Tú me dices ven
a las dos, tres de la mañana
(número indefinido de cervezas encima)
llevas contigo la angustia
de los hombres solos y de pestañas tupidas,
llevas el olvido y la procesión por dentro
buscas cruz y refugio
penitencia, absolución.
Y yo, que te quiero tanto
—que vivo en la ansiedad, que vivo en el desconsuelo—
me subo al tacón derecho, el izquierdo
me lo ensarto al vuelo,
arrebato las llaves de la encimera de mi madre
me pongo mal y sobre la marcha
el tubo de labios rojo
me hago el moño protocolario en el cabello.
Moño que tanto te gusta
que de tanto que te gusta
nunca alcanzo a cruzar
tu puerta bien peinada.
Quien te dijo que era yo virgen milagrosa
vulva siempre sellada, mirada siempre evasiva
es porque no logró ver
en mí alguna otra cosa
más allá
de su reflejo.
Quien te dijo que era yo puta de lujo
experta en acrobacias y de técnica impecable
es porque me andaba buscando
con el bulto de su pantalón.
Entonces cuéntame qué quieres
qué apeteces esta noche.
¿flor otoñal
al estilo Nicole Kidman?
¿que te escuche leer en voz alta
con cara de sorpresa a lo Audrey Hepburn,
los episodios de la novela mediocre
que escriben todos los de tu estirpe al mismo tiempo?
¿quieres que me queme de deseo?
¿que me desbarate de amor?
¿que llore como la amante e hija de rodillas raspadas
que soñaste en tu adolescencia
de lector de Nabokov?