
Ella es mi eterna acompañante en la escuela, en el trabajo y especialmente en mi hogar. Sus pequeñas bromas me cuestan mi estabilidad.
Presiento que acabará conmigo muy pronto. Estoy cansado de luchar, yo solo deseo mi felicidad.
¿Ganó nuestra batalla? Recibí la oscuridad eterna como una vieja amiga; ella ha salido victoriosa. Solo espero que mi familia pueda resistir mi inesperada partida hacia la luz.

José Eduardo Rodríguez Gallegos

Preparatoria 8