Detrás de ti

Gabriel Alejandro Beas Pérez
Preparatoria 9

Expresar | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

—No lo entiendo. Yoel siempre ha sido un chico de lo más alegre, doctor. No logro comprender por qué intentó suicidarse.
El Dr. Tony miraba por la ventana. Era un día nublado de octubre de 1983. Después de escuchar a la señora Mendoza, quien aquel día llevaba un vestido amarrillo y unas zapatillas color crema, se volteó y la vio sentada frente a su escritorio. Por su apariencia, la señora debía de tener unos cuarenta años.
—Cálmese, señora, y repítame cómo lo encontró antes de traerlo aquí.
—¡Cuántas veces tengo que repetirlo! Lo encontré tirado en su cuarto, desangrándose, con cortes en las muñecas y un cuchillo a su lado. Yo regresaba de hacer las compras. Apenas lo vi, llamé a emergencias.
El doctor volvió a mirar por la ventana, pensativo. Estaba empezando a llover.
—De momento no logro tener nada en claro. Necesito hablar con el muchacho a solas.
—¿Y cuándo será eso? Lleva ya tres días dormido y uno que lo trajimos aquí… Justo para evitar que no intentara suicidarse otra vez cuando despierte.
—Tenga paciencia, señora —dijo mientras caminaba a la silla de su escritorio y se sentaba—. Nada ganaremos si nos impacientamos. Lo único que podemos hacer es esperar a que Yoel despierte. ¿Qué edad me dijo que tiene el muchacho?
—Solo dieciséis.
Dicho esto, se despidieron y la señora salió del consultorio. Desde la ventana, pudo ver cómo subía a su auto y se iba. Mientras tanto, en otra parte del psiquiátrico:
—Ah, mi cabeza, ja, ja, ja. Con que así es como se siente la muerte, ¿eh? ¡Espera! Si estoy muerto, ¿por qué me duele la cabeza? ¿Y dónde rayos estoy?
Yoel miró desesperadamente a su alrededor. No logró ver mucho, ya que las luces del cuarto estaban apagadas y la poca luz que le llegaba provenía de la ventana de la puerta al fondo. Cuando pudo ver claramente, se sorprendió de que era un cuarto grande con bastantes camillas, y mayor fue su sorpresa al ver que estaba atado con correas a la cama.
—¿Qué demonios? Yo debía estar muerto…
De repente, el miedo lo invadió y su respiración se volvió cada vez más pesada y agitada. Tras unos minutos, sintió como si algo trepara por su espalda y llegara hasta los hombros. A medida que se los apretaba, su miedo crecía. Esa sensación otra vez.
Yoel sentía tanto miedo que pensó que se orinaría en la cama. De pronto, percibió una respiración sobre su cabeza. Esto solo hizo que el miedo lo consumiera aún más y, lentamente, levantó la cabeza para ver qué era: una mano negra con ocho garras. Levantó la vista, siguiendo el brazo de la criatura, hasta que llegó a verle la cara: una sombra negra con ojos rojos y la boca abierta, que trataba de comerle la cabeza.
—¡ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE DE MÍ!
De inmediato, un enfermero entró, asustado por el grito.
—¿Qué te pasa, muchacho?  ¿Estás bien?
Yoel sintió un alivio al escuchar la voz del enfermero y volteó a verlo, alegrado. De inmediato, vino a su mente la criatura. Miró de nuevo hacia arriba, pero ahí ya no había nada.
—Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy? –dijo con la respiración pesada.
—En el psiquiátrico Santa Clara. ¿Cuál es tu nombre? Yo soy Alex, pero puedes llamarme señor Lanister.
—Yoel.
Terminadas las presentaciones, se acercó y le quitó las correas que lo ataban a la camilla. Luego, lo llevó al consultorio del doctor Tony, quien estaba leyendo un libro. Este miró hacia la puerta.
—Buenos días, Yoel –dijo. Lo invitó a recostarse en un diván, mientras él tomaba asiento en una silla cerca de este—. Señor Lanister, ya puede macharse.
—El señor Lanister se marchó.
—Bueno, empecemos con la sesión. Y bien, ¿quieres iniciar contándome porque trataste de suicidarte?
Al escuchar la pregunta, puso cara de enojo. Se quedó en silencio durante más de diez minutos. Decepcionado, el doctor le dijo:
—¿Quieres decirme por qué no quieres contarme?
Yoel sacudió la cabeza de derecha a izquierda, dando señal de negativa.
—Yoel, ¿sabes? A veces yo tampoco quiero hacer nada, pero igual la gente se niega a dejarme en paz. Si quieres sobrevivir y largarte a casa lo más pronto posible, tienes que aprender a cooperar, ¿de acuerdo? Llegará el día en que te des cuenta de la suerte que tuviste cuando te dejaron tranquilo…
Se levantó de la silla y le dio una palmada en el hombro.
—Está bien, le contaré —dijo asustado.
El doctor Tony se volvió a sentar en su silla y dejó que Yoel empezara a hablar.
—Es algo que ocurrió hace aproximadamente un año y medio, unos meses antes de los exámenes de la prepa. Regresaba de la tienda y decidí pasar por un parque solitario, ya que realmente no quería regresar a casa. Pensaba en la mentira que diría para justificar mi tardanza, así que me senté en un banco y me distraje con algo, no recuerdo con qué. Después de un rato, un señor llegó por mi espalda y puso sus manos en mis hombros. Los apretó muy fuerte y este me susurró al oído: “¿quieres tener un buen momento?” Mientras sus manos me apretaban más, sentí asco. Me paré, me volteé y le dije: “No, no, gracias. Y ni se le ocurra volver a intentar eso.” En el instante en que me volteé, llegó por atrás y me puso contra la pared. Primero intenté mover mis brazos para empujarme hacia atrás. No pude; los tenía paralizados. Luego, con los pies puestos en la pared, quise impulsarme y tirarlo al piso. No pude; estaba temblando. Ya no podía escuchar nada, no podía pensar nada. Estaba varado en mi mente, en mi vacío. Lo siguiente que recuerdo es que me bajó el pantalón y que su cosa entró en mí. En ese momento, solo podía ver la pared. No sentía nada más que dolor. Y si tuviera que describirlo, diría que es como morir mentalmente. El dolor que sentí con su cosa dentro era como ser golpeado repetidamente en los bajos, como si me sacaran el alma de tanto dolor.
» Perdí la noción del tiempo, de cuánto duró haciéndomelo, pero eyaculó dentro. En ese momento, sentí un gran asco. Luego sacó su cosa y pude verle la espalda, mientras se iba como si nada hubiera pasado.
El doctor terminó de apuntar en su libreta y luego de pensarlo volvió a llamar al señor Lanister, que traía una bandeja con medicina. Uno de los frascos decía Moralitidina; las pastillas dentro tenían un extraño color azul.
—¿Y esto qué es?
—Es tu nueva medicina. Por favor tómala.
Yoel se paró, se acercó al enfermero y tomó la medicina. Por un instante se sintió raro. Luego, dio un grito del susto, pues el mundo a su alrededor se había teñido de un rojo sangre, sangre que comenzó a escurrir por las paredes del consultorio. Del techo, había ojos observándolo, y el señor Lanister y el doctor Tony ya no se veían más como ellos. El Doctor era como un ente, sin más rasgos faciales que sus oídos y una boca con tres filas de dientes. Se veía desnutrido, casi esquelético, y con la piel en estado de putrefacción. El señor Lanister se veía como un hombre de paja, con clavos gigantes por todo su cuerpo, que estaba en llamas. El fuego le formaba una cara sonriente. Para hacerlo aún peor, tenían aterradores monstruos detrás de ellos, con las fauces abiertas tratando de devorarlo. Yoel apenas alcanzó a gritar: “¡detrás de ti!” Luego se desmayó.
En la oscuridad, una figura extraña se acercó a Yoel, pero solo pudo verle la cabeza a la distancia. Era un cráneo de perro con el hocico alargado y grandes ojos rojos. Tenía cuernos de cordero.
—Yoel, al despertar tienes que encontrar de nuevo la medicina. Te ayudará a salir de aquí y regresar a casa.
La extraña figura chasqueó los dedos, y cuando un hoyo se abrió debajo suyo, cayó. Despertó un par de horas después, en la misma camilla en la que había despertado. Esta vez no estaba atado. ¿Qué demonios había sido ese sueño? ¿Y qué era esa cosa? ¿Encontrar de nuevo esa medicina horrible? ¡Ah, olvídalo! Todavía respiraba pesadamente y estaba muy sudoroso.
             Para qué buscar esa medicina y tratar de regresar a casa si allá afuera no había nada bueno. Con esa idea en mente, pasó varias semanas encerrado en el psiquiátrico.
Siempre era visitado en sueños por la criatura con cráneo de perro y cuernos de cordero, y cada vez eran más frecuentes sus apariciones. La boca se le apareció tantas veces al despertar que hasta le puso un nombre:
Remor. Y esto siempre venía acompañado de una parálisis del sueño. Además, la vida dentro de Santa Clara no era tan buena: el guardia que vigilaba la entrada era un pedófilo y las enfermeras preferían seguir leyendo sus revistas que atender a los niños. “Ya estoy harto de este lugar”, pensó. “Es horrible. Al menos mi madre me trataba mejor que estas personas. Tengo que escapar de aquí”. En ese momento, pasó una niña, saltando la cuerda y cantando una canción.


Down in the valley where the green grass grows,
there lives a lady in green.
She grows, she grows so, so sweet,
that she calls for a ladder al the end of street.
Sweetheart, sweetheart, will you marry me?
Yes, Lord, yes, Lord, at half past three.
Ice cake, spice cake, soft parfait,
and we’ll have a wedding at half past three.

 
—Hola, Yoel –dijo, cuando se detuvo en seco y lo miró—. ¿Planeas escapar de aquí? Qué bien, igual que yo.
—Calla, Mio, no lo digas muy alto. Las enfermeras nos escucharán –Se paró y le tapó la boca con la mano.
—Por cierto, ¿ya encontraste a tu perro? ¿Cómo se llamaba? Ah, ya recuerdo: Peludo.
—No, el señor Peludo sigue allá afuera, esperándome para volver a casa —dijo con una expresión triste en la cara, mientras se retiraba la mano de Yoel de la boca—. Por eso escaparé de aquí.
—Así que, qué tal si escapamos juntos, Yoel.
—Pues como ya lo sabes, no tengo de otra…
Así que Yoel le contó sobre la figura y sobre su sueño, y al no tener más pistas de cómo salir esa noche, mientras todos en el psiquiátrico dormían, Yoel y Mio se escabulleron hacia el almacén en el que se guardaban todas las medicinas.
—Genial, aquí está el almacén, Mio. ¿Sí le robaste la llave al guarda?
—Sí, ese asqueroso me pidió un beso a —dijo mientras la sacaba de su bolsillo y abría el almacén—. Pero yo le di un café mezclado con la medicina que me dan, ja, ja, ja. El idiota cayó dormido
—¡Eureka!
Yoel y Mio entraron y buscaron la Moralitidina. La encontraron junto a un picahielos. Yoel tomó ambos y cuando estaban por salir del almacén, Mio tiró por accidente un frasco de medicina, provocando un gran estruendo. Yoel se escondió rápidamente, pero Mio no tuvo tanta suerte.
—¡Qué rayos haces aquí, niña? —gritó el guardia.
Mio salió corriendo, derrumbando al guardia y este la persiguió, dándole vía libre para escapar a Yoel.
“Gracias, Mio, fuiste muy valiente”, pensó para sí mismo mientras se llevaba la mano derecha a la frente, haciendo el saludo que haría un soldado.
Salió corriendo hacia su cuarto lo más rápido posible; más de una vez pensó que lo atraparían, ya que el guardia había alertado a los enfermeros. “Casi me atrapan”, pensó mientras se sentaba en la cama. “Bien, ahora tengo que tomar esto, ¿verdad?”
Se tomó de nuevo una de las extrañas pastillas azules y sintió devuelta cómo algo trepaba por su espalda y ponía una mano en su hombro, que comenzaba a apretar. Entonces, el mundo se tiñó de rojo y las paredes escurrieron sangre. Desde el techo, ojos de varios colores observaban a Yoel como si pudieran mirar su alma. Detrás de él, se manifestó la criatura que siempre lo asechaba con las fauces abiertas, listas para comérselo. Pero ya no era solo una sombra, era real. Y era la misma criatura de su sueño. Esta vez pudo observar de cerca el cráneo. Pensó que se desmayaría de nuevo, pero se determinó y lo enfrentó. 
—Remor —dijo con la respiración pesada, asustado.
La criatura miró hacia abajo, lo vio directamente a los ojos, sin soltarle los hombros para que este no pudiera escapar. Soltó una carcajada estruendosa.
—Hola de nuevo, Yoel. ¿Quieres pasar un buen momento?
—¿Qué haces aquí? ¿Que no se supone que esas pastillas me ayudarían a escapar de aquí?
—Oh, mi querido, tan crédulo. ¿Que acaso no te enseñaron que no debías creer todo lo que te dijeran?
—Lárgate, criatura inmunda.
—Así como la primera vez —dijo después de lamerle la cara—, sabes que fue tu culpa que yo me sintiera atraído por ti. Solo mírate, tan puro, tan adorable.
—¡CÁLLATE!
—¿Qué te espera allá fuera? Ya no tienes nada.
—¡TODAVÍA TENGO A MI MADRE!
—¡Tu madre! Ja, ja, ja. ¿Y crees que todavía te querrá, después de saber qué te pasó? Tan solo piensa en cómo te verán las personas una vez que salgas de aquí: el chico que ni siquiera pudo protegerse a sí mismo.
—¡CÁLLATE! AL MENOS CUANDO SALGA DE AQUÍ, TODAVÍA ESTARÉ VIVO.
—Oh, mi querido, pero si tú ya estás muerto. Una vez que dejas de amar, ya estás muerto. Incluso si tu corazón sigue palpitando te he quitado todo. Ya no te queda nada. –La criatura soltó otra gran carcajada.
—¡C Á L L A T E! —gritó mientras sacaba el picahielos de su bolsillo e inmediatamente se lo encajaba debajo de la boca, atravesando su lengua y llegando hasta el cerebro.
La criatura murió al instante. “Por fin”, pensó.  Creyó que llevaría más tiempo. Pero entonces, Remor abrió sus fauces, mismas que no solo venían desde el cráneo, sino que recorrían todo su cuerpo, y engulló a Yoel.
 
Yoel Murió el 14 de diciembre de 1983. El personal del hospital jamás encontró su cuerpo. Lo único que se encontró en su habitación fue el frasco de Moralitidina.

Ataduras | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga