La tienda de dulces

El olor del azúcar inundó el lugar, la melodía de una caja de música resonaba cada casa y embriagaba a los oyentes, atrayéndolos hacia aquel lugar de aromas fuertes e irreales dimensiones. Un hombre de extravagante traje y asombrosa altura que recibía a las personas y de su sombrero de copa colgaba un letrero en madera obscura.

“TIENDA DE DULCES” decía en letras casi ilegibles, mientras el portero sólo masticaba sonriente chicle, manteniéndose recto todo el tiempo, mirando directamente a las personas, dándoles a cada uno una pequeña paleta de color rojo. ”Bienvenidos”, decía a cualquiera que se acercara y con los ojos bien abiertos observaba a los humanos, viéndolos caer en la trampa que hacía más de 100 años seguía funcionando.

Las sonrisas y carcajadas se desbordaban en el lugar, escuchándose en toda la calle. Esas expresiones aburridas y deprimidas eran remplazadas por divertidos rostros llenos de chocolate y caramelos, embarrados hasta los pies en azúcar y jarabe. Sin excepción, toda la cuadra había perdido la cordura dentro de esa tienda.

Los niños comenzaban a agotarse de llenar sus bocas y bolsillos de caramelos, sus pequeños cuerpos empezaban a hincharse y sentía que algo dentro de sus tórax explotaría. Puf, sonaba mientras de los estómagos salían dulces a montones, de adentro hacia afuera explotaban sus entrañas llenas de melaza. Y los demás comensales parecían no haberse enterado de aquello, pues siguieron comiendo, pisando algunos de los restos de los que habían perecido. Mientras más comían, la cordura y humanidad se iba desvaneciendo de su mente siendo remplazada por el pensamiento de comer hasta acabar con aquellos dulces y chocolates. Cada bocado que daban era un paso más cercano a la locura.

Estanterías llenas de caramelos inimaginables, una fuente de chocolate al centro, interminables pasillos con miles de hileras de los dulces más exquisitos. Los sonrientes rostros por todo el lugar, cada uno comiendo de todo lo que pudiese servirse y algunos más masticando a otros. El interior de aquellos compradores estaba tan repleto de azúcar que su sangre sabía a fresa con crema batida, su piel a turrón y su carne a chiclosos de caramelo con café. El mejor dulce que podría ofrecer la tienda eran sus propios clientes.

Sin gritar siquiera, las personas se mordían mutuamente, colapsando en los pasillos, arrancándoles trozos de piel y músculos. Algunos seguían comiendo los deliciosos y adictivos caramelos, mientras que otros se comían a sí mismos, probando su sangre sabor fresa y su piel de turrón. El aroma a viejo y olvidado se mezclaba con el característico aroma a óxido de sangre, poco a poco cada cliente que había entrado comenzaba a marearse y caía sin cuidado sobre el suelo. Quienes aún podían moverse, desesperados lamian los charcos hasta que perdían la conciencia.

Y de nuevo, como miles de veces había sucedido tiempo atrás, las personas caían bajo los efectos del azúcar hasta enloquecer.

—Maravilloso —mencionó el portero al asomar su cabeza dentro de la tienda—, ahora, al siguiente pueblo —la tienda comenzó poco a poco a desinflarse, hasta quedar compacta en un maletín, el cual  tomó con una mano y comenzó a caminar hacia adelante, murmurando algunas cosas incomprensibles en un idioma inexistente.

 

 

Laura Susana García Gámez
Preparatoria 9
Publicado en la edición Núm. 12

El levantamuertos

El calor era intenso y húmedo. Todo mi cuerpo atentaba con derretirse si un sólo rayo de sol chocaba contra mi delicada piel; me encogía bajo la sombra de un edificio. Publicidad de decenas de años atrás se seguía viendo erguida pobremente sobre lo que alguna vez fue un espectacular. A veces los veía con nostalgia y otras con odio. Otras veces sólo los veía.

Cansado y agazapado por el clima me adentré a mi refugio de escombros. Hacía mucho tiempo que la gente había dejado esta ciudad. La realidad es que la mayoría había muerto y los que no se habían ido lejos para olvidar el dolor.

Yo no tenía a quién llorarle, así que decidí quedarme y tratar de buscar una razón para no suicidarme cada mañana. Hasta ahora iba bien, creo.

Como fuera, después del “desastre de agosto“ (ese fue el nombre que los medios de comunicación le dieron) México estaba bastante jodido. Créeme, se puede más. Aunque era una cosa buena, ya no sufríamos de problemas con el narco ni con los enfrentamientos en Oaxaca y mucho menos con la corrupción, la devaluación del dólar. Ahora sólo me preocupaba no morir ni matarme.

Todos los días me vendía la idea de que mi existencia era muy cómoda. No poseía ningún miembro extra, tampoco había tenido que vender mis órganos al inicio de la guerra. Vivir recolectando cadáveres no era tan malo.

Ese era mi trabajo. Yo metía las manos entre los titanes de concreto en busca de los pobres que quedaban debajo. Las víctimas inocentes de una guerra que no era suya eran mi especialidad, sobre todo los niños y mujeres.

Rara vez me pagaban, rara vez exigía un pago. Todos merecemos un entierro digno.

En sus años mozos el edificio que me ofrecía un refugio había sido un bonito complejo departamental. Familias enteras quedaron atascadas entre las paredes, estaban sepultadas y habían quedado en el olvido.

Muchas de esas pobres almas no saldrían jamás de lo que fue un hogar pero yo hacía mi intento; me daba una semana en cada lugar y luego seguía.

—Hey —escuché a lo lejos.

Envuelta en harapos se movía como cascabel en el desierto. La guerra nos convirtió en seres extraños, todos estábamos un poco mal pero ella nos superaba.

—Jamás creí volver a ver tu trabajo —arrastró las sílabas. Es raro poder hablar con alguien en estos días. Usualmente todos están muy muertos o muy tocados.
—Yo tenía fe de que nuestro siguiente encuentro fuese metiéndote en un hoyo y cubriéndote con tierra —le respondí.— Después de todo, esas son mis reuniones habituales entre amigos.

Sonrió. El viento jugaba con su burka de manta mugrosa y corrió hacia mí; la tarada por poco le rompe el cráneo a una anciana mayor que estaba limpiando pero me dio gusto verla. Al menos esta vez la caché a tiempo.
Se sentó junto a mi plancha de trabajo y me contó sus aventuras mientras envolvía a mis pacientes. Sólo me quedaba ella para acabar con aquella zona y seguir al sur, posiblemente en compañía de Xóchitl.

—Entonces, Miguelito —me dijo pasándome una de sus latas de elotes—. ¿Cuándo piensas dejar de enterrar gente?
—Cuando dejen de morir, o cuando me entierren a mí. Lo que pase primero.

Nos reímos. Dejamos que la estrella luminosa se alejara y diera paso a su hermana pálida y bonita para ponernos al día.

Al parecer los del norte habían levantado un pueblo cerca del Lerma, en el sur seguían viviendo en la selva y para lo que fue la capital había epidemia de cólera; igual ellos tenían personas para dar y regalar.

Pablo había muerto en la capital y Julia se había perdido entre las cortinas de arena. Sólo quedábamos Xóchitl y yo.

—Hay que viajar juntos Migue, como cuando éramos chavos y salíamos a tirar barrio.
—Ya no tenemos 15 morra, andar en grupo esta cabrón.

Por más chingones que fuéramos era más fácil morir, más difícil avanzar y  encontrar comida. Yo me robaba lo que estaba en las casas o enterrado y era útil, pero con ella al lado sería más difícil, sobre todo la parte de enterrar y limpiar cuerpos.

—Ay, qué mamón eres.
—Simón.

Entonces se quedó callada y se quitó su burka. Se veía gorda, pero no le dije nada porque luego se ponía como gato de monte y no quería tener ningún miembro roto.

—¿No notas nada?
—¿Habría de haber algo distinto?
—Estoy embarazada.

Toda la sangre se me fue del cuerpo y el alma se me cayó a los pies. Antes de que pudiera preguntarle nada ella me miró y dijo:

—Ni creas que es tuyo, pinche homosexual, es de Pablo.

Luego empezó a llorar como posesa, haciéndose bolita alrededor de su panza protuberante y encogiéndose, como niña golpeada. Era tan frágil y pequeña y su largo cabello le caía en la cara húmeda.

Pobre chica, casi me estaba convenciendo para quedarme con su niño pero aún seguía molesto por el insulto a mi orientación sexual. Todavía tenía un poco de trauma por mi vida anterior.

—No quiero que nazca —dijo entre baba, mocos y pelo—. No quiero que nazca en el infierno.

Observé en silencio y sentí su dolor. Era profundo, pesado y muy oscuro. Era un dolor lleno de miedo y desesperación porque era un dolor real. Casi podía sentir su dolor como mío.

Después de unos minutos de jadeo, Xóchitl se volvió a sentar y no dijo ni una sola palabra más.

—Si tanto te preocupaba, ¿por qué continuaste con el embarazo?

Levantó la vista y me rompió el corazón. Con los ojos como noches sin luna, ocultos en la cueva de sus ojeras, me lo dijo todo sin hablar.

Continuó el embarazo por Pablo. Porque se amaban, y él era de ella y ella de él.

Mi cuerpo me obligó a abrazarla fuerte y lloramos juntos. Ella por él y yo por ellos. Nos derramamos hasta el amanecer y nos secamos con el nacimiento del sol.

Era una mañana hermosa, tanto que decidimos no hablar para no arruinarla, sólo nos mirábamos mutuamente esperando a que algo nuevo sucediera.

—Lo extraño mucho —dijo pesadamente, arrastraba cada sílaba con una gran tristeza, muy lento, como si así doliera menos.

Luego volvió a llorar. Su llanto era tan margo que olía a café quemado y a té de chaparro amargo. Las pocas hierbas se secaban bajo tales lágrimas y a mí se me iba marchitando el corazón.

La pobre estaba muy embarazada y sola en el fin del mundo. Parecía que iba a explotar en cualquier momento, que de la panza le iba nacer una nube muy negra de tristeza y soledad. Parecía que en vez de un niño fuese a dar a luz a una bola de depresión.

Con los ojos en blanco se levantó de su esquina. Mientras gemía pesada y lentamente caminó lejos, se detuvo frente a una de las tumbas que hice y se dejó explotar del pecho hacia afuera, de la panza hacia afuera y la cabeza hacia arriba. Como en esas series antiguas, como en las películas de terror. Ella gritó y luego puf.

Explotó de tristeza, impotencia y coraje. Su corazón se convirtió en dinamita y sus lágrimas en gasolina. El sol fue el detonante. Xóchitl, la flor más hermosa del ejido, decidió inflarse como pez globo y que el viento se llevara su cuerpo, como las flores de león.

Y yo sólo vi desde mi escondrijo, en silencio, como un buen espectador. La vi deshacerse y convertirse en lluvia roja, tan roja como los ojos de un ratón.

Me hubiera gustado poder enterrarla.

 

Laura Susana García Gámez
Preparatoria 9
Publicado en la edición Núm. 12

Pisando firme Isis Lizbeth de la Torre Ortega Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas

Pisando firme
Isis Lizbeth de la Torre Ortega
Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas

Ángel

La belleza detrás de la maldad Aislinn Arguelles Rojas  Preparatoria Regional de El Salto

La belleza detrás de la maldad
Aislinn Arguelles Rojas
Preparatoria Regional de El Salto

Estoy al borde de la desesperación. No sé dónde estoy ni cuantos días llevo aquí, o incluso si tengo familia. Lo único que recuerdo es que estaba esperando a mi novio en la parte trasera de un restaurante. Creo recordar que me llamo Megan. La estancia donde estoy es fría y obscura, y recibo comida por una compuerta, no sé quién me tiene aquí y eso hace que cada vez tenga más miedo.

Estaba sentada en un colchón viejo y sucio, cuando el rechinido de la compuerta interrumpió mis pensamientos. Poco a poco una mano introdujo una charola con comida y un periódico, me incliné para recogerlo y vi que la fecha estaba obstruida con marcador negro y a un lado escrito: “Hasta mañana, dulces sueños, mi ángel”. ¿Qué me trata de decir con esto?
Grité: “¡Púdrete en el maldito infierno, vendrán por mí!”. Pateé la charola y le dije a quien sea que estuviera de tras de la puerta: “¿Qué es lo que quieres de mí?… ¡Maldita sea!”. Entonces vi la perilla girar, sentí un frío aterrador recorrer mi cuerpo, mi corazón latir tan rápido que creí que se me iba a salir y escuché una voz:
—Hola Elena, aunque prefiero “ángel”, me gusta más. Ángel, no es justo desperdiciar la comida, hay personas que no tienen—.

Estaba caminando por toda la habitación y no me quitaba los ojos de encima,  me ponía nerviosa, estaba en shock, no tenía palabras, quería matarlo pero tenía pavor de que me pudiera hacer algo.
—¿No tienes nada qué decir? —pronunció—. Bueno, ponte cómoda porque no saldrás de aquí y maldecir no es digno de una dama, ángel. Cuida esas palabras, porque las consecuencias no te gustarán.
Cuando ya iba camino a la puerta para salir, le dije:
—No me llamo Elena, ni quiero que me llames “ángel”.
Al escuchar esto se giró furioso y camino hacia mí. Con voz fuerte exclamó:
—¡Ya no existe tu vida pasada, olvida todo, absolutamente todo, ahora ésta es tu vida!
Dio vuelta pero en cuanto iba a dar un paso, dije:
—¿Quién eres?
Volteó a verme y puso sus ojos sobre los míos, eran verde esmeralda y con una sonrisa sarcástica respondió:
—Logan, mucho gusto, ángel.
Se dirigió hacia la puerta y lo último que se escuchó fue el cerrojo atrancar.

***

Ya han pasado 13 meses y no sé si es correcto sentirse aliviada o sin interés alguno por seguir aquí. Me estoy acostumbrando a ello. Son constantes las visitas de Logan, no me ha hecho daño y la idea del chico violento, malo y posesivo se ha ido de la mente. Pero la pregunta que me asecha día y noche es ¿qué quiere de mí y por qué estoy aquí?

Estaba recostada y sentí una mirada, giré mi cabeza y vi a Logan observándome como si fuera una escultura.
—¿Hace cuánto estas ahí?
—Hace un par de horas. Eres muy linda cuando duermes y me pregunto qué pasa por tus pensamientos… Además, quiero asegurarme, por supuesto, que soñaste conmigo.
Torcí los ojos.
—¿Me puedo acostar? —lo escuché decir. No respondí.
—Creo que eso es un sí —respondió.
—¿Logan? —dije.
—¿Sí? —me contestó.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
Hubo un silencio incómodo por unos segundos.
—Cuando estoy contigo no me siento solo, eres mi ángel y si no te tengo nadie más te podrá tener. Nunca dejaría que te lastimaran, mi ángel.
Hubo otro silencio más largo, Logan hizo que me acercara a él y me abrazó de una manera que no podía escapar de su regazo, era demasiado fuerte. Le pedí que me soltara, pero ya se había dormido. En un susurro le dije:
—No sé qué pensar de ti. Debería estar gritando porque estás aquí, sentir pánico. Lo raro es que no es así, me siento segura, protegida y temo sentir algo por ti. Siento decirte que el que me está haciendo daño eres tú.
Se escucharon unas fuertes pisadas del otro lado de la habitación y que alguien forzaba la manija para abrir. Grité:
—¡Logan, hay alguien más aquí!
Logan se levantó de la cama rápidamente, me levantó y me dijo que no hiciera ruido alguno. Hubo un grito:
—¡Abran o tendré que utilizar la fuerza!
Logan sacó un arma de sus vaqueros y me colocó detrás de él. Esperó a que hicieran su siguiente movimiento. Se escuchó la puerta caer, me sobresalté. Vi cómo entró un hombre con un arma apuntando hacia él, le pidió que me soltara. El hombre dio un paso hacia mí queriendo tomarme por el brazo.
—No te le acerques más —gritó Logan.
Todo pasó tan rápido. Logan me aventó hacia el piso, me pegué en la cabeza contra la pared y lo único que alcancé a escuchar fueron unos cinco disparos.

Me dolía la cabeza, me sentía confundida, miré alrededor. A un lado mío yacía Logan con un disparo en el estómago. Me acerque a él, estaba pálido, sudaba frio, entonces me miró con una sonrisa melancólica. No sé en qué momento fue pero una lágrima recorrió mi mejilla. Susurrando me dijo:
—Tranquila, ángel, no llores, ya lo arreglé.
Miré hacia enfrente, ahí estaba el hombre con su placa de policía, con varios disparos en su torso. Me giré hacia Logan y recostándome en su hombro, me dijo con dulzura:
—Eres mía Elena, siempre estarás conmigo, estaremos juntos y yo me encargaré de eso.
Al instante escuché otro disparo, mis ojos se abrieron inesperadamente, al segundo siguiente sentí mis párpados muy pesados y un dolor insoportable en mi cintura. Los labios helados de Logan rozaron los míos y susurraron:
—Serás un hermoso ángel, mi pequeño amor.

 

 

Ayleen Cristina Meza Oloño
Preparatoria del Centro Universitario UTEG Zapopan
Publicado en la edición Núm. 12

Cierra los ojos

Memorias después de la muerte Jürgen Alexander Carmona Espinoza Preparatoria 12, Módulo Tlaquepaque

Memorias después de la muerte
Jürgen Alexander Carmona Espinoza
Preparatoria 12, Módulo Tlaquepaque

Abrió los ojos sobresaltada. ¿Qué había sucedido? ¿Había tenido una pesadilla? ¿Qué estaba pasando? Su respiración estaba agitada y no podía evitar sentir que algo se le escapaba de las manos, y al tratar de recordar sólo se volvía más borroso.

Tomó aire un par de veces y se incorporó dejando que sus manos tocaran el colchón, pero sólo sintió un par de hojas frías. No quería levantar la mirada, pero estaba segura de que era lo mejor, aunque se quedó un tiempo tocando aquellas hojas. ¿Dónde estaba?

Farah levantó la mirada con miedo de lo que iba a encontrar una vez que mirara más allá de sus piernas. Tenía miedo, su cuerpo temblaba sin control y sentía cómo dentro de ella algo se oprimía.

El miedo la estaba paralizando, pero aún así se atrevió a mirar. Estaba en lo que parecía ser un bosque, pues a su alrededor sólo había árboles que se alzaban sobre ella de una manera amenazante. Su respiración se cortó, no podía pensar con claridad y su cuerpo temblando de esa manera hacía que todo dentro de ella se rompiera. Era normal que estuviera asustada, era una chica débil que le tenía miedo a todo.

Apretó sus labios al mismo tiempo que sus puños trataban de reprimir el temor que la invadía, pero le resultaba imposible, el miedo la había dominado completamente. Bajó su mirada hacia sus manos, las vendas seguían adornando sus muñecas como un mal recuerdo de que no tenía control sobre sí misma y bajó el camisón blanco que llevaba se alcanzaban a notar algunos rasguños que ella se había ocasionado noches atrás, aún estaban rojos y dolían con sólo tocarlos.

Las lágrimas no tardaron en aparecer, la frustración que sentía en su pecho incrementaba cada segundo que pasaba en ese lugar, realmente quería volver a ser la niña que sólo se preocupaba por tener buenas calificaciones y amigos; pero Farah sabía que esa niña había muerto tiempo atrás, quitando su mundo de fantasía y llevándola de golpe a su cruel realidad que terminó por volverla loca.

El viento alborotó su cabello pelirrojo que caía por sus hombros, a veces era lo único que le recordaba que seguía con vida; el viento siempre estaba cuando más lo necesitaba, la hacía sentirse fuerte, la animaba a continuar, porque Farah siempre había creído en que como el viento, algún día las cosas dejarían de afectarle.

Con sus manos quitó su cabello que le cubría todo su campo visual y se puso de pie tambaleante. Sus piernas le ardían y sus muñecas le pesaban, sentía que en cualquier momento caería al suelo, pero se obligó a seguir, necesitaba encontrar una salida de ese mundo, de sus propios demonios.

Empezó a caminar en línea recta, pues parecía que la única manera de seguir era caminar por aquel tenebroso sendero. Tenía frío y sus nervios no ayudaban en nada, pero Farah sabía que su voluntad era mucho más poderosa que cualquier demonio que intentara frenarla.

“No mueras sin mí, Farah”, aquellas palabras hacían que la pelirroja sintiera que aún quedaba una esperanza por la cual vivir. Su mejor amigo Leonel contaba con ella, no podía defraudarlo. Habían hecho una promesa desde que eran niños y no importaba que ella estuviera en aquel hospital psiquiátrico, seguían unidos por un lazo mucho más fuerte que la sangre, pues Farah lo consideraba un hermano y siempre se recordaba que la familia no termina con la sangre.

Sentía cómo su cuerpo le suplicaba para que parara, pero no podía hacerlo, algo dentro de ella le decía que era necesario continuar.

—No eres débil, no lo eres —se repetía constantemente.

Cuando por fin logró llegar a un claro de luz se detuvo, parecía que el sendero no tenía final. Se sentía perdida, quizá moriría en aquel lugar y rompería su promesa. Tomó aire tratando de reprimir las lágrimas que amenazaban con salir de nuevo, estaba aterrada, no quería morir, por fin lo entendía.

Una vez que logró calmarse volvió a caminar, sintiendo cómo el viento jugaba con sus cabellos y hacía que su piel se erizara por sus dulces caricias.

A lo lejos logró divisar una luz, por lo que con las últimas fuerzas que le quedaban corrió hasta ella, pero se detuvo de golpe cayendo de rodillas por lo que vio: frente a ella se encontraba una niña pelirroja con un oso de peluche en la mano y la miraba con una sonrisa.

—Es bueno verte otra vez —susurró la niña.

Farah se quedó paralizada observándola, ¿ya estaba loca?, ¿dónde estaba? Tantas preguntas se acumularon en su mente, hasta que se dio cuenta de que conocía aquel lugar, era el bosque dónde se había perdido cuando era pequeña, todo por tratar de huir de casa de sus tíos; tenía sólo cinco años.

No pudo reprimirse más y rompió en llanto sintiendo el sabor salado de sus lágrimas que bajaba por sus mejillas hasta su boca. Estaba viendo a la niña que alguna vez había sido, la que había muerto.

—Has llegado, debes saber lo que significa —la niña volvió a tomar la palabra y le dio la mano a la chica para ayudarla a pararse.

—¿Qué significa? ¿Acaso…? —el terror en la voz de Farah se hizo presente.

—Sí, estás muriendo.

El viento volvió a soplar con mayor intensidad que antes, haciendo que las hojas a su alrededor se elevaran y su cabello se revolviera aún más, pero por fin lo entendía. Aquel día había estado en su habitación después de haber ido a la sala común, su doctor le había prohibido convivir con los demás como castigo por haber cortado sus muñecas, así que era evidente que iba a recibir un castigo mayor por haber desobedecido las regla, pero todo empeoró cuando se puso agresiva y se lanzó contra una de las enfermeras.

Todo había sucedido en cámara lenta y lo último que recordaba era estar en su habitación minutos antes de que el doctor entrara, pero ahora por fin lograba recordarlo: le habían inyectado una droga letal, querían matarla. Después de todo, su expediente ya estaba sellado como una paciente sin cura.

—Es momento de cerrar los ojos, Farah —susurró el doctor con una sonrisa macabra antes de inyectarle aquella droga.

Abrió los ojos para encontrarse nuevamente en aquel bosque junto con la niña que la observaba con tristeza.

—Ahora lo entiendes, ¿no?

Farah levantó la cabeza, ¿acaso era momento de tomar la decisión más difícil de su vida? ¿Tenía elección entre vivir o morir? Tal vez ese era el final, era momento de abandonar todo por lo que había estado luchando.

—Es tu decisión, Farah. Después de todo, ya estabas muerta desde hace tiempo, moriste desde que decidiste matarme.

Los ojos de la pequeña se tornaron llorosos, aún era doloroso recordar cómo había acabado con la niña que había dentro de ella, ese día había sido una tortura, recordaba haberse gritado frente al espejo: “Esta no soy yo, no lo soy, para”, antes de romperlo.

Farah no pudo evitar sentir un vacío en su pecho, estaba muriendo, pero antes de hacerlo estaba teniendo una lucha interna entre quedarse o dejarse llevar. Era extraño, pues momentos antes su mayor preocupación era mantenerse con vida.

—Lo siento, yo no quería que todo esto ocurriera —las lágrimas hacían que la voz de Farah se quebrara.

—Somos humanos, es normal equivocarnos —la pequeña trató de sonreír.

—Lo siento, realmente lo siento, por favor perdóname —Farah apretó los puños, haciendo crujir algunas hojas por la presión.

—Te perdoné hace mucho tiempo, después de todo siempre hemos sido una sola— susurró encogiendo los hombros.

Aquellas palabras se clavaron en su pecho haciendo que por un momento perdiera el aire; pero la niña tenía razón, ahora sólo faltaba que ella se perdonara por todo lo malo que había hecho.

Sus hombros temblaron mientras trataba de incorporarse para ver a la niña, el viento hacía que su cabello cubriera su rostro, pero eso no impedía que lograra verla, era tal cómo la recordaba.

—Lo siento Leonel, pero no pude cumplir nuestra promesa.

Farah no vaciló al momento de tomar la mano de la niña, había tomado su decisión. Todo a su alrededor se volvió blanco, después de todo, había decidido cerrar sus ojos.

 

Etzalli Pardo Zepeda
Preparatoria 6
Publicado en la edición Núm. 12

La consciencia de la muerte

Encuentro personal Daniela Cervantes Castellón Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

Encuentro personal
Daniela Cervantes Castellón
Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

La noche se había impuesto ya sobre el crepúsculo hacia muchas horas. Había perdido la noción del tiempo viendo aquella película hollywoodense que insistía en que buscara mi destino. Salí a recorrer la misma callejuela de siempre, tan tétrica como de costumbre. Sin luces, con olor a los orines de algún borracho que se quedó tirado. Justo al final miraba la tenue luz que salía de la casa del drogadicto que tenía por vecino.

Cuando aún vivía con mi madre ella me decía que dejara de salir tan noche a la calle, que algún día un tipo se aprovecharía de mí. Yo siempre me burlaba y le respondía:  “Tu hija morirá virgen”, ignorando que cuando me salí de la casa hacía mucho tiempo que yo no era virgen, así que podía seguir escudándome con la misma mentira que ni yo me creía.

Irónicamente, cuando caminaba por la callejuela esos recuerdos invadieron mi cabeza. Quizá eran una premonición de lo que se aproximaba. Jamás olvidaré esa sensación de terror que me invadió al sentir justo detrás de mí la respiración de aquel tipo que olía a alcohol y orines, que parecía no haberse bañado en semanas y que además me daba casi el mismo asco que siento por mí misma en este momento.

Recuerdo a la perfección la sensación de tener en mí yugular su fría navaja. Aún tengo grabadas en mi memoria sus malditas palabras: “Si no gritas quizá te deje vivir” y cómo, al mismo tiempo, ponía sobre mi boca su inmunda y repugnante mano. Lo mordí con todas mis fuerzas y él sólo me volvió a decir: “Estoy tan acostumbrado al dolor que tu mordida es para mí como una caricia­­”. En ese momento supe que conocí al diablo hecho humano.

Tomó mis manos, me estrujó por la cintura y me llevó a su auto. Antes de subir me golpeó en la cabeza tan fuerte que dejé de sentir el frío de la noche, hasta que perdí el conocimiento.

Para cuando desperté ya no estaba en el auto. Me encontraba en lo más parecido a las cloacas que había conocido en mi vida, atada de pies y manos. Por un momento me sentí en un escenario de película de terror, y en ese instante mi verdugo entró en escena. Por primera vez le vi el rostro. Tendría algunos cuarenta y tantos, su cabello estaba largo y muy sucio, su estatura se acercaba al 1.90 y sus dientes estaban podridos. Su aliento era similar al de un cadáver en descomposición y su apariencia era la de un vagabundo. Volvió a acercarse a mí y no dijo nada, sólo me lamió la cara como si disfrutara de un rico helado. Yo le rogaba que no me hiciera daño y que me dejara ir. Él ni siquiera me escuchaba, siguió haciendo lo mismo.

Volvió a acercarse a mi oreja derecha para decirme la aberración más horrible que yo había escuchado en mi vida: “Desde hace meses te observo, eres como un pastelito, joven, dulce y muy linda; ideal para cogerte, pero como sé que tu jamás te acostarías conmigo tuve que raptarte para disfrutar de ti. Te voy a tener que violar”.

En ese momento sentí que el corazón se detenía, que la sangre ya no llegaba a mi cerebro. En verdad deseé estar muerta, dejar de respirar, dejar de oír y de sentir. No quería que aquel hombre me hiciera suya, me daba asco.

Yo le grité que sólo muerta sería suya, que antes me matara porque yo no quería vivir una sensación tan horrible. Él se rió a carcajadas y se limitó a decir: “No, prefiero que veas cómo disfruto de tu cuerpo porque será la última vez que un hombre esté contigo”.

Volvió a sacar su navaja y con ella desgarró mi ropa. Primero me quitó mi camiseta de los Beatles, después siguió con mi pantalón de mezclilla que ya estaba rasgado por sí solos. Sólo dejó mi ropa interior y se alejó de mí por unos segundos. Noté  cómo me contemplaba en ropa interior y cómo disfrutaba verme muerta de terror.

Nunca había odiado a una persona tan intensamente en tan poco tiempo. En ese momento me arrepentí de haberme vestido con un sexy brasier y pantaletas de encaje.

Cuando lo vi abalanzado sobre mi pensé en todas la veces que me había acostado con otros hombres, en cómo fingía placer para recibir dinero de ellos, porque a eso me dedicaba. Era un joven prostituta. A mis 18 años ya había perdido la cuenta de todas las veces que lo había hecho. Para mí era totalmente normal tener sexo todos los días. Así que pensé en fingir placer, tal vez así el desgraciado me dejaría vivir, sin imaginarme que sería peor.

Cuando comencé a fingir el orgasmo mi maldito agresor se molestó y me ladró: “Algo estoy haciendo mal, no quiero que sientas placer, tu sufrimiento me excita, así que tendré que tomar otras medidas”. Sacó de nuevo su navaja y el muy desgraciado comenzó a  hacer pequeños cortes en mis senos. Yo comencé a gritar de dolor. Me sentía indefensa, humillada. No podía entender cómo cabía tanta maldad en una persona. Él comenzó a disfrutar de su acto aún más, mientras yo moría lentamente.

Sus penetraciones eran tan intensas que desgarró mi cérvix. Yo ya no soportaba el dolor interno, ni el de mis pechos. Su mirada de placer me causaba un repudio enorme y la impotencia que sentía al no poder hacer nada me estaba matando también el alma. Me sentía mareada y aturdida como cuando me golpeó en  la  cabeza y de nuevo perdí el conocimiento.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Para cuando desperté el sol me encandilaba y ya no estaba en las cloacas de la noche anterior. Me encontraba envuelta en una sábana manchada de sangre abandonada a orilla de la carretera, frente a un edificio en construcción. Quise buscar algún conductor que pudiera ayudarme pero no se miraba pasar a nadie, raramente la carretera estaba completamente desierta. Comencé a caminar, con todo el dolor, como era de esperarse.

Llegué hasta una casa muy bonita y entré con la esperanza de encontrar a alguien pero estaba vacía. La puerta estaba abierta así que entré. Recorrí todas las habitaciones y en una de ellas estaba extendido sobre la cama un lindo vestido blanco y a su lado unas zapatillas del mismo color. Ninguno mostraba señales de uso y al estar completamente desnuda me adueñé de ambos para arroparme. Frente a mí había un espejo donde podía ver los golpes que tenía en la cara y mi cabello completamente desordenado. Entré al baño a lavármela y ahí había un cepillo que usé para arreglarme un poco.

No estaba muy segura de volver a mi casa, así que acudiría con la única persona con la que me sentiría segura: mi madre, a la que hacía tres años que no veía, los mismos que tenía de prostituta. Supuse que al principio no me aceparía pero sabía que con el tiempo me perdonaría.

Cuando llegué a su casa toque la puerta, ella la abrió y al verme la volvió a cerrar como si no hubiera visto a nadie. Por más que le supliqué que me recibiera ella no volvió siquiera  acercarse a la entrada, hasta que me di por vencida y esperé afuera. Me resigné a bordarla en la primera oportunidad que saliera. Para cuando salió ya habían transcurrido cerca de tres horas. Le hablé pero ella me seguía ignorando. Iba vestida completamente de negro. Supuse que se dirigía al cementerio a ver la tumba de mi padre, pues si mis cálculos no fallaban era su aniversario de muerte número 13. Así que decidí alcanzarla en la tumba yéndome por un atajo.

Al llegar al cementerio me senté a esperarla unos minutos. Me pareció raro verla venir hacia mí en compañía de unos hombres que cargaban un ataúd. Ella se miraba muy triste, parecía que había llorado por muchas horas seguidas.

Cuando llegó hacia a mí y de nuevo me ignoró me llené de terror y comprendí una cosa: la persona por la que mi madre lloraba y se vestía de luto era yo. La persona del ataúd era yo, mis deseos se habían cumplido…

Nunca en mi vida había deseado abrazar a mi madre como en ese momento. Le quería pedir perdón por haberme convertido en lo que fui, por haber mandado a la basura todo su esfuerzo para sacarme adelante a pesar de que mi padre nos dejó. Le quería decir que la amaba cuando ya no podía. Me sentía más impotente que en el momento en que aquel monstruo estaba abusando de mí.

La tumba se abrió y metieron mi ataúd, mi madre con el alma destrozada y la voz quebrada me dijo sus pablaras de despedida: “No sé si me escuches o lo sepas pero en este momento te pido perdón por no haber estado a tu lado, por no haberte dado la atención que te merecías. Siempre quisiste volver a ver a tu padre, ahora espero que se reúnan y sean muy felices. Nunca olvides lo mucho que te amo. Descansa en paz, hijita mía”.

Hubiera querido detener el tiempo y nunca haberme ido de su lado. Siempre viví de prisa, sin valorar lo que mi madre me ofrecía, preferí la calle y sus placeres. Para cuando quise enderezar el camino ya era demasiado tarde.

Estaba confundida no sabía que esperar. Cuando mi madre se fue me quede sola y apareció un hombre que hacía años no veía; mi padre. Lo abrace y llore desconsolada, le conté todo lo que había vivido.

Él sólo me miró, me abrazó y me susurró al oído: ­– Despierta, mi pequeña Alice, ve y vive tu vida que aún no es tiempo de que estés conmigo. Te amo.

Eran las 12 del día. Me levanté con la peor resaca del mundo, envuelta en una sábana blanca, había tenido el sueño más raro de mi vida y no estaba segura si creerlo pero sabía a dónde dirigirme y lo que tenía que hacer.

 

Elizabeth García Gómez
Escuela Regional de Educación Media Superior de Ocotlán, Módulo Tototlán
Publicado en la edición Núm. 12

 

Brillando en nostalgia Aislinn Arguelles Rojas Preparatoria Regional de El Salto

Brillando en nostalgia
Aislinn Arguelles Rojas
Preparatoria Regional de El Salto

Penal

Todo el día hablaba de fútbol: en la primera cita, en el parque, en el café de las 17:00 horas.
No se callaba: que si el tiro de esquina, que el partido de ayer, que si el árbitro vendido.
Estaba enfadada. Así que salió disparada la bala y ¡GOL! justo en medio de los ojos

Imelda Lizette Ledezma Carbajal
Preparatoria 7
Publicado en la edición Núm. 12

Lira alienígena Daniela García Barragán Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

Lira alienígena
Daniela García Barragán
Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

Me lo dijo el coronel

—No es por nada, pero pienso que ellos son demasiado unidos, ¿no lo crees? —hizo énfasis en el “demasiado”, mientras que con las cejas arqueadas me observaba con un tono burlón.
—No lo creo, son amigos, o bueno, camaradas, tienen ideales parecidos, luchan por el mismo fin y en contra del mismo mal; se odien o no, tienen que estar juntos, es un tema estratégico.
—Sí, lo es, pero no me digas que el estar siempre tomados de la mano les ayudara a derrocar a Batista.

Fernando Cocolán Villegas
Preparatoria 7
Publicado en la edición Núm. 12

Cuando mueres

—Abuelo, ¿qué pasa cuando se mueren las personas? —dije balanceándome en un solo pie, con una voz muy tímida.
El abuelo tomó mi hombro y respondió: —Cuando mueres, los matasanos se limitan a dar una explicación científica, que dice algo así: ha muerto, porque su corazón ha dejado de latir. No es que aquel corazón hueco haya, por la presión de los años, dejara de latir; lo que ha sucedido aquí, es que su alma se ha desencadenado de ese mórbido saco de huesos y se ha librado del cautiverio.
Tragué saliva y le pregunté:
—Abuelo, ¿los muertos son malos?
Y el abuelo sonriendo respondió:
—Teo, ¿acaso yo soy malo?

 

 

Arath Azael Castro Mendoza
Escuela Vocacional
Publicado en la edición Núm. 12

Dicho

Donde hubo fuego, cenizas quedan. Al menos eso dijo mi madre en algún punto de su vida. Tomé la cuerda y la amarré en el techo.
Donde hubo fuego, cenizas quedan. Tomé la silla de madera y la coloqué debajo de la cuerda suelta.
Don… hubo fuego ¿cenizas quedan? Tomé a aquel hombre y lo obligué a pararse sobre la silla.
¿Donde hubo fuego, cenizas quedan? Cuando la soga estaba alrededor de su cuello él comenzó a llorar.
—Donde hubo fuego…
—Hija…
Pateé la silla y mi padre colgó de aquella cuerda.
—Cenizas quedan.

 

Miranda Elizabeth Guillén Llanas
Preparatoria 2
Publicado en la edición Núm. 12

De amor no sufriré nunca más Mónica Estefanía Gandarilla Muñoz  Preparatoria Regional de El Salto

De amor no sufriré nunca más
Mónica Estefanía Gandarilla Muñoz
Preparatoria Regional de El Salto

La rutina

Cada día despertaba a mi esposa con un tierno beso en su frente, preparaba el desayuno y se lo llevaba a la cama. Después le ayudaba a cambiarse y le ponía su perfume favorito. Cada mañana me despedía de ella antes de ir a trabajar. Cada tarde terminaba de trabajar y regresaba a casa. Al llegar, ella me esperaba en el sillón viendo la televisión. Cada noche preparaba la cena, nos sentábamos en el comedor a cenar y le hablaba sobre mi día. Cada noche llevaba a mi esposa a la recámara después de bañarme y le ayudaba a ponerse su piyama.

Cada noche lloraba esperando a que ella regresara. Cada noche me arrepiento de haberla matado.

 

 

Vanessa Mardueño Zepeda
Preparatoria Regional de Autlán
Publicado en la edición Núm. 12

Cita

Pasé media hora platicando con ella en el parque. Ya había conseguido el coraje para invitarla a salir, y antes de que pudiera articular palabra ella dijo: “Voy a retirarme”. Se levantó, extendió sus alas y se fue.

 

Karla Elizabeth Martínez Cruz
Preparatoria 12
Publicado en la edición Núm. 12

Ángeles María de Jesus Madrigal Birueta Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

Ángeles
María de Jesus Madrigal Birueta
Preparatoria Regional de Autlán de Navarro

¿Por qué nos gustan tanto los cuentos?

Los cuentos, desde su milenaria cuna oral, han dado estructura, motivo y razón al mundo y a la humanidad. ¿Qué son si no cuentos las mitologías antiguas y los relatos cosmogónicos que abarcan las culturas indoeuropeas hasta las propias de América? Desde entonces los cuentos nos explican, modelan y tranquilizan, aunque sean brevísimos o se desarrollen al otro lado del planeta. El cuento podría estar impreso en el ADN humano de tan antiguo que es.
Los cuentos son, casi siempre, microcosmos que se conciben en las primeras frases y colapsan con el desenlace. Y, aunque su origen sea el valor aleccionador, estos nos han permitido escapar de nuestra realidad, vivir en otros mundos, conocer infinidad de personajes y entretenernos una y otra vez. Leer un cuento es reconstruir un mundo ajeno haciéndolo propio.
Sobre ello, Jostein Gaarder comenta que, como no es necesario aprender a respirar ni recordarle a nuestros corazones que deben latir, tampoco necesitamos aprender a escuchar cuentos y mucho menos a contarlos nosotros mismos. Para el narrador y filósofo, el cuento es una forma de comprensión de los seres humanos y, como tal, prevalece por sobre toda diferencia cultural.
Practiquemos esta experiencia milenaria en las siguientes páginas, presiona el botón de modo cuento en tu interior y disfruta de estos viajes.

Anja Aguilera*
Publicado en la edición Núm. 11

 

 

*Originaria de Zihuatanejo, Guerrero. Estudió Letras en la UNAM y se dedica a la corrección de estilo, la escritura creativa y la fotografía. Es autora del libro-fichero Prímula piel y coordina, junto con Miguel Reinoso, las tertulias literarias “2 poetas 2 y una musa” en Guadalajara desde 2015.

Una soledad más honesta

La foto salió Aislinn Arguelles Rojas Preparatoria Regional de El Salto

La foto salió
Aislinn Arguelles Rojas
Preparatoria Regional de El Salto

¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal de un mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.
Gabriel García Márquez, “Eva está dentro de su gato”

A las tres en punto salió del café D´val, en el 688 de la calle Pedro Moreno, la tarde pasaba más lenta que de costumbre, aún tenía una hora para comer antes de ir a su próximo compromiso, caminó seis cuadras hasta llegar al Mercado Corona, pero esta vez prefirió comer enfrente, en una pequeña fonda que había visitado anteriormente. Esa ocasión pidió el guiso del día, un plato de carne en su jugo, aunque siempre había sido fiel al filete de pollo con frijoles fritos, tolerable para los 25 pesos de su costo. No había mesas disponibles y esperó a que un lugar estuviera libre. La mesera la llevó a la mesa trece del segundo piso, era una mesa naranja para cinco personas con sillas azules, que daban de frente a un espejo, dando la posibilidad de ver a las demás personas comer. Mientras esperaba que le trajeran su plato, miró en el espejo un rostro que apenas reconoció, se dio cuenta, que estaba terriblemente sola, o por lo menos ella lo sentía así.

No era una soledad verdadera, más bien interior, pensó, venía de una reunión con los compañeros y en media hora se hallaría en el Bolerama con sus amigos de preparatoria, entonces, ¿por qué se sentía sola? Llegó su orden y a la par de los bocados que introducía en su boca, crecía un sentimiento de extrañeza en su garganta, las pupilas se sumergían en un espejo donde no podía encontrarse, sólo podía ver a las personas a su alrededor, una familia comiendo a la derecha, un par de amigos atrás y a la izquierda, y en un rincón una señora que parecía estar igual de sola que ella, con la diferencia de que estaba hablando con alguien por teléfono. Así continuó y mientras tragaba un bocado, pensaba que todas esas personas estaban menos solas que ella. Bocado, soledad, bocado, soledad, bocado…

Aún no terminaba de dar vueltas al asunto cuando el plato ya estaba limpio, se paró de la mesa, bajó las escaleras y pagó sin dejar propina. Salió de la fonda y caminó con dirección al compromiso que tenía en veinte minutos. En el camino se encontró con cientos de rostros desconocidos y con la certeza de sentirse rechazada por sí misma. Caminó y dio vuelta a la derecha, siguió recto por la ruta que siempre tomaba, Juárez, después Colón, no por ser el camino más rápido o corto, sino porque era el que sus pasos conocían a la perfección.

Tres metros, volantes de comida china, cinco metros adelante, becas para escuelas de inglés, cuatro metros más, un artista callejero pintando con gises el suelo, paisajes que poco a poco son borrados por los pasos de la gente que va ciega y con prisa, seis metros, un semáforo que los peatones difícilmente respetan, y así hasta llegar a la terminal de la ruta. Corrió para alcanzar el camión, intentando ignorar el dolor que se hacía presente en su rodilla siempre que corría sin calentar. Subió las escaleras, después recibió la mirada de recelo del conductor por pagar con Transvale y se sentó en el lugar más cercano a la puerta trasera, como era su costumbre, para evitar el tránsito interno del pasillo.

Llegó de golpe la siguiente zarpada, cerró los ojos y no había nada esta vez, ni recuerdos o fantasías poco alcanzables, lo que de costumbre encontraban allí al comprimir la vista, abrió los ojos asustada con esa revelación, y prefirió no cerrarlos de ahora en adelante y mejor observar por la ventana. Bajó del bus y optó por llegar hasta adentro creyéndose atrasada en tiempo, se dirigió a la taquilla del boliche, aún no llegaba nadie, miró la hora en su teléfono, era comprensible, llegó unos minutos antes, y conocía los retrasos que siempre cometían sus compañeros.

Esperó en la entrada, se sentó en un lugar que diera de frente a la calle, aunque el sol le daba de lleno y le cegaba la vista. Diez minutos, no se veía venir nadie, veinte minutos, las cosas no habían cambiado mucho, treinta minutos eran suficientes para hacer una llamada y preguntar qué pasaba.

–Oye, ¿qué pasa?, vienes algo tarde.
–En realidad no podré ir, disculpa, estoy un poco ocupado, hablamos después.

Colgó. Dio por hecho que los demás tampoco venían en camino, reparó en la situación, entonces decidió llamar a alguien a quien siempre acudía cuando se sentía quebrada.

–¿Está en su casa?
–Sí, ¿por qué?, ¿necesitaba algo?
–Sólo quería saber si no le molesta que lo visite.
–No, en realidad estoy aburrido.
–Está bien, lo veo en 15 minutos.

Aún no colgaba cuando ya iba en esa dirección, de camino tomó una hoja que le cayó en la cabeza y descubrió con su tacto toda la geografía, también se hizo de una tapadera de refresco, la hizo cruzar el pavimento, piedras de empedrado y tierra, de patada en patada. Llegó poco después de los quince minutos, tocó a la puerta, él abrió y ella se fue de paso hasta su habitación, quitó la ropa sucia que estaba en el suelo, recorrió unos zapatos y pateó la basura debajo de la cama, después se tiró al suelo y volteó al techo aún con temor de que al cerrar los ojos no vería nada. Contó la pequeña plaga de hormigas que se metía en una grieta en la esquina. Fueron trece.

–Me siento sola.
–Usted siempre está sola.
–Esta vez es diferente
–¿A qué se refiere?
–Creo que ahora me pesa estarlo.

La mesera llegó con la cuenta en la mano, ella apartó la vista del espejo y miró un plato vacío, se paró de la mesa, bajó las escaleras, pagó sin dejar propina, salió de la fonda y caminó en dirección al compromiso que tenía en veinte minutos.

 

Karla Elizabeth Martínez Cruz
Preparatoria 12
Publicado en la edición Núm. 11

Sin pluma ni tintero

En la calle De las Margaritas contando el número 87, se encontraba una hermosa casona, de edad indistinguible, esplendorosa a la vista como cada uno de los bienes que poseía el importante dueño, cuyo apellido podía leerse en letras doradas sobre brillante placa que decía: “Familia Almonte, gente de palabra honrada”. Y mirando dichosa placa como por primera vez, un viejo cartero lanzaba discretamente una carcajada incrédula, mientras depositaba un puñado de gordos sobres dentro del magnífico buzón.

Levantando su gorro, deseándole un buen día al arrugado mensajero, un hombre bien vestido, pero sin llegar a elegante, cruzaba por la bella puerta de herrería, dispuesto a investigar el contenido del refinado casillero.

–¡Rosalía! ¡Mire cuántas cartas han llegado! Una docena para su padre y otras dos para quién sabe –decía en voz alta el atrevido joven, quien tranquilamente entraba por el finísimo portón de madera.

–¡Pero si me ha dado un buen susto, entrando así como si de su casa se tratara! –respondió Rosalía algo alterada.

–¿Qué no me ha dicho usted que ésta es como mi casa, Que puedo pasarme por aquí cuando quiera, que no hay ningún problema?

–No lo decía tan literal, pues al menos podría tocar a la puerta.

Dando un profundo respiro primero, soltando una coqueta risa después, la joven se acercó al muchacho y plantándole dos besos, uno en cada mejilla, le invitó a tomar asiento mientras separaba cuidadosamente los voluminosos sobres.

–¡Doce cartas para mi padre! –se quejaba molesta–. Y no son las primeras.

Me hubiera avisado que saldrían tanto tiempo fuera, pero ese hermano mío puede ser tan cabeza dura. Ahora diga usted, ¿quién cree que debe reenviar toda esta correspondencia?

–¿Y por qué no le avisa a esos que envían las cartas que el señor de la casa no se encuentra? –preguntó el joven aun estando de pie, con un tono de voz que sugería que ya se imaginaba la respuesta.

–¡Porque no les conozco! –exclamó ella irritada y después de una breve pausa continuó–. Banqueros, funcionarios, burócratas… ¡Sabe lo mucho que me disgusta esa gente! Además no podría estar menos interesada en los asuntos de mi padre, manteniendo estas relaciones… ¿se imagina para qué? No, usted no podría saberlo. ¡Usted tampoco conoce a esa gente!

Rosalía calló de repente analizando sus palabras, se hizo un silencio desagradable, donde el joven, satisfecho con la respuesta pero a la vez apenado, se arrepentía de su manía de hacer preguntas provocadoras, como también ella deseaba a veces poder ser menos directa y pensar mejor en lo que decía.

–Veo que ha podido leer los destinatarios en los sobres –articuló rápidamente la joven para iniciar una conversación de nuevo.

–Así es, amiga mía, ya no me es complicado leer textos cortos, aunque los más largos siguen siendo problemáticos. ¡En cuanto veo amontonadas muchas letras me pongo de nervios y se me olvida cómo pronunciar cada una! ¡Ah, pero no se preocupe que si estoy tratando con el libro que me ha prestado, y aunque un poco lento, he leído yo solo desde la página dieciocho hasta la cuarenta y ocho!

Al escuchar todo esto una sonrisa se dibujó en el rostro de Rosalía, alegrada por el progreso que presentaba su amigo.

–Tal vez pueda enseñarle a escribir de una buena vez –sugirió ella.

–¡Y que si no me gustaría! –contestó alegre–. Pues ya que hablamos de cartas, justamente ayer pensaba en cómo quisiera enviar una. Pero ¡pobre de mí que no puedo ni sostener bien una pluma!

–No se preocupe –dijo la joven riendo–, que a eso yo le enseño, aunque nos tomará un tiempo. Por ahora yo escribiré su carta.

Dirigiendo al muchacho hacia el despacho de su padre, se sentó Rosalía en el elegante escritorio del jefe de la casa y tomando una pluma, tintero y papel, preguntó con curiosidad:

–Entonces, ¿para quién es la carta?

–Para una mujer –respondió él suavemente–. Una mujer que admiro mucho.

–¿Acaso visitará a su madre? –cuestionó ella sorprendida.

–¡Oh, no, no, no! Mi padre no quiere verme ahí –opuso el joven de inmediato–. No. Es para otra mujer que he conocido y creo que ahora la amo.

–Ya me ha contado lo mismo antes y no ha funcionado una sola vez. ¿Cree que ahora ella sí le responda?

–¡Claro que lo creo! Esta vez sí va en serio –contestó firmemente.

–De acuerdo –asentó no muy convencida–. Y como sé que no me dará el nombre, ¿qué le parece si comenzamos así: “Mi queridísima niña”? Porque supongo que se trata de alguien joven.

–Sí, claro que lo es, es muy joven y muy bella.

–Bien –continuó algo escéptica–. Ahora dígame, ¿de qué quiere hablar?

–Pensaba iniciar con la frase: “Disculpe mi atrevimiento, pero últimamente…”.

–¡Usted es lo único en lo que pienso! –interrumpió emocionada.

–¡Exacto! ¡Justamente eso! Pero, ¿cómo lo supo?

–Lo sé porque recuerdo esa misma línea escrita en el libro que le he prestado –dijo traviesamente–. Si quiere que lo escriba, esperemos no se dé cuenta que lo ha sacado de una novela.

–¡Pero si se dará cuenta! Pues es una mujer muy inteligente, ¡y ha leído tantos libros que llenaría una biblioteca! –aclamaba exaltado.

–Disculpe que se lo diga, pero usted es siempre muy exagerado.

–Porque es la verdad, mire, mejor sigamos –aclaró su garganta–: “Usted es lo único que pienso, porque además de ser amable graciosa y sincera, tiene la sonrisa más tierna de la que haya dado cuenta”.

–¡Por dios! Debe ser un ángel –exclamó Rosalía riendo nuevamente–. Me parece que usted está tan enamorado que de verdad exagera, pero mire, a las mujeres nos gusta que nos hablen bonito, por eso lo dejaré así. Como sea, al grano, ¿cuál es el mensaje principal?

–Sí, veamos: “Es por ello que ya desde hace un tiempo he pensado realizarle una proposición: Quisiera que usted se casara conmigo”.

–¡Que se case con usted! –volvió a interrumpir la escribiente–. ¿No le parece muy repentino?

–Ya hace tiempo que le conozco –respondió el joven confundido.

–No es eso –aclaró ella–, es usted que no está en condiciones para realizar una boda.

–Eso no será problema, nos casaremos cuando pueda pagarlo todo. Sólo quiero que ella se entere de una vez, para que pueda pensarlo.

–Bueno, sabrá usted –dijo resignada–. Sepa que me gustaría poder ayudarle, pero conoce a mi padre, usted a él mucho no le agrada.

–No se preocupe, no me tiene que ayudar. Lo que ya ha hecho por mí es demasiado y nunca podré pagarle.

–Bien, basta ya de eso y volvamos al papel –decía ella ruborizada–. ¿Cómo le gustaría continuar su carta?

–“Si no puede ser pronto –continuó él, pensando cada palabra–. Esperaré el tiempo que sea necesario. Sepa que mis sentimientos son sinceros, que mi amor es sólo para usted y la haré feliz el tiempo que estemos juntos”.

–De verdad que esos libros que le he prestado le han afectado algo. Mire qué romántico se ha vuelto usted, aunque sigo pensando que es algo exagerado.

–Le digo que no exagero…

–¡Pero que sí lo hace! –replicó la joven fingiendo estar enfadada, pues en realidad le divertía esa conducta recurrente de su amigo.

Rosalía se levantó y buscando entre las cosas de su padre, encontró un sobre blanco. Firmó la carta con el nombre del muchacho, le metió en el sobre y se la presentó al joven, quien apenas la tocó con las puntas de sus dedos cuando ella sin soltarla recordó algo importante.

–¡Espere! No le he puesto al sobre la dirección del destinatario.

El joven se mantuvo en silencio un momento y sin tomar la carta dijo finalmente en voz alta:

–La dirección es calle De las Margaritas, número 87, dirigida a la señorita Ana Rosalía Almonte.

Ella no volvió al escritorio, no apuntó la dirección. Sostenía el sobre con manos temblorosas, con las mejillas rojas, con la sonrisa más tierna de la que él haya dado cuenta.

 

José Carlos Danell Haddad
Preparatoria 15
Publicado en la edición Núm. 11

Padre

─ ¡Ya cállense! ─suplicó a berridos, mientras se cubría los oídos con la almohada.

Se soñó escritor.

Padre de un manuscrito esférico. Con parsimonia, pasó la vigilia que no se termina, que se prolonga, que sólo se convierte en pesadilla. Placebo para intentar soñar. Para creer que se soñó.

Amnesia, dulce engaño.

Al iniciar el día, Él había continuado con naturalidad su labor cósmica: se encargó de que la materia siguiera atrayéndose mutuamente, aunque, aumentado el espacio que la separaba, trazando más grande el infinito. Vigiló que los segundos no variaran su estricto compás áureo, que los neutrones de los púlsares no intentaran rebelarse alterando la radiación electromagnética de sus revoluciones, que Venus no cambiara su rotación en sentido de las agujas del reloj, que el día pudiera continuar como otro de sus sueños.

Después de escribir el guion de la representación teatral, comenzó a abrir los ojos, retirándose con los nudillos la secreción de polvo estelar acumulada en la comisura de los párpados. A decir verdad, Él no necesitaba dormir, sólo gustaba de soñar; deteniendo el tiempo, tranquilo de seguir ejerciendo poder sobre las melifluas notas que volaban como entrelazadas cuerdas, dándole un timbre a los colores, creando un iracundo estruendo con los erráticos fotones.

Vivía en dos tiempos. Vivía dos veces.

Delimitaba su día sin regirlo por un sistema sidéreo, lo hacía consultando los latidos de su corazón, la diástole de un hoyo negro destellando intermitencia de rayos X.

Con pesadumbre, alivió la carga del automatismo matutino sirviéndose el desayuno. Comió su platillo favorito: sopa de condensado fermiónico. Sereno, sintió cómo el superfluido a una millonésima de grado sobre el cero absoluto le helaba la boca, masajeando sus papilas, viajando como tenues ondas que morían en breve. El sabor de las partículas elementales siempre lo ponía de buen humor.

Visitaba los sistemas estelares con la convicción de centinela omnipresente; viajaba tranquilo de un lugar a otro, comiendo un helado de neutrinos sabor electrónico, aprovechando sus oscilaciones. Así, en Alfa Centauri era sabor muónico, y al llegar a Sirio, su mano sostenía un barquillo de helado tauónico casi derretido.

Le gustaba jugar a la rayuela creando nuevas constelaciones (obligado a hacer más estrellas para satisfacer tal capricho), trazaba sutiles líneas, cuidando con precisión la posición de cada una, perfecta, uniforme. Como un niño, dando pequeños saltos perfectamente ubicados, trataba de convencerse de que algún día, en algún momento, podría equivocarse y pisar la raya. Equivocarse, privilegio del que nunca gozaría.

Creado el Universo, la mitad de su rutina consistía en recordar los aconteceres en una línea del tiempo de dimensiones ridículas. Cuando pasaba las tardes descansando en alguna nebulosa, presenciando el interactuar de las fuerzas fundamentales en los quarks que creó en la oscuridad (es mi deber aclararle al lector: le molestaba la arbitraria justificación gramatical del nombre Quark, siempre tuvo desagrado por Finnegan’s Wake: ¿cómo Joyce se atrevió a la realización de un acto tan impío como lo es inmortalizar una resurrección con vodka?) era más consciente de que lo sabía todo, de que todo se dilataba para volver a implosionar; entonces se preguntaba si su trabajo tenía sentido. Esbozar amaneceres, definir la Historia, trabajar con decisión, darle tinte a los ocasos, apagar las luces: comenzar de nuevo. ¿Acaso los humanos se mofaban de Él cuando idearon a Sísifo? Era mejor callar, se había inquirido lo mismo el día anterior.

El director de la Orquesta, de la Obra; a fin de cuentas el telonero.

Su calefacción en el frío del espacio era la ebullición del microcosmos originada por el juego de los electrones de valencia, enlazándose con gozo, haciendo un calambur de la materia. Así todos los días: reversibles, extrapolables. Se podía comenzar por el final, terminar por el principio, un palíndromo monótono. Ser El Todo y crearlo todo, impregnando su espíritu en aquello que ocupaba espacio, transmutado en una alotropía absoluta.

Víctima del aburrimiento creó al hombre, ser que nacía de la tierra a la que volvería al morir (reconocía la pretenciosidad de tal concepto). Le dio un nombre, un reino llamado Universo, una gallardía mortal, una tendencia a perecer para glorificar su existencia. Adán, rey, formado por minerales cenozoicos, hidratado por el plasma de éter que le recorría la aorta. Eva, reina, postrada en un altar, preñada de libertad.

Al darse cuenta el macho del vigor de sus testes y la hembra de la fecundidad de su vientre, otorgar vida a los humanos se volvió un trabajo perpetuo. “¿Por qué no los castré cuando pude?”, se recriminaba melancólico, moldeando la masilla con los dedos, preparándose a exhalar. No solamente debía crearlos, debía darle razón a la presencia de cada uno de ellos. Pero Él continuaba solo, encargándose de narrar todas las historias sin detenerse a leer la suya.

Quizás Él también era una idea. Quizás era el único sueño que se soñó a sí mismo.

Así cavilaba Dios antes de dormir, condenado a ser, único castigo que le heredó al hombre.

Había comenzado a sufrir esquizofrenia nocturna desde hace más de cien mil años. De pronto, las voces inundaron nuevamente el interior de su cráneo (¿cómo se propagaba dicho sonido en el vacío?). Dirigió su mirada a la Tierra: eran los hombres, orándole.

─ ¡Ya cállense! ─suplicó a berridos, mientras se cubría los oídos con la almohada.

 

Leonardo Miguel Gutiérrez Arellano
Preparatoria Regional de Santa Anita
Publicado en la edición Núm. 11

Look down Alison Alexa Valadez Olivares Preparatoria Regional de El Salto

Look down
Alison Alexa Valadez Olivares
Preparatoria Regional de El Salto