La desbocada imaginación

La imaginación no lo es todo en la vida, pero cómo ayuda. Pero pienso, por ejemplo, en el número de volúmenes que el Quijote leería sobre historias de caballería para acabar deschavetado y lanzarse a salvar doncellas de situaciones peligrosas, acompañado de un escudero que lo cuestionaba todo el tiempo. Pienso, también, en el cultivo que hizo Borges del libro como objeto y como oráculo, al que le dedicó la vida entera y le sacrificó incluso su vista. Pienso, igualmente, en el empecinamiento de Dante por adentrarse y experimentar los círculos del infierno de la mano del poeta Virgilio, un imaginador. Pienso, por último, en la voluntad de Juan Preciado para conocer su destino en Comala, una tierra que se encuentra sobre el comal mismo del infierno y cuyos habitantes han dejado de existir y pululan por esas tierras como almas en pena. Imaginación, hay aquí imaginación sin duda.

Toda historia bien contada comienza con un drama. Drama que supone un conflicto entre la vida y la muerte. Quien salga triunfador poco importa para el desenlace de la buena historia. Lo que se busca, en última instancia, es poner en el escenario una lucha entre fuerzas que responde a motivaciones de índole amorosa, existencial, religiosa, e incluso de bandos políticos o de guerra. Los personajes que representan el drama son quienes, al final, resultan vencedores o vencidos, pero su cometido no es solazarse en ese supuesto triunfo o derrota, sino en el sopesar sus fuerzas con sus adversarios. El amor triunfa sobre la muerte, se dice. O la vida, al final, se impone a la maldad y los malos. Esto es consecuencia de ese poner en marcha los presupuestos de un enfrentamiento entre distintas fuerzas opositoras. Ayuda, para esto, soltarle la rienda a la imaginación.

El escritor argentino Ricardo Piglia, en sus Diarios escribe que contar cuento es poner a trabajar las fuerzas de la realidad, entendida como la experiencia de la vida en su tinta, en su color. No hay escritura sin experiencia. Lo mismo, con la novela. Escribir, en todo caso, implica poner en juego las razones de un suceso, aunque en la novela o el cuento que se escriba no se mencione. Ese es un truco para contar. Lo definió muy bien el narrador estadounidense Ernest Hemingway como la Teoría del iceberg: hay que dejar ver, por ejemplo, un asalto en todas sus circunstancias, pero no contar sus razones y ni siquiera perfilar a sus protagonistas, solamente lo que eso provoca en adelante en la historia. Y para ello hay que echar a andar a señora que se desboca pronto, la imaginación.

En sus Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro reflexiona sobre el acto de escribir. Por principio de cuentas, Ribeyro dice que escribir es acceder a un conocimiento, de nosotros mismos y del mundo. Contar para conocerse. Escribir para aprehender y dar. La escritura, ya se sabe, es un riesgo: una exposición a la mirada ajena. Y, por consecuencia, al juicio ajeno. “Muchas cosas las conocemos o las comprendemos únicamente cuando las escribimos”, reflexiona Ribeyro. De este modo, parafraseando al escritor peruano, es posible acceder a una realidad que estaba allí, al alcance, pero oculta, velada.

Cervantes (El Quijote), Borges, Dante (La divina comedia) y Rulfo (Pedro Páramo) son autores disímiles en muchos rubros, incluso vivieron en épocas lejanas unos de otros, pero los une un hilo poderoso: la imaginación, ese puntal para ponerse a contar historias y encontrarles su punto final. La desbocada imaginación es la piedra de toque, la piedra que sostiene y empuja la creación en toda su magnitud. Creación a la que habrá que darle un cauce para que la historia no se salga de las manos y acabe, sin pies ni cabeza, donde el autor no quiere. Los personajes son nuestros durante toda la historia, solamente al final se les deja ir para que cumplan el fin para el que fueron creados. Así de ingrata y satisfactoria, al mismo tiempo, es la escritura. La imaginación puesta en papel.

 

Juan Fernando Covarrubias