Tu silencio me persigue; no me deja dormir. Cuando creo que por fin ha desaparecido, vuelve a surgir, tan sonoro como el primer día. El eco de la inexistencia de tu voz es desgarradoramente claro, es una melodía macabra que me busca y me encuentra. Tu ausencia es el doloroso cuchillo clavado en mi pecho; sobrevivo aun con él, lo llevo a todos lados.
Wishing to be human | Ashanti López Castillo. Preparatoria 10
Gonzalo Becerra
Morales | Preparatoria Regional de San Juan de los Lagos
Recuerdo en particular una pintura de “Goya” en la cual se
muestra un perro en medio del mar. Al inicio pensaba que yo era como el perro
que se encontraba desesperado y luchaba por no ahogarse. Ahora me doy cuenta
que yo soy el mar, el cual arrastra y termina absorbiendo a todo el que se
acerca.
Al principio fue angustiante. Pataleé un poco, moví los brazos un tanto más, pero no pasó nada. Me cansé más rápido de lo que imaginé. Abrí los ojos, vi la luz del techo siendo opacada por la turbulenta agua. Había silencio, nadie gritaba; todo estaba tan tranquilo que, de pronto, la anterior angustia se convirtió en paz. Con singular alegría acepté lo que aquello significaba. Solo bastaba respirar para ya no volver a sentirme tan vacía y, al mismo tiempo, tan atiborrada de problemas. Dejé de luchar, porque en realidad no quería salir. Y justo cuando mis pulmones se preparaban para expandirse, los temblorosos brazos de mi padre me sacaron del agua ya teñida de carmesí. Aún se lo recrimino.
Y mientras ella miraba con ojos de mil demonios, encendida
por dentro, temblando por fuera, sentía su corazón bombear la sangre, la sentía
correr por sus venas. Con un toque de escalofríos, tomó la navaja y se dejó
llevar por las voces del viento mientras transcurría la soledad de la noche.
Volteó hacia atrás antes de seguir con el último paso y encontró al ángel que
tanto buscaba. La neblina de su mirada se empezó a esfumar y sus labios
comenzaron a danzar entre los mil sabores de la boca de aquella criatura. No
sabía si cometía sacrilegios, solo sabía que aquella pequeña persona le
devolvió el aliento de fuego.
Un árbol medio muerto. Teníamos ganas de un vaso de agua, yo
y los que estábamos en la poca sombra que daba. Todo lo demás; hierbajos secos,
cactus, unas montañas que no tapaban ni el Sol y un lago lleno de muertitos,
alguno que yo mismo avente ahí. Ese era el lugar de descanso eterno de mi
madre.
Después de las lágrimas, las oraciones, las historias y los
recuerdos, llegaron las despedidas. Todos mis familiares me abrazaron, me
dieron algún beso, tomaron sus sombreros para que el Sol no los matara de sed y
comenzaron a caminar cada quién a su casa. Yo no tenía sombrero.
Me quedé parado solo, viendo la cruz de madera que yo mismo
hice. Mientras el Sol hervía mi cabeza, analizaba aquello, fijándome en cada
error que cometí. Me gustaría decir que fueron pocos. Esa cruz le calzaba al
páramo, aquel lugar abandonado por la ley.
No entiendo por qué mi ‘amá pidió descansar aquí, nomás me
dijo: “ahí la Luna se pone bien bonita, como una uña”. Yo le decía que había
mejores lugares y mucho mejores Lunas. Ella solo quería aquí. Discutí con mis
hermanos, yo defendiendo lo que no deseaba. Ahora está en el páramo para cuando
llegue un muerto vea que no está solo. “Hay muchas historias sobre fantasmas
que se aparecen aquí en la noche. Espero que sean verdad, pa’ verla”.
Me senté ante la cruz. Vi la Luna, ahora en lo más alto del cielo. Miré la cruz y no aguanté: “la Luna está como le gustaba, ‘amá, como una uña. Le quiero contar que ya conseguí trabajo con mi hermano, ayudando a cargar, a los mandados, a cuidar el ganado, construyendo algo, haciendo lo que me manden. Ya dejé de hacer… eso.” Solté una risa y una lágrima a la vez. “Recuerdo cuando usted me mandó a trabajar con Don Emilio, ahí en la carpintería. Me dio una lija y me dijo: ’no vuelvas sin saber hacerme una silla’. Yo no hablé con Don Emilio nunca. Si lo hubiera hecho, quizás esa cruz fuera otra pero aún conservo esto”.
Tomé la lija que tenía en mi pantalón y comencé a mejorar, a intentar mejorar, mejor dicho, la cruz de mi mamá. Las manos me ardían. Aun así, seguí lijando. Hasta que todos los lados quedaron más o menos suaves, paré. Me recosté a su lado y vi la Luna. “Tenía razón, la Luna si está bien bonita, como una uña”.
Acá en este rincón de tierra seca y casas hechas polvo los habitantes compartimos un secreto. No hablamos de ello, tanto por miedo como por respeto, pero es algo que todos sabemos. Me refiero a un tren. Entiéndase lo absurdo, nosotros no podríamos estar más apartados. Acá es donde nadie viene, nada llega, el corazón de las tierras perdidas y olvidadas. Y aun así hay un tren, uno que no ocupa vías porque pasa sobre la tierra, tal vez incluso flotando en el mismo aire. Ni sé, ni tengo forma de saber; ocurre que no debe verse. Pasa directo frente a las pocas viviendas que restan de pie. Y nosotros lo sabemos y lo esperamos cada tarde de jueves a las cuatro en punto, cuando el Sol ya no quema pero irradia las rocas en amarillo. El silbato se oye a lo lejos, por el este, y es ahí cuando detenemos la vida, que no es mucho decir porque aquí el tiempo siempre parece muerto, terregoso y estático. Clausuramos puertas, arrastramos cortinas raídas, cerramos los ojos si hace falta, lo que se necesite mientras no se vea el camino. El tren sólo cruza porque no lo vemos. Y cruza haciendo ruido, levantando la tierra y proyectando sombras intermitentes entre uno y otro vagón, pero no lo vemos. Es un acto ceremonioso que nunca nos hemos atrevido a profanar. La curiosidad carcome, es verdad, pero aquí hay voluntades fuertes. Tal vez por eso el tren nos eligió. Y tal vez llegue el día en el que alguien levante en una esquina la cortina y asome el ojo pelón a ver lo que no se debe. Entonces seríamos testigos conscientes y sabríamos lo que ocurre al ver, pero el miedo de que la certeza sea silencio nos detiene. Y por eso confío en que no habrá traición de nadie; se siente la complicidad en el amor, el amor por aquella máquina enorme que va y viene desde… digamos, otro lado. Tal vez una dimensión ajena, un recuerdo, o el impulso de un deseo que no se dio. De lejos pues, de otro lado. Y lo recibimos gustosos y honrados. Queremos que su visita transcurra semana tras semana hasta que el último de los de aquí se muera, por eso cerramos los ojos. Queremos preservar la ruta y damos al ferrocarril trato como al de un animal salvaje, hermoso por su existencia, al que no debe verse, al que debe darse libertad para que justo esa belleza alcance plenitud. Nos encerramos en paredes que brotan de la tierra de la que nacimos, donde pertenecemos, donde hemos de morir. Escuchamos y, más que nada, sentimos. Agradecemos el pincelazo mágico que es su rugir metálico y vaporoso porque nos recuerda que hay algo más. Y aunque aquí nos quedemos y no podamos ver, ya con eso basta para darnos ánimos y vida, al menos por los próximos minutos, en lo que se deja de oír el tren.
Eran las once menos cuarto cuando una camioneta 4×4 color
azul celeste paró a las orillas de la carretera “Cumbres de maltrata», el
camino que conecta a Puebla y el estado de Veracruz, conocido entre los
viajeros por ser una de las rutas más peligrosas de México. La dama que
conducía apagó los faros y, sosteniendo su bolso contra su cintura, bajó del
vehículo. Sus tacones de aguja color cereza aterrizaron sobre el suelo mojado
con suave precisión. Mientras avanzaba precavida hacia el motor del auto, los ojos
de un grupo se posaron sobre sus pantorrillas. Estos ojos iban subiendo un poco
más arriba, delineando el cuerpo de la dama sin ningún pudor y, con todo el
descaro, estaban enterados de la belleza de la mujer. Y lo más relevante de
todo: iba sola.
Lo había notado. Sabía que la miraban. Quizá otra mujer
estaría asustada, pero ese no era su caso. Ya había tenido miedo antes. Esa
misma noche, un año atrás, la mujer que era entonces se había largado sin darse
la vuelta, y no planeaba regresar pronto.
A las once menos diez los brazos de la hermosa dama
levantaron el capó del auto. Con su mano derecha, se puso a hurgar entre los
cables y las tuercas del motor. Esos ojos no paraban de mirarla.
Su disfrutable cuerpo atrapado en un pequeño vestido de
terciopelo a juego con los tacones, la castaña cabellera cayéndole
graciosamente por los hombros, caderas que se elevaban conforme el pecho se
inclinaba para alcanzar con las manos el fondo del mecanismo. Tenían un marco
sublime sin lugar a dudas.
Un brillo fugaz cruzó por las pupilas del grupo, que de
inmediato divisó la oportunidad de cometer una travesura.
—¡Eh!— Captaron su atención. —¿Necesitas ayuda, guapa?— Uno
de los hombres que la miraban, el más grande de ellos, se animó a llamarla.
Ella no se movió, y muy por el contrario siguió revisando el motor del
automóvil.
—¿No me escuchaste, güerita? Mejor me acerco un poco
—pronunció con malicia la misma voz. Él cumplió lo dicho y con el semblante
confiado de quien se cree dueño del mundo, fue aproximándose. En cuestión de
segundos, estaba detrás. Ella se erigió precipitadamente, asiendo con fuerza su
bolso contra el cuerpo.
—¿Qué hace una mujer tan guapa así de sola? Especialmente en
la noche. ¿No sabes que hay gente peligrosa en las calles?— El resto del grupo,
tres hombres en concreto, silbaron con notoria lujuria, profiriendo comentarios
lascivos entre risas graves y sucias. —Suelta el coche, nosotros podemos
conducirte mejor —susurró el primero en levantarse cerca del cuello de la
mujer. Su blanca y opaca piel no tuvo la más mínima reacción, ni incluso un
escalofrío.
—¡Vamos, azotala, Lalo! —exclamó otro de los muchachos para
que el resto soltara una carcajada.
La mujer seguía sin moverse, estaba totalmente paralizada.
—¿Por qué tan dura, mi reina? Aflójate tantito, no voy a
comerte—. Lalo rio para sí mismo y bruscamente puso su horrorosa mano sobre el
hombro de la dama.
Su expresión de malicia y deseo pasó a transformarse en puro
terror cuando volvió el rostro para mirarlo. Había reconocido ese adorno, el
repugnante decorado que ella llevaba por máscara: un horrible y desgastado
círculo de cartón color azul celeste, con la leyenda “¡Es un niño!” escrita en
la cara con caligrafía cursiva. Y entonces, solo por un segundo, pensó en la
fecha.
Había sido una mañana maravillosa, el mismo día, un año
atrás. Dalia y Oliver, una joven pareja a la espera de su primer hijo, habían
dado con vivida emoción una fiesta de revelación de sexo para su familia
directa. Todo transcurrió según lo planeado, hubo comida, pasteles y regalos.
Al terminar estaban exhaustos, pero felices, muy felices.
—Todavía tenemos que guardar los adornos —dijo ella tomando
por la mejilla el rostro de su joven y encantador esposo.
Él la miró con todo el amor con el que podía hacerlo. Su
alma estaba entregada a aquella hermosa y única mujer, la madre de su hijo, su
joven esposa, y con quien quería compartir el resto de su vida. Estaba
enamorado de ella completamente, eso es todo lo que hay que destacar.
—Ahora mismo, mi amor —le respondió para luego otorgar un
dulce beso sobre su frente, sacandole una risita contagiada de ternura.
En esas estaban, guardando los vasos y serpentinas azules
cuando el timbre de la puerta rompió la amenidad del ambiente.
—Anda a ver si no es tu tía Gerarda, Oliver, tal vez dejó
cerveza en el cenicero.
Él se limitó a reír y se echó a andar hacia la puerta. La
broma de su mujer le hizo perder la concentración, esa sería la primera vez que
no miraría por el ojo de la puerta antes de abrir.
—¡Atrévete a mover un solo dedo, pendejo, y te juro que esta
no la cuentas! —bramó con fiereza Lalo, apuntándole al desdichado hombre con
una pistola sobre la frente. Su dedo índice apretaba el gatillo, dispuesto a
descargar una bala contra sus sesos en el momento en que fuera necesario.
—¡Ustedes, entren, agarren lo que puedan, quiero vacío cada
cajón! ¡Rápido, cabrones! —ordenó a los tres hombres que lo seguían en su
crimen. Y ellos, sin ser tardíos, irrumpieron en la casa, volteando cada gaveta
de la vivienda, recogiendo lo valioso y desechando lo inútil. Oliver, pese a
estar aterrorizado, temiendo por su vida, fue lo suficientemente listo para no
hablar. Si imploraba piedad, si los informaba acerca de que su esposa se
encontraba en la misma casa que él, quién sabe lo que esos rufianes serían capaces
de hacerle. Por fortuna, ella fue inteligente también, y al escuchar los gritos
había corrido escaleras arriba para esconderse en el armario.
—¡Dense prisa, asquerosos inútiles! ¡No quiero a la policía
cerca! —volvió a gritar Lalo antes de empujar el cuerpo de Oliver al suelo.
Disparó por encima de su cabeza y volvió a apuntar el gatillo a su frente—. Te
lo voy a preguntar solo una vez, tarado: ¿hay alguien más en la casa?
—N-nadie, solo estoy yo… —respondió Oliver. El miedo se
mezclaba por entre sus palabras y mientras Dalia se apresuraba en llamar a
emergencias, la idea de que pudieran encontrarla se hizo presente.
Ella cometió un error minúsculo, a cualquiera podría haberle
pasado.
—911. ¿Cuál es su emergencia? —dijo una mujer al otro lado
de la línea… La puerta del armario se abrió en seco y los segundos no fueron
suficientes para gritar.
—¡Última vez que me mientes, hijo de puta! —rugió con furia
Lalo antes de patear el costado de su abdomen—. Que te sirva de lección,
pendejo —agregó y disparó sin culpa.
La sangre mezclada con sesos salpicó la alfombra y las
paredes. De su nuca (o lo que quedaba de ella) goteaba un líquido viscoso y
amarillento. Los tres hombres arrastraron a Dalia escaleras abajo, llevándola
frente a Lalo quien se limpiaba la sangre del rostro con las mangas de la
camiseta.
—Alguien se ha creído muy lista —le dijo a la mujer mientras
se acercaba con pisadas fuertes. Al tenerla de frente, se inclinó y con la
punta del arma apartó los oscuros cabellos de su rostro. La pobre viuda se
deshacía en lágrimas por su marido. No se atrevía a verlo, pero sabía con
certeza lo que le habían hecho y solo podía pensar en qué haría con el bebé al
que esperaba. Como si le hubiera leído la mente, Lalo sonrió. Fue una sonrisa
extraña, dulce, y tan inquietante al mismo tiempo. Como si saludaras a un niño
que se ríe con inocencia para después darte cuenta de que tiene un cuchillo
escondido tras la espalda.
El horror y la vejiga de una joven embarazada no son una
combinación agradable, y pronto la alfombra terminó manchada también de orina.
Pero en esos momentos, poco importaba la vergüenza.
—Estás bien chula, que lástima que estés preñada. —Lalo
deslizó la pistola por su rostro hasta posar la punta en sus labios. —Pero no
pasa nada, me siento especialmente benévolo esta noche. Déjame quitarte ese
dolor que traes.
Los ojos de Dalia se abrieron de par en par y apartándose
poco sacudió la cabeza.
—N-no, no ¡Por favor! ¡Llévate lo que quieras, pero déjanos
en paz!
De nada sirvieron sus lágrimas y súplicas; los tres hombres
se apresuraron a sostenerla de los brazos y la espalda mientras Lalo, el más
cruel del grupo, se entretenía propinando palizas a su cuerpo, haciendo
especial énfasis en su vientre. Ella gritaba, el dolor se volvía más profundo e
insoportable con cada golpe, y para cuando su entrepierna expulsó líquido,
perdió el conocimiento.
A las 11 menos diez, despertó envuelta en sangre. El daño
era abrumador (apenas era capaz de mover las piernas), sin embargo no fue nada
al lado del pavor que le invadió luego de ver el cuerpo de su inocente bebé
botado sobre la alfombra. Esos malnacidos le habían arrebatado a su primogénito
como si tuvieran un derecho divino sobre ella. No quería, pero tuvo que
hacerlo. Se aproximó al pequeño cadáver y con suavidad le acarició la barriga.
Estaba helado, azul y húmedo. Cuando rozó sus labios, estos ya no exhalaban
aire. Fue su último grito de la noche.
—¿Cómo vas, Lalo? —inquirió con curiosidad otro de los tres
hombres que habían allanado su casa esa fatídica fecha—. ¡Tráetela! ¡Queremos
verla! —gritó uno más y de nuevo empezaron los silbidos.
Lalo se quedó paralizado por instantes. Sentía su estómago
contraerse y por momentos tuvo la sensación de que iba a ensuciarse los
pantalones. Era la misma mujer, sin embargo, esta vez no estaba embarazada, y
aun peor, se encontraba sedienta de venganza.
Retrocedió un par de pasos, intentando advertir a sus
colegas. No podía, la lengua se le enredaba en la boca y en el momento en que
logró articular una palabra, Dalia extrajo de su bolso un enorme mazo para
ablandar carne. Con una velocidad increíble, separó la mandíbula de Lalo de su
cráneo.
Su cuerpo cayó sobre el suelo, por la carretera quedaron
desperdigados unos pocos dientes y su lengua se removía arduamente entre los
restos. Seguía vivo. Sus demás compañeros se quedaron atónitos. Cuando los ojos
de la dama se encontraron con los del grupo solo se escucharon gritos.
Tres disparos, tres balas. No le hizo falta más para acabar
con sus vidas, tal y como lo habían hecho con su marido Oliver.
No era suficiente. No había terminado aún. El mango del mazo
dio vueltas en su mano mientras los tacones rojos avanzaban con pisadas firmes
hacia Lalo, que se movía pobremente en la calle, intentando huir, intentando
salvarse, intentando alejarse de ella.
—Me siento especialmente benévola esta noche, déjame
quitarte ese dolor que traes —habló, por primera vez después de un año. Y
blandiendo su mazo se apresuró a golpear sus genitales, salpicando sangre junto
a otros fluidos mientras que Lalo trataba de gritar. Como las pinceladas en la
obra de un artista primerizo: sus golpes eran indecisos pero con toda la
intención. Siguió así hasta que regó el lugar con su sangre, líquidos y trozos
de órganos magullados.
Cuando terminó, se quitó la máscara para limpiarla con la
tela del vestido. Respiró profundamente y luego escupió. De su bolso sacó algo
más, una pequeña vela con la forma del número uno. Se sentó junto al magullado
cadáver de Lalo y la colocó con delicadeza sobre la montaña de vísceras
aplastadas. Tras un suspiro de alivio se dispuso a entonar alegremente:
La farola está fundida, ¿no le parece, Jacinto? —dijo la
señora del piso 2, apresurada por alimentar al niño.
—Para nosotros, hasta la vida está fundida, querida.
En general, ubico a todas las personas del barrio. Esto se
debe a mis tardeadas afuera del edificio. Veo cuando llegan y cuando se van, a
veces felices, con prisas o con la mirada clavada en el suelo y las manos en
bolsas vacías. No me gusta mi apartamento, huele a olvido y a todos los pesares
posibles que usted logre imaginar, así que, al menor indicio de luz, cruzo el
umbral y coloco la mecedora. Supongo que te preguntarás la razón de mi
martirio, del vivir de una pensión volátil. Mi respuesta sería unos brazos que
abrazan el cuerpo y susurran al alma palabras con capas de azúcar quemada. Lidia,
mi esposa me prometió volver. Ya olvidé la fecha de aquella tarde manchada, del
último día en que nuestros corazones latieron a centímetros. Deje le cuento que
el día en que Lidia fue con su madre moribunda, me refugié en la farola. En
esos tiempos era nueva y brillaba con tal intensidad que recité poemas
improvisados. Nunca he sido religioso, aquella era mi manera de pedirle por
nosotros. Si quiere y puede, acompáñeme, a lo mejor también quiere recitarle
alguno. ¿Puedes verla? Sí, aquella luz en pausas se está quedando vieja.
Dígame, ¿a quién le diré mis pesares si se apaga? A nadie, si de eso estoy a
reventar. Los años son cúmulos de recuerdos y, como sabe, los míos huelen a
olvido. Escuche los grillos, observe que las sombras de los árboles despiden al
cielo, traen consigo un abrazo, un beso, manchones pero no frío. Oiga, si no
fuese su caso, le recomiendo que se marche, no se vaya a enfermar; no podrá
escribir el libro. Además, solo falta visitar la estación. Lidia me decía que
la literatura solo estaba en los libros, pero se equivocaba; la vejez, los
atardeceres y la soledad son literatura pura. Bien, pues, qué le parece si ya
nos vamos, ya están cerrando la ventanilla.
No lo creía, tantas menciones acerca de ella. Me permitieron
reconocerla desde que preguntó por su paradero. La historia fue un éxito a tal
grado que llegó a manos de tan esperada mujer; sin embargo, no me acordaba de
la calle y la noche se acercaba más.
—Se encuentra en el suburbio, no le será difícil. La
mecedora da a una calle desierta con vista a la farola titilante, si quiere la
acompaño.
Me pregunté cómo sería la reacción de él, se arrodillaría a la farola o hacia Lidia. A lo mejor correría a la mecedora para volver la mirada en busca de señales. Temo decirles que no corrió hacia nadie, simplemente no había ninguna mecedora, ni tampoco un hombre, solo una farola en completa oscuridad con señales de que alguna vez su luz fue refugio de un poeta.
Muchos le llaman mi amigo imaginario, pero para mí no hay nada más real. La dieta de mi amigo consiste en una selecta dosis de mis sueños, sazonados con una pizca de realidad; se alimenta de mis pesadillas, le encanta degustar mis inseguridades. Ha aprendido que si se esconde bajo mi cama, nunca lo encontraré, que de esa forma no lograré deshacerme de él. Ahora vivo con miedo. Todos los días salgo a la calle al acecho de su presencia.
María Fernanda del
Águila Solórzano | Preparatoria Regional de San Juan de Los Lagos
Odiaba las sustancias ilegales. Nicotina, alcohol, droga y
tabaco no podía evitar consumirlas. Las alucinaciones, dolores de cabeza eran
insoportables. Mi cuerpo no soportó y a la mañana siguiente a mi madre no le
sorprendió que mi cadáver saliera de su vientre.
Llevaba una minifalda cuando iba caminando por la acera.
Sentía sus ojos acechándome y comencé a caminar más rápido. Él aceleró su paso
y en mi mente solo pensaba: que me siga unas cuadras más, que la víctima no voy
a ser yo.
Entonces caí en una depresión de letras donde todo lo que
debía comunicar lo hacía escribiendo en un bloc de notas que siempre cargaba en
el bolsillo. Y lo usé tanto que cuando recordé que en teoría podía hablar y lo
intenté, descubrí que esto ya no era verdad. Mis labios se movían, pero al
hacerlo ya no sonaba absolutamente nada. Yo sabía que no había perdido la voz,
sino solo las palabras.
Un, dos y tres. Armas recargadas, granadas explotadas y
gritos de guerra se escuchaban. El aire con olor a pólvora combinado con sangre
hacía mi estómago revolverse. Los cuerpos de mis compañeros cayendo frente a
mis ojos solo me causaban una gran culpa. Corrí unos metros hacia adelante,
dando un grito de odio; ya no pensaba con claridad, de igual forma todos vamos
a morir.
Un, dos y tres. Sedado de nuevo, había olvidado tomar mis pastillas. “Hospital Psiquiátrico Especial para Fuerzas Armadas” se leía en las paredes de aquel edificio.
Cuando la tarde se vierte en las olas y las garzas zarpan gustosas. Solo cuando el viento susurra plegarias. Me asomo por la ventana y observo a la misma persona, en la misma postura, en el mismo lugar y me atrevo a decir que estoy pensando en las mismas cosas. Desde aquí no siento el frío pero sé que aquella miniatura tirita. Llevo meses preguntándome la razón de su estadía a esas horas. En la playa las banderas rojas despiden al crepúsculo. Las estrellas asoman sus vestigios, la noche se prepara para caer en la costa, y aquella persona se rehúsa a dejar su lugar. Pensándolo bien, yo hago lo mismo; en diferentes circunstancias, la acompaño en su pena, que con el tiempo se convirtió en la mía. Quisiera ir con la persona de la playa. Solo déjenme un rato, solo déjenme que el frío no me mate.