Pesadilla

Lucero Contreras Lizaola

Preparatoria 9

La situación estaba fuera de alcance y yo no podía soportarlo.

Mi padre pronto llegaría y yo no podía dejar de pensar en los sentimientos que tendría de ahora en adelante. Podría estar decepcionado, enojado, triste… no lo sabía. No podía soportar ni una pizca de algunas de esas emociones, no de él. Su deber era amarme e idolatrarme, y el hecho de que no lo hiciera me generaba más incertidumbre que saber el lugar a donde iría a parar después del veredicto final.

Todos esos hombres disfrazados no paraban de mirar mis manos y hablarme, solo que yo no podía escucharlos por el irritante pitido que no paraba de escucharse en mis oídos, junto con las luces cegadoras, irradiadas de sus bestias metalizadas.

Padre llegó después de dos horas de espera. Sus ojos ya no eran esos dulces que me miraban cuando era niña. Ahora lo único que había era decepción, enojo y tristeza de lo que su hija se había convertido.

Sentía que en cualquier momento mi paciencia explotaría y terminaría haciendo caso a las voces dentro de mi cabeza, aquellas a las que mi doctor les tenía tanto horror e intentaba deshacerse de ellas cada día con las extrañas cápsulas coloridas que me hacía tragar en cada almuerzo.

Los ojos de mi padre empezaron a oscurecerse hasta que fui encerrada en una cárcel oscura y fría. Mis gritos eran insonoros y el aire de mis pulmones se estaba acabando de manera abrupta. 

De pronto sentí cómo alguien me sacudía con desesperación; eso me hizo despertar de mi horrible pesadilla y volver a ver los hermosos ojos azules de mi padre que me miraban con preocupación, consecuencia del arduo cariño que tenía hacia mí.

Entonces toda la neblina se desvaneció. Eso jamás había pasado, yo nunca me habría dejado llevar por mis instintos. Nadie nunca me descubriría; yo siempre era muy hábil a la hora de desaparecer los cuerpos en la comida de mi padre.