4:30 a.m. Hotel.
Suena la alarma y con la mano derecha, por debajo de las sábanas, la apago. Con la misma mano me rasco la cabeza después. Enciendo la televisión en el noticiero mientras tomo una toalla blanca con letritas doradas en la esquina derecha, y escucho la monótona voz del conductor de todos los días, hablando de la misma crisis que azota a los mismos países, la misma pobreza que desmorona los mismos barrios en temporada de lluvia.
Agosto, no es buen tiempo para volar, pero es mi favorito.
Abro la llave derecha solamente y me pongo bajo el chorro de agua fría tallándome los ojos, destapo el champú y me pongo bastante en la mano con la que me empiezo a frotar el cabello. Lo enjuago.
Tengo sueño. Me tallo con el jabón líquido el resto del cuerpo y termino mi baño abriendo un poco el agua caliente. Salgo envuelto en la toalla y meto la loción para manos del hotel en la maleta junto con las burbujas de la bañera, antes de cerrarla saco mi uniforme y me lo pongo llevando bajo el brazo el sombrero.
5:23 a.m. Hora de salir.
Antes de apagar la televisión el presentador dice: “Avión se desploma esta mañana mientras cruzaba el Atlántico, cuarenta y dos fallecidos repor…”.
5:24 a.m. Se termina.
Salgo de la habitación del hotel al pasillo, doblo tres veces a la derecha, una vez a la izquierda, las ruedas de la valija se atoran dos veces en la alfombra azul marino.
Presiono la tecla que dice lobby y bajo siete pisos en silencio, cuando las puertas se abren me recibe el bullicio natural de Nueva York, tan gris, aburrida y ruidosa que no me da tiempo de extrañarla. Pregunto en recepción por mi taxi, devuelvo la llave del cuarto a la señorita que me atiende y ella señala el auto amarillo estacionado en la acera de enfrente. Subo al viejo Volkswagen y empezamos a andar.
7:11 a.m. Prefiero volar.
Presento en la entrada del aeropuerto mi identificación y en el baskin robins alguien me hace señas para que me acerque. Es Cliff.
–¡Ben! Qué bien que llegas, justo Marvin y yo planeábamos algo, los tres una semana a Las Bahamas, ¿qué dices? Llevaré a Michelle y a los niños este verano y deberíamos de sentarnos del otro lado de la cabina alguna vez. ¡El oficio nos está matando! -ríe.
–Lo siento, Cliff, agenda llena –digo mientras pido un café en el mostrador.
Dicen más cosas intentando persuadirme pero me siento desconectado, aún tengo sueño, supongo. No tengo ganas de discutir sobre vacaciones cuando veo a diario cientos de personas con sus bermudas tomándose fotos en las tiendas del aeropuerto. Quizá será mejor dejarlas para después, iré otro día.
A otro lado, muy lejos. Miro el reloj de mi muñeca izquierda y faltan diez a las ocho, apronto a Cliff para ir al andén a hacer las pruebas antes del vuelo de hoy y nos despedimos de Marvin que comienza hasta la tarde.
Lisa, la mujer de seguridad que siempre nos inspecciona antes de abordar, nos saluda alegremente mientras Cliff la vuelve a invitar a cenar y ella vuelve a decir que no señalando su anillo de compromiso.
–Vamos, muñeca, ¿qué tiene de malo una cena entre dos amigos casados?
Ella sólo ríe y nos da permiso de pasar, atravesamos ya sin las maletas por el tubo de goma que conecta al edificio con el avión y entramos al cuarto de control. Me siento en el asiento de la izquierda, de piloto. Cliff se acomoda a mi derecha. Hacemos las revisiones de rutina.
–Los controles se ven bien –digo.
–Pero tú te ves horrible, te digo que te faltan vacaciones.
Creo que dice más cosas pero no lo escucho en realidad, en cuestión de minutos vendrá cualquier sobrecargo con exceso de maquillaje (que seguro ya se habrá acostado con Cliff) a decirnos que se han dado las instrucciones de seguridad y por su parte podemos despegar.
8:41 a.m. Intercambio.
El avión corre… corre por la pista.
Hace tanto que no corro, dejé todo por volar… por volar… (les habla el segundo al mando de la nave, estamos por despegar del suelo hasta alcanzar una altura aproximada de trece mil pies sobre el niv…) volar, volar como hacen los pájaros, como no hago yo.
Dejamos de sentir el suelo, volvemos a mirar los controles.
Despegamos las llantas del asfalto (les recordamos que el cinturón de seguridad debe permanecer…), despegamos los pies de la tierra.
9:03 a.m. Aquí de nuevo.
Llegamos a la orilla de la costa y veo el mar, lo azul que es el mar y me impresiono de nuevo, porque otra vez me he sentido perdido, como tantas otras desde que trabajo en esto, en medio de la inmensidad.
Sin diferenciar al agua del cielo, a las nubes de las olas. ¿Vacaciones en Las Bahamas? Aquí son mis vacaciones. Perdido.
–Oye, Ben, el radar está señalando otra dirección, ¿qué crees que sea?
–Seguro no es nada, alguien debe tener un celular encendido, ya ves que nunca falta –sonrío.
–Sí, debe ser eso.
Estoy volando, ayer volé y mañana lo haré de nuevo. Pero volar no es suficiente, yo quiero quedarme aquí, ¿aquí? No sé, no sé si aquí, es que estoy perdido.
–Escuché que en el aeropuerto al que arribamos esta tarde tiene un restaurante italiano excelente, deberíamos pasar a cenar, ¿no crees? –se acomoda los audífonos.
No tengo hambre, no me apetece, sólo asiento con la cabeza. Mi cabeza que se va despegando de mí, idéntica a la sensación de despegar las ruedas de la pista, de saltar al vacío sin vacío alguno, sólo flotando. Mi cabeza que desprende de mi cuello, mi cuello de los hombros a su vez.
No me decido sobre las vacaciones. Me gustan las nubes, flotan todo el tiempo, no aterrizan ni dejan de existir. Y en cambio el agua, el agua es el nítido reflejo del cielo que tanto me gusta y puede estar en paz, serena, o decidirse a azotar la costa. Si tan sólo pudiera tener mis vacaciones aquí, flotando justo en medio de ambos.
–Ben, la velocidad está bajando.
Aquí puedo verlo todo tan claro, éstas son mis vacaciones, es mi cuerpo el que flota y no el avión. Pierdo el peso y dejo de sentir la gravedad.
Bajan las máscaras de oxígeno, un bebé llora, sacan por la fuerza a una mujer del sanitario, salen de los asientos chalecos naranjas.
–Ben, Ben, ¿qué estás haciendo? Capitán Ben…
–¡Mira las nubes, Cliff! Me hago uno con ellas, mira mi cuerpo, mira a través de él, mira cómo absorbo la luz del sol.
Y floto, nunca caigo, estoy en medio de lo que soy, y soy justo lo que quiero.
Soy nube. Soy cuarenta y dos nubes.
4:30 a.m. Rutina.
Suena la alarma y con la mano derecha, por debajo de las sábanas, la apago. Con la misma mano me rasco la cabeza después. Enciendo el televisor en el noticiero mientras tomo una toalla blanca con letritas doradas en la esquina derecha, y escucho la monótona voz del conductor de todos los días, hablando de la misma crisis que azota a los mismos países, la misma pobreza que desmorona los mismos barrios en temporada de lluvia.
5:23 a.m. Termino.
Antes de apagar la televisión el conductor dice: “Avión se desploma esta mañana mientras cruzaba el Atlántico, cuarenta y dos fallecidos repor…”.
Y la apago.
Selene María Flores Camacho
Preparatoria 12