La noche se había impuesto ya sobre el crepúsculo hacia muchas horas. Había perdido la noción del tiempo viendo aquella película hollywoodense que insistía en que buscara mi destino. Salí a recorrer la misma callejuela de siempre, tan tétrica como de costumbre. Sin luces, con olor a los orines de algún borracho que se quedó tirado. Justo al final miraba la tenue luz que salía de la casa del drogadicto que tenía por vecino.
Cuando aún vivía con mi madre ella me decía que dejara de salir tan noche a la calle, que algún día un tipo se aprovecharía de mí. Yo siempre me burlaba y le respondía: “Tu hija morirá virgen”, ignorando que cuando me salí de la casa hacía mucho tiempo que yo no era virgen, así que podía seguir escudándome con la misma mentira que ni yo me creía.
Irónicamente, cuando caminaba por la callejuela esos recuerdos invadieron mi cabeza. Quizá eran una premonición de lo que se aproximaba. Jamás olvidaré esa sensación de terror que me invadió al sentir justo detrás de mí la respiración de aquel tipo que olía a alcohol y orines, que parecía no haberse bañado en semanas y que además me daba casi el mismo asco que siento por mí misma en este momento.
Recuerdo a la perfección la sensación de tener en mí yugular su fría navaja. Aún tengo grabadas en mi memoria sus malditas palabras: “Si no gritas quizá te deje vivir” y cómo, al mismo tiempo, ponía sobre mi boca su inmunda y repugnante mano. Lo mordí con todas mis fuerzas y él sólo me volvió a decir: “Estoy tan acostumbrado al dolor que tu mordida es para mí como una caricia”. En ese momento supe que conocí al diablo hecho humano.
Tomó mis manos, me estrujó por la cintura y me llevó a su auto. Antes de subir me golpeó en la cabeza tan fuerte que dejé de sentir el frío de la noche, hasta que perdí el conocimiento.
Para cuando desperté ya no estaba en el auto. Me encontraba en lo más parecido a las cloacas que había conocido en mi vida, atada de pies y manos. Por un momento me sentí en un escenario de película de terror, y en ese instante mi verdugo entró en escena. Por primera vez le vi el rostro. Tendría algunos cuarenta y tantos, su cabello estaba largo y muy sucio, su estatura se acercaba al 1.90 y sus dientes estaban podridos. Su aliento era similar al de un cadáver en descomposición y su apariencia era la de un vagabundo. Volvió a acercarse a mí y no dijo nada, sólo me lamió la cara como si disfrutara de un rico helado. Yo le rogaba que no me hiciera daño y que me dejara ir. Él ni siquiera me escuchaba, siguió haciendo lo mismo.
Volvió a acercarse a mi oreja derecha para decirme la aberración más horrible que yo había escuchado en mi vida: “Desde hace meses te observo, eres como un pastelito, joven, dulce y muy linda; ideal para cogerte, pero como sé que tu jamás te acostarías conmigo tuve que raptarte para disfrutar de ti. Te voy a tener que violar”.
En ese momento sentí que el corazón se detenía, que la sangre ya no llegaba a mi cerebro. En verdad deseé estar muerta, dejar de respirar, dejar de oír y de sentir. No quería que aquel hombre me hiciera suya, me daba asco.
Yo le grité que sólo muerta sería suya, que antes me matara porque yo no quería vivir una sensación tan horrible. Él se rió a carcajadas y se limitó a decir: “No, prefiero que veas cómo disfruto de tu cuerpo porque será la última vez que un hombre esté contigo”.
Volvió a sacar su navaja y con ella desgarró mi ropa. Primero me quitó mi camiseta de los Beatles, después siguió con mi pantalón de mezclilla que ya estaba rasgado por sí solos. Sólo dejó mi ropa interior y se alejó de mí por unos segundos. Noté cómo me contemplaba en ropa interior y cómo disfrutaba verme muerta de terror.
Nunca había odiado a una persona tan intensamente en tan poco tiempo. En ese momento me arrepentí de haberme vestido con un sexy brasier y pantaletas de encaje.
Cuando lo vi abalanzado sobre mi pensé en todas la veces que me había acostado con otros hombres, en cómo fingía placer para recibir dinero de ellos, porque a eso me dedicaba. Era un joven prostituta. A mis 18 años ya había perdido la cuenta de todas las veces que lo había hecho. Para mí era totalmente normal tener sexo todos los días. Así que pensé en fingir placer, tal vez así el desgraciado me dejaría vivir, sin imaginarme que sería peor.
Cuando comencé a fingir el orgasmo mi maldito agresor se molestó y me ladró: “Algo estoy haciendo mal, no quiero que sientas placer, tu sufrimiento me excita, así que tendré que tomar otras medidas”. Sacó de nuevo su navaja y el muy desgraciado comenzó a hacer pequeños cortes en mis senos. Yo comencé a gritar de dolor. Me sentía indefensa, humillada. No podía entender cómo cabía tanta maldad en una persona. Él comenzó a disfrutar de su acto aún más, mientras yo moría lentamente.
Sus penetraciones eran tan intensas que desgarró mi cérvix. Yo ya no soportaba el dolor interno, ni el de mis pechos. Su mirada de placer me causaba un repudio enorme y la impotencia que sentía al no poder hacer nada me estaba matando también el alma. Me sentía mareada y aturdida como cuando me golpeó en la cabeza y de nuevo perdí el conocimiento.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Para cuando desperté el sol me encandilaba y ya no estaba en las cloacas de la noche anterior. Me encontraba envuelta en una sábana manchada de sangre abandonada a orilla de la carretera, frente a un edificio en construcción. Quise buscar algún conductor que pudiera ayudarme pero no se miraba pasar a nadie, raramente la carretera estaba completamente desierta. Comencé a caminar, con todo el dolor, como era de esperarse.
Llegué hasta una casa muy bonita y entré con la esperanza de encontrar a alguien pero estaba vacía. La puerta estaba abierta así que entré. Recorrí todas las habitaciones y en una de ellas estaba extendido sobre la cama un lindo vestido blanco y a su lado unas zapatillas del mismo color. Ninguno mostraba señales de uso y al estar completamente desnuda me adueñé de ambos para arroparme. Frente a mí había un espejo donde podía ver los golpes que tenía en la cara y mi cabello completamente desordenado. Entré al baño a lavármela y ahí había un cepillo que usé para arreglarme un poco.
No estaba muy segura de volver a mi casa, así que acudiría con la única persona con la que me sentiría segura: mi madre, a la que hacía tres años que no veía, los mismos que tenía de prostituta. Supuse que al principio no me aceparía pero sabía que con el tiempo me perdonaría.
Cuando llegué a su casa toque la puerta, ella la abrió y al verme la volvió a cerrar como si no hubiera visto a nadie. Por más que le supliqué que me recibiera ella no volvió siquiera acercarse a la entrada, hasta que me di por vencida y esperé afuera. Me resigné a bordarla en la primera oportunidad que saliera. Para cuando salió ya habían transcurrido cerca de tres horas. Le hablé pero ella me seguía ignorando. Iba vestida completamente de negro. Supuse que se dirigía al cementerio a ver la tumba de mi padre, pues si mis cálculos no fallaban era su aniversario de muerte número 13. Así que decidí alcanzarla en la tumba yéndome por un atajo.
Al llegar al cementerio me senté a esperarla unos minutos. Me pareció raro verla venir hacia mí en compañía de unos hombres que cargaban un ataúd. Ella se miraba muy triste, parecía que había llorado por muchas horas seguidas.
Cuando llegó hacia a mí y de nuevo me ignoró me llené de terror y comprendí una cosa: la persona por la que mi madre lloraba y se vestía de luto era yo. La persona del ataúd era yo, mis deseos se habían cumplido…
Nunca en mi vida había deseado abrazar a mi madre como en ese momento. Le quería pedir perdón por haberme convertido en lo que fui, por haber mandado a la basura todo su esfuerzo para sacarme adelante a pesar de que mi padre nos dejó. Le quería decir que la amaba cuando ya no podía. Me sentía más impotente que en el momento en que aquel monstruo estaba abusando de mí.
La tumba se abrió y metieron mi ataúd, mi madre con el alma destrozada y la voz quebrada me dijo sus pablaras de despedida: “No sé si me escuches o lo sepas pero en este momento te pido perdón por no haber estado a tu lado, por no haberte dado la atención que te merecías. Siempre quisiste volver a ver a tu padre, ahora espero que se reúnan y sean muy felices. Nunca olvides lo mucho que te amo. Descansa en paz, hijita mía”.
Hubiera querido detener el tiempo y nunca haberme ido de su lado. Siempre viví de prisa, sin valorar lo que mi madre me ofrecía, preferí la calle y sus placeres. Para cuando quise enderezar el camino ya era demasiado tarde.
Estaba confundida no sabía que esperar. Cuando mi madre se fue me quede sola y apareció un hombre que hacía años no veía; mi padre. Lo abrace y llore desconsolada, le conté todo lo que había vivido.
Él sólo me miró, me abrazó y me susurró al oído: – Despierta, mi pequeña Alice, ve y vive tu vida que aún no es tiempo de que estés conmigo. Te amo.
Eran las 12 del día. Me levanté con la peor resaca del mundo, envuelta en una sábana blanca, había tenido el sueño más raro de mi vida y no estaba segura si creerlo pero sabía a dónde dirigirme y lo que tenía que hacer.
Elizabeth García Gómez
Escuela Regional de Educación Media Superior de Ocotlán, Módulo Tototlán
Publicado en la edición Núm. 12