Puedo sentirlo cerca, percibir cómo me observa, cómo su mirada está llena de deseo de dañarme para satisfacerse. Logro escuchar la perilla al abrirse. Ruego a Dios, pero lo hago con poca esperanza, pues jamás ha respondido mis súplicas cada que ese monstruo ataca. ¡Está aquí! Me cubro de pies a cabeza con la manta procurando protegerme, que no me vea y se largue, que no me vea y no vuelva. Nunca ha funcionado.
Siento sus asquerosas garras sobre las sábanas, mi cuerpo se estremece como si se tratase de Pennywise; entre más me aterra más dulce le parezco. La sábana se va, me la arranca, como arrancó mi inocencia, mi niñez y mis ganas de vivir. Sé de antemano que no podría defenderme, me empeño en apretar los parpados y fingir que todo es un sueño, una pesadilla de la que pronto, otra vez, he de despertar.
Furtivamente se acerca a mi nuca y estrella su nauseabundo aliento sobre mi piel, siento cómo sus fauces se abren y cierran chasqueando la lengua en intervalos, mi respiración se altera. Quiero que pronto termine.
Me abraza por el tórax y baja lentamente hacia mi cintura, como si estuviera estudiado mi complexión; introduce su mano en mi pantalón y juguetea con mi sexo. Mi miedo no cambia, pero mi cuerpo reacciona ante el estímulo y crea una erección. Su respiración se acelera. Hay movimiento detrás de mí.
En un arrebato, arranca sin piedad mi pijama y mi calzoncillo dejando mis nalgas al viento. Escucho un lengüetazo y una de sus manos húmedas roza mis glúteos e introduce un dedo en mí. El dolor no es tanto como la primera vez, aquélla en la que fluyó la sangre. Ahora siento cómo mete su pene lentamente en mi ano. Me embiste, me tira boca arriba, obligándome a mirarlo a la cara, me fuerza a recibirlo con las piernas abiertas mientras me masturba.
Miro sus ojos cerrados y escucho cómo gime cual hombre lobo exigiendo una sempiterna noche de luna llena. Clavo en su pecho el plateado cuchillo que guardé bajo mi almohada. El movimiento cesa, ambos abrimos los ojos. Le tiro la mirada que tanto exigía y él, incrédulo, destila lágrimas de dolor e impotencia.
Dios mío, me arrepiento de todo corazón de haberte ofendido, por haber matado a uno de tus amados hijos. Sé que eres infinitamente bueno, dame tu santo olvido para no ofenderte más. Bienaventurados los que hablan, aunque sean callados. Bienaventurados los que escuchan, aunque en mi caso no hubo nadie nunca.
Bienaventurados los que no reciben el cuerpo de Cristo.
Oswaldo Javier Anguiano Medina
Preparatoria 12