Cataclismo

Era un mundo muerto. Nadie supo que le pasó. Los árboles ardieron, el agua se hizo roja, el aire apestaba a cobre. Desde el cielo amoratado, la luna destrozada mira sollozante los restos de lo que fue vida, cuando sus lágrimas caen sobre la tierra marchita el suelo se estría con brotes plateados.

 

María Fernanda Moncada Vázquez
Preparatoria de Tonalá Norte

Narradores: dadores de vida

¿De dónde surge la necesidad de leer y crear historias? Habrá que hurgar en nuestra consciencia para poder determinarlo de manera honesta. Si me preguntan a mí, me parece que la vida y la existencia misma son un ejercicio perpetuo de narrar historias. Nuestra propia civilización fue construida a base de narraciones que, de algún modo, pretendían dotar de sentido a lo que ordinaria y extraordinariamente acaecía día con día. Escribir historias es, por lo tanto, un acto natural que surge de la necesidad de comprender a nuestro entorno. Así, nos contamos cuentos para recordar, para conocer, para experimentar e incluso para soñar y no dormir.

En el momento justo en que nos disponemos a crear un relato gestamos vida a través de las palabras. Nos convertimos en pequeños dioses por el poder que nos confiere la pluma y el papel, por el ímpetu de la voz y el aliento. Dioses erráticos, generosos, ingenuos, locos si se quiere. Pero dioses -al fin y al cabo- de universos (im)posibles. En este número de Vaivén, los cuentos de los que disponemos parten de un mundo un tanto conocido por nosotros: atiborrado de incoherencias, de injusticias inaceptables, de personajes irresponsables, donde no obstante, hay lugar para la transgresión. Una suerte de ajuste de cuentas.

Mientras que en términos fisiológicos la procreación es entendida como uno de los fines últimos del ser humano, el medio que asegura la preservación del hombre;  la narración por su parte, nos otorga también la facultad de dar vida, de perpetuar la fantasía, re-crear el movimiento del existir y quién sabe, en algún momento sea un camino más corto para trascender.

Vanessa Cabuto Enríquez

 

Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Es docente en las preparatorias 3 y 12. Ha participado y coordinado proyectos que promueven la lectura y la creación literaria. En el año 2017  fue antologada en la Antología literaria de docentes del SEMS Mar de Voces, en la sección de narrativa.

Blanca

“…Qui tollis peccata mundi, exaudi nos, Domine”, levantó el cáliz y las siete velas dejaron de arder.

Una lluvia de balas irrumpió por la puerta de la sacristía. La asamblea, en pleno horror, huyó desesperadamente. María recibió un impacto en la cabeza y sus hijos la agitaron en un triste intento de hacerla reaccionar; también fallecieron. Ramón arrastraba el herido Joaquín, quien se empapaba poco a poco la camisa de sangre. Ramón quiso salir por la puerta que da al convento, pero un proyectil lo dejó inmóvil en el suelo, en eso gimoteaba su hermano mientras sangraba profusamente. La familia Arámbula logró salir. Agachados y tropezando escaparon por la plaza entre alaridos y detonaciones. Llovía a cántaros y la visibilidad era muy pobre. Hermilio jaloneaba a Esthercita con fuerza, quien soportaba los tirones mientras castigaba a su otro brazo con el peso de su niña; una lloraba aterrorizada, la otra nomás pelaba los ojos.

─¡Se han de haber cruzado por Zapotlanejo!─, se alcanzó a escuchar entre todo el  alboroto.

Finalmente llegaron al 20 de la calle Madero. Hermilio cerró la puerta y llevó a su esposa e hija a la cocina.

─Alza a la niña, voy por el rifle.

Blanquita se aferró a su madre, quien le ayudó a meterse al hueco oculto en el muro, quedando de pie entre la pared del comedor y la que da a la calle.

─Allí quédate m´hijita, ¡y ni te asomes hasta que no esté todo tranquilo! ─ordenó.

La niña se quedó sollozando, con los pies hundidos en el barro y las cucarachas tapándole las piernas.

Esther regresó al zaguán con su esposo, quien ya había cargado el arma. No pasaron ni diez minutos. Golpearon la puerta.

─¡Abra, General, con una chingada! ─ladraron desde la calle.

─Son los federales ─pensó Esther, apretando su rosario.

Miró a su marido que había tomado el rifle y la apuntaba hacia la calle. Él pareció leerle el pensamiento:

─Son varios.

Al no recibir respuesta, empezaron a desbaratar la cerradura a marrazos.

Hermilio perdió la calma y disparó contra la puerta; apenas pudo despostillar la madera. Casi al mismo tiempo la puerta cedió y cayó hacia afuera, los soldados se hicieron a los lados y entraron. Esther corrió hacia la cocina cuando le dispararon en la pierna; uno de los intrusos la pateó en la casa y el lodo de su buta le manchó el rebozo. Penetró en su boca el amargo sabor a sangre. Trató de arrastrarse, no pudo moverse. A Hermilio lo desarmaron y lo amarraron de brazos y piernas a una silla en la cocina.

─¿Dónde tienen el parque? ─preguntó el comandante Diéguez, mientras sus esbirros destrozaban los muebles.

En el corral, Manuel, el más joven del grupo, disparaba con saña a las vacas y a las chivas.

Blanquita escuchaba todo el alboroto, enjuagándose las lágrimas con su pañuelo. No dejaba de llorar. Con las manitas se tapaba la boca, evitando ser oída. Imaginó de todo con el caos que tenía lugar a centímetros suyo. Estas penas no la dejaron más que rezar por el bien de sus padres. Hermilio nunca habló, a pesar de todo.

─¿Con atolito vamos sanando? Pues atolito vámosle dando.

Diéguez, harto, tomó del cuarto una imagen de la Virgen y lo golpeó viciosamente al general con ella hasta hacerla trizas. Los soldados se carcajeaban y le magullaban el cuello y la espalda a culatazos. Esther no pudo hacer nada y presenció toda la escena desde el zaguán. Enfurecida, insultó a los federales en tanto éstos se burlaban de ella, que se encontraba postrada junto al cancel.

─¡Qué viva Cristo Rey y santa María de Guadalupe! ─ dijo con las últimas fuerzas que le quedaban, no pudo despedirse de su marido.

Entrada ya la tarde los seis hombres se retiraron sin más rumbo a la plaza, donde se haría sumario de la operación. Uno de ellos se quedó a hacer guardia a unas cuantas puertas, en la esquina. Blanca esperó hasta no escuchar ni un alma, entonces, con todas sus fuerzas, apoyó en los ladrillos para salir del hueco. Cayó al suelo de la cocina, donde su vestido se tiño de rojo. Estaba ya todo tranquilo.

 

Fernando Daniel Nieves Camacho
Preparatoria Regional de Santa Anita

La salida de la puerta falsa

Viernes 24 de septiembre de 2016   El nuevo amanecer, San Pedro Tlaquepaque

“Los Caníbales atacan de nuevo”

Los caníbales una vez más asesinaron a una pareja joven, y como ya es de costumbre dejaron su marca en los cadáveres. Éstos fueron encontrados enfrente de la catedral de Guadalajara con las características cuencas de los ojos vacías.

¿Cuánto seguirá esta masacre? Hasta hoy ya son más de 40 personas asesinadas por esos criminales…

Desperté por un dolor agudo en la parte trasera de mi cabeza, sentía un frío indescriptible, ni siquiera sabía dónde me encontraba, traté de levantarme; sin embargo, no fue posible, estaba desnuda, tenía manos y pies atados, además de una mordaza en la boca. No me percaté de dónde estaba hasta que sentí la humedad y frialdad de la tierra bajo mi espalda, miré al cielo y me encontré con su mirada, la mirada que me conquistó cuando lo vi por primera vez, era tan bello alto y fornido, me hacía suspirar, entonces justo ahí entendí que era lo que hacía ahí.

Viernes por la noche, había sido un duro día en el trabajo, estaba cansada, estresada y muy alterada, ya que la noche anterior tuve una pesadilla siniestra en la que un hombre me secuestraba (sólo pensarlo resultaba tonto), así que seguí mi camino a casa; mientras caminaba, sentía que algo no estaba bien, como si alguien me estuviese siguiendo, apreté el paso para poder ganar un poco de distancia entre lo que fuese eso y yo hasta que al fin llegue a casa.

Me preparé una cena ligera y me dispuse a comerla. Mientras ingería el último bocado de mi cena escuché pasos en la parte de arriba de mi apartamento. Al principio me alarmé mucho, pero decidí guardar la calma. Subí a mi habitación armada con un cuchillo de cocina, iba con paso lento y decidido. Abrí la puerta  y me encontré con mi gato sobre la cama, suspiré de alivio, dejé el cuchillo en el buró que estaba a un lado de mi cama y me tiré en ella.

Tratando de conciliar el sueño escuché un ruido sordo en el baño, abrí los ojos para ver pero no alcancé a vislumbrar qué lo provocó, así que volví a cerrar los ojos. De nuevo escuché los pasos y al abrir los ojos observé a un hombre que me miraba fijamente. Sentí pánico, pero no me podía mover. Se acercó a mí y me tomó en sus brazos. Vi la jeringa caer.

Sábado 25 de septiembre 3:00 a.m.

Abrí los ojos confundida, ¿qué había pasado?, me incorporé y vi al hombre que me había raptado, me alejé lo más que pude de él, pero tenía grilletes en las muñecas. —¿A dónde me has traído? —pregunté alterada.

–Tranquilízate, si no lo haces el jefe nos va a hacer cosas malas —dijo cabizbajo.

Me conmovió cómo lo dijo, estaba tan asustado como yo e incluso estaba  más nervioso que yo. “¿Estás bien?”, pregunté mientras me acercaba lentamente a él. Me miró, tenía unos sorprendentes ojos cafés, una barba abundante y un poco desarreglada. “¿Tú estás bien?”, dijo con ojos llorosos y la voz cortada. Contesté que estaba bien, se levantó y salió de la habitación. Por alguna razón que aún desconozco sentí un pincho en el corazón al oír la preocupación en su voz, se veía tan confundido, sentía que debía ayudarlo.

Pasaron tres horas desde que me había dejado en la habitación, que estaba en orden, no había suciedad a la vista. Realmente no me sentía secuestrada, no había nadie que se preocupara por mí en esos momentos, me había mudado a Guadalajara hace dos semanas, no conocía a nadie ahí en mi trabajo era nadie. Había comenzado a trabajar en un periódico local, pero aún era nadie, ¿habrá sido por eso que me habrán secuestrado?, ¿para qué lo harían?, ¿fama?, ¿dinero? No lo sabía, lo único de lo que estaba segura hasta hora era que las cosas no mejorarían en un rato.

El sonido de alguien bajando las escaleras me sacó de mis pensamientos. Era él, traía una bandeja llena de lo que podía ser comida. “Te traje comida por si tenías hambre”, dijo con voz suave. La realidad era que no tenía mucho apetito, pero la acepté. Él se sentó al borde de la cama mirándome. “Lo siento”, dijo agachando la mirada. “De haber sabido no hubiese aceptado”. Posé mi mano sobre la de él, se estremeció. “Deja de pensar en ello, está bien sentir miedo, sólo no entiendo por qué aun así seguiste con esto”.

Hice una pausa al sentir las lágrimas calientes llenar mis ojos. “¿Por qué hacerlo?, ¿cuál fue tu razón?”. Comencé a llorar y tapé mi cara, él se colocó frente a mí y tomó mis manos. “No llores linda, no lo hagas, por favor. Eres muy linda para llorar”, dijo. “Entonces déjame salir, déjame ser libre, no me tengas aquí atrapada”, dije  tomándole las manos. Él se levantó y gritó: “¡NO ENTIENDES QUE NO PUEDO!,  si lo hago te van a hacer cosas malas a ti, Karhenina”.

Se veía tan alterado como si no pudiera hacer nada por mí. “¿Cuál es tu nombre?”, dije susurrando. Me miró y contestó: “Rudolf, me llamo Rudolf”, dijo tranquilamente y sentándose en la cama.

Parte de mí no se explicaba qué pasaba en ese momento, pero estaba segura de que algo comenzaba a surgir entre Rudolf y yo, algo que no estaba bien.

Domingo 26 de septiembre 10:00 a. m.

Me levanté por un aroma delicioso a macarrones con queso, realmente los extrañaba, desde que me mudé de casa de mis padres no los comía, abrí los ojos y vi a Rudolf sosteniendo un plato de macarrones. “Buenos días, hermosa”, dijo dirigiéndome una hermosa sonrisa. Me sonrojé un poco al momento que dijo eso, pero la magia desapareció al momento que sentí las cadenas arrastrarse. Rudolf notó la tristeza en mi cara. “Puedo quitarte las cadenas si prometes no hacer ninguna estupidez”, dijo señalando las escaleras. “Lo juro pero quítalas”, extendí mis manos y él sacó una pequeña llave de su bolsillo. “Bien, las quitaré ahora”.

Con cuidado introdujo la llavecilla en la cerradura de los grilletes y los abrió  con un giro seguido de un clac. Le agradecí y le dirigí una breve sonrisa sobándome las muñecas doloridas y enrojecidas. Me levanté cuidadosamente para estirarme un poco, había pasado en cama todo el día, me giré y descubrí a Rudolf mirándome. “¿Qué pasa?”, pregunté sonriendo. “Nada, sólo que aún no entiendo por qué te hicieron esto… Me refiero a que eres hermosa, física y emocionalmente, no te mereces esto, Karhenina”, dijo en tono afligido. “Entonces ayúdame a escapar”, le dije y me miró de manera severa. “¡Justo acabo de desencadenarte y estás pidiendo lo único que te dije que no hicieras!, ¡Karhenina entiende, por favor!”. Me tomó del brazo y me llevó de nuevo a la cama. “Me duele tener que hacerte esto pero no me dejas opción, debes saber que me preocupo por ti”. Tomó los grilletes y me encadenó de nuevo. “Por favor, entiende”. Agachó la cabeza y se marchó.

La habitación comenzó a oscurecerse, pues se veía que iba a llover. Tenía miedo de que comenzara la lluvia, desde pequeña siempre le he temido a los truenos y rayos y en ese momento sólo podía pensar en Rudolf, ¡como si él pudiese protegerme de eso!

Comenzó a llover ligeramente, mi ventana daba hacia un bello jardín muy bien arreglado. Si hubiese podido abrir la ventana lo hubiera hecho, ya que deseaba sentir las pequeñas gotas de agua cayendo sobre mis manos. Estaba concentrada en eso cuando Rudolf bajó las escaleras de nuevo. Esta vez traía una taza de té y galletas de canela, lo miré un poco avergonzada por mi actitud de hace rato.

“Siento lo de la tarde”, dije mirándolo. “No te preocupes, yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo”, dijo sentándose junto a mí en la cama. Su cuerpo era fornido y robusto, olía extrañamente bien, era un perfume que recordaba haber olido alguna vez en mi vida. Inhalé profundamente. “Nautica Black”, fue como si Rudolf hubiese leído mi mente. “¿Qué pasa?”, dijo mirándome. “Nada”, me sonrojé un poco y él, a su vez, sonrió. Sentí el impulso de recargarme en su hombro como si fuese algo instintivo, así que lo hice. Él no se inmutó en absoluto, al contrario, me correspondió tomándome la mano. Notoriamente le molestaban los grilletes de mis muñecas, pero no me iba a atrever a pedirle que me las retirara de nuevo, o no por un tiempo, si es que seguía ahí.

Comenzó a llover un poco más fuerte, lo que me hizo apretar la mano de Rudolf instintivamente. “Te da miedo la lluvia, ¿cierto?”, dijo el con tono juguetón.   “No la lluvia, los truenos y los rayos. De pequeña mi padre solía quedarse conmigo mientras llovía, decía que no debía temerle a nada, que debía ser fuerte, entonces me abrazaba y me dormía en sus brazos”. Rudolf me envolvió en sus brazos, me sentía tan pequeña pero segura. “Tal vez tu padre no esté aquí, pero yo te voy a proteger”. Cuando dijo esas palabras me quedé muda, no sabría si volvería a ver a mis padres, ni siquiera sabía qué iba a ser de mí en esos momentos o qué me esperaba mañana… ya no sabía qué pensar. Las lágrimas comenzaron a salir instintivamente y Rudolf se dio cuenta. “¿Qué pasa?, ¿fue algo que dije?”, dijo levantándome la barbilla. Sus ojos se veían tan compasivos. “No, no fuiste tú, es sólo que pensé qué será lo que pueda pasarme”. “Sólo haz lo que te diga y te juro que podrás estar bien”. Lo miré a los ojos y dije: “¿Lo juras?”, y mirándome juró.

No dijimos nada hasta ese momento. Sólo éramos él, yo, la lluvia y un delicioso té de arándanos. Se veía tan serio e interesante y fue entonces que me di cuenta de sus labios: se veían tan carnosos y suaves. Me entró la duda de si además de eso serían dulces como parecían, me moría por averiguarlo. Bajó la mirada. “Me estás mirando como si fuese algo de comer”, bromeó. Me disculpé y  me sonrojé. Me tranquilizó con un beso en la frente. “¿Qué haces?”, dije sorprendida. “Lo siento, ¿te molestó?”, dijo preocupado. “En lo absoluto, sólo me tomaste desprevenida”, dije sonriendo. Dijo que tenía una sonrisa encantadora mientras miraba mi boca. “Quisiera… olvídalo, es tonto”, dijo agachándose sonrojado. “¿Qué?”, dije poniéndome frente a él. “¿Juras que no dirás que es algo extraño”, dijo mirándome. Juré ofreciéndole una gran sonrisa. Me tomó de la cintura, yo me dejé llevar, lo deseaba tanto como él a mí. Se acercó a mí lentamente, abrió sus labios y nos fundimos en un dulce y adorable beso, sus labios sabían al té que habíamos estado tomando. Me encantó, fue uno de los momentos más hermosos de toda mi vida.

Lunes 27 de septiembre, 00:00

El evento del día de hoy no me había dejado dormir, aún tenía el sabor de sus labios en mi boca, todo había sido tan satisfactorio, no encontraba palabras para describir como me sentía.

Una luz iluminó la escalera, esperaba en mi corazón que fuese Rudolf. Cerré los ojos para esperarlo pero no era él. Comencé a alarmarme, por el rabillo del ojo logré ver quién me asechaba. Era un hombre alto, casi igual a Rudolf; sin embargo, no era él. Se acercó a mi cama. “Te quitaré estas cadenas, preciosa”, pasó su sucia y áspera mano sobre mi  hombro. Traté de contener el vómito que subía por mi garganta, me giró demasiado rápido y se puso a horcajadas sobre mí.

“Por favor, no me hagas daño, te lo ruego.Soy virgen, por favor no lo hagas”, dije llorando. “Realmente veo por qué el jefe te eligió a ti, eres tan bella y seductora, maldita perra. Me escaneó con la mirada, y fue justo entonces cuando entró Rudolf y lo noqueó de un solo golpe. Me dijo que debía irme y me llamó  Karhi, como hacía años que nadie me llamaba así. Se acercó a mí y me quitó las cadenas. “Sal corriendo de aquí, aproximadamente en un kilómetro encontrarás el camino; no te detengas por nada, ¿de acuerdo?”. Tomó mi rostro y me besó, no creería que ese sería el último beso que me daría. “Vamos, corre”, dijo y me empujó escaleras arriba.

Justo al abrir la puerta me encontré con un denso bosque, húmedo y hacía mucho frío. No sabía a donde correr exactamente, estaba descalza y sólo tenía un vestido puesto. Corrí hacia la dirección que me había dicho Rudolf; sin embargo, no quería huir, quería estar con él a toda costa, pero mis pies seguían avanzando. Me detuve a tomar aire pero resultaba imposible, pues estaba lleno de humedad.

Me sorprendí al escuchar pasos no muy lejos de dónde estaba. ¿Qué debería hacer?, comencé a correr de nuevo, justo entonces un golpe aterrizó en mi cabeza y caí inconsciente.

Desperté por un dolor agudo en la parte trasera de mi cabeza, sentía un frío indescriptible, ni siquiera sabía dónde me encontraba, traté de levantarme, pero no fue posible: estaba desnuda, tenía las manos y los pies atados, además de una mordaza en la boca.

No me percaté de dónde estaba hasta que sentí la humedad y frialdad de la tierra bajo mi espalda, miré al cielo y me encontré con su mirada, la que me conquistó cuando lo vi por primera vez, era tan bello alto y fornido. Me hacía suspirar, entonces justo ahí entendí que era lo que hacía ahí: me había advertido del peligro que corría al escapar, me miró con tristeza. “Lo siento, no quería esto para ti, no es justo… mi jefe me ha obligado. Te amo, Karhenina, te amo demasiado, perdón”. Las lágrimas caían de sus ojos, su voz estaba quebrada. Sacó una nueve milímetros de su pantalón, cortó cartucho, apuntó a mi cabeza. Abrí extremamente los ojos y grité. Disparó…

Viernes 24 de septiembre de 2016   El nuevo amanecer, San Pedro Tlaquepaque

“Los Caníbales atacan de nuevo”

Se dice que son muy peligrosos gracias a los diferentes verdugos que están en sus filas, ni siquiera los oficiales de policía se atreven a enfrentárseles, pues ellos son asesinos a sangre fría, llegará el día en que sean detenidos a manos de la justicia y enfrenten la ley.

Karherina Coma Queen.

 

Ana Paula Ponce Zavala
Preparatoria del Instituto Tlaquepaque

Desvanece. Diana Betsabé Bernal Muñoz. Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas

Desvanece. Diana Betsabé Bernal Muñoz. Preparatoria del Centro Universitario UTEG Américas

No lo abras

Joel estaba preocupado, caminaba tambaleándose con precaución de que su madre no se enterara de lo que hizo. “Valió la pena”, pensó mientras se acomodaba los pantalones cuidando su secreto.

El pueblo era pequeño, si algo pasaba todos lo sabían. En las calles se comentaba el robo a una tienda de antigüedades. A pesar de que aparentemente no se trataba de algo valioso o incluso importante, la vendedora estaba histérica.  A Joel no le interesaban las pláticas de los demás, por lo general le aburrían, pero aun así se enteró de ello. Escucho la locura de aquella mujer por algo tan insignificante, pero igual que Joel, pensaba en lo valiosa que era esa caja que ahora él poseía.

Le pareció absurdo que la pequeña caja tuviera una advertencia: “No abras esta caja”. Encogiéndose de hombros la abrió y vio algo que lo desconcertó. En realidad era muy pesado, parecía costoso, pero a él no le interesó tal cosa. Descuidado tumbó la caja y salió un pequeño papel que decía: “No sabes cuánto lamento que la hayas abierto”.

Pasaron los días y la gente iba disminuyendo, todos desaparecían sin razón aparente. Joel escuchó algo que lo alteró, lamentos y gemidos que provenían de su armario, mismo lugar en donde dejó la caja abandonada. Todo empeoró, sus sueños lo llevaban a una realidad en donde todo parecía cierto, entre un millón de confusiones y voces que le susurraban al oído: “Vas a extrañar tener miedo en cuanto veas su rostro, en cuanto te toque sentirás el fuego adentrándose en tu alma”.

Joel investigó por cuenta propia lo que estaba pasando. Prefirió decir la verdad sin rodeos y enfrentar a la vendedora. No fue exactamente lo que esperaba. “Un disculpa y todo estará bien” no fue lo que resultó. En realidad la mujer comenzó a hablar sola, se dirigió a las paredes contando todo lo que se le  vendría a Joel, resumió que esa misma caja le pertenecía a alguien, no, más bien era una cosa que tomó la forma adecuada para embonar en este mundo. Convirtió una condena absoluta en lo que podría ser el regalo perfecto para cualquier mujer. Metafóricamente teniendo en cuenta la ambición y seducción de cualquier objeto.

A partir de ahí, Joel alucinaba sus miedos, los tenía de frente, viviéndolos en carne propia, fuera de sus pensamientos ingenuos, mismos que congelaban su alma y secuestraban su voz.

Se detuvo la radio, ya no había quién diera noticia de los desaparecidos, por lo visto sólo él quedaba y el oscuro ser que lo acosaba a cada segundo del día. Salió corriendo, esperaba librarse de ello mientras le pisaba los talones. Entró a un laberinto con un mar de dudas y la irrelevante esperanza de encontrar una salida, pero encontró una respuesta. Lo que antes era un estacionamiento ahora sólo era un lugar extenso habitado por toda la gente desaparecida. Vio a esa cosa que reclamaba por su objeto valioso y añoraba su presencia llamándole con una voz cálida y tranquila. Joel dobló su cuerpo dejando caer las rodillas al piso mientras vomitaba por el asco que le provocó ver y oler a esa cosa después de desprenderse del cuerpo humano que traía encima.

Esa misma cosa se levantó del trono improvisado hecho de partes humanas. Extendió su brazo pidiéndole de nuevo que le regresara la caja, pero Joel se la negó rotundamente. Entendió la necesidad de ello, pues era lo único que le daba el poder. No le tuvo temor a pesar de lo que era, la imaginación de Joel era inmensa y, para él, estaba frente a un demonio.

Se acercó un poco más, resbaló varias veces a causa de la sangre fresca, los dedos amontonados en un espacio y los cabellos en otro, ya sólo quedaban los cráneos manteniendo una expresión que más que miedo, suplicaban piedad.

Joel pensó en destruir lo que había dentro de la caja, pero una visión del futuro le hizo ver que eso sería peor que la muerte. Las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta caer al suelo, se volvió a inclinar, pidió piedad, pero sólo consiguió que se burlara de él. Así que le propuso algo, hizo un trato con esa cosa, algo que no supe, no pude escucharlo desde mi escondite, estaba inmóvil frustrándome por mover cualquier músculo. Al final funcionó y todo volvió hacer casi como era antes.

Fue como si nadie recordara nada, como si nunca hubiera ocurrido. Jamás podre olvidarlo, y a pesar de ello caí en la fría tentación que daba placer a la curiosidad que había dentro de mí por descubrir algo en lo prohibido. Joel se condenó el resto de su vida a cuidar del objeto hasta la muerte. Ojala hubiera escuchado lo que dijo aquel día.

Debí haberlo pensado dos veces antes de abrir la caja. Los escucho debajo de mi cama, están por todos lados; me miro al espejo y me agrada el collar que había adentro, pues me provoca una linda sensación aunque al mismo tiempo siento cómo mastican mi piel. ¿Lo peor? Es que esto apenas comienza.

 

Norma Gloria Macías Álvarez
Guadalajara Lamar Plantel Hidalgo

La verdad en la mentira.. Jazmín Salomón Almaraz, Preparatoria Regional de El Salto

La verdad en la mentira.. Jazmín Salomón Almaraz, Preparatoria Regional de El Salto

Señor presidente

We'll never be free from our own minds. José Martín Hernández Orozco. Preparatoria Regional de Santa Anita.

We’ll never be free from our own minds. José Martín Hernández Orozco. Preparatoria Regional de Santa Anita.

 

 

 

 

 

Mario Armenta, hombre de facciones toscas y expresiones poco refinadas, de rancho, tradicionalista además, aguardaba en la sala de espera de la alcaldía donde, junto a él, ocasionalmente se escuchaban las quejas del pueblo. Alguno que otro viejo maleducado lanzaba un escupitajo cuando la fila tardaba más de diez minutos.

Mario Armenta iba con la intención de obtener una ayudita del gobierno. Y pensaba: “que no sean ingratos, una ayudita de cinco mil pesos me ayuda. Nomás quiero componerme de las malechuras de la sequía, que cómo estuvo canija la jija…”, lo mismo le decía al presidente. Que una ayudita aunque fuera de su propio bolsillo le caería bien, que él para qué quería una casa tan grande si el pueblo se estaba muriendo de hambre. Eso le decía. Lo que ganaba era, siempre, una ayudita pero para que se largara. La daba, sí, una notita con la leyenda “venga tal fecha, no hay presupuesto”. Lo que pasaba era más bien que Mario Armenta se presuponía la inminente muerte de sus vacas, de su milpa y, caminando a su casa, se le oía decir: “él pa’ qué quiere una casa tan grande… el pueblo se está muriendo, señor presidente.”

Y de tanto ver, a eso de las once de la noche, se nos ofuscó la vista, se nos fueron las ganas de saber, tuvimos que arrojarnos en penumbras a encender la luz. Todos, en muchedumbre, a encender la luz.

 

Jesús Alejandro de la Torre López
Preparatoria Regional de Huejuquilla, Módulo Mezquitic

 

Ring, ring

1968, en algún lugar de México.

Después de la primera llamada que recibió Coquito, todo su pueblo la llamaba loca, pues ella afirmaba que Dios fue quien le habló. Pero cuando ganó la lotería nacional, gracias a los dígitos que alguien le dio tras un teléfono, muchos tuvieron que pedir disculpas.

Hoy todos los interesados por las palabras que ella vaya a escuchar, se reúnen alrededor del teléfono. “Pregúntale si mi ‘apá está en el cielo”, le dice uno. “Dile que necesito chamba”, dice otro, pero luego de que las lágrimas cubrieran las pecas de las mejillas de Coquito, las preguntas cambiaron a “¿Qué pasó?”, “¿qué le dijo?”

—Sólo se escucha un temblor al otro lado de la línea— Dijo ella e inmediatamente colgó.

En la actualidad se busca de dónde provino la avalancha que sepultó el poblado en piedras.

 

Kevin Bricio Palafox
Preparatoria Regional de Arandas, Módulo San Ignacio

senectud. Jesús Alejandro de la Torre López. Preparatoria Regional de Huejuquilla, módulo Mezquitic.

senectud. Jesús Alejandro de la Torre López. Preparatoria Regional de Huejuquilla, módulo Mezquitic.

Marchito

Por el atardecer, aparece el sentimiento. Cinthya Araceli Valdivia Velázquez. Preparatoria Regional de El Salto

Por el atardecer, aparece el sentimiento. Cinthya Araceli Valdivia Velázquez. Preparatoria Regional de El Salto

No sé cuánto tiempo llevamos en la cueva. El sol y la luna se perseguían una y otra vez en el cielo, sin alcanzarse nunca. A veces trataba de adivinar a qué jugaban, pero por ser el más joven de la manada, difícilmente conocía muchos juegos.

Los lobos siempre llegaban al anochecer, cuando las estrellas brillaban con fuerza y la luna estaba en lo alto. A veces traían los restos de animales, otras veces los alfas nos daban de comer a su manera. No me importaba, la cueva era tan bonita que ni siquiera me molestaba por el alimento, me era suficiente el no tener hambre.

Las noches, a pesar de ser heladas, no eran un problema, el pelo de los otros me daba calor; sin embargo, poco a poco fueron desapareciendo y yo volví a sentir frío.

Al principio, los dedos que tenía en las manos no habían sido suficientes para contarlos a todos. Incluso había tratado de contarlos con las amapolas que crecían dentro de la cueva. A cada flor le puse el nombre de un lobo y cuando se iban para ya no volver, arrancaba una flor.

Al iniciar el invierno, en mi jardín sólo quedaba una flor.

—¿Qué ocurrió con los otros? ¿Por qué sólo quedamos nosotros ahora? —le pregunté una noche frente a las estrellas.

El animal me observó por un instante antes de hablar. Cuando lo hizo, logré ver sus largos colmillos, esos que tanta envidia me causaban.  ¿Por qué yo no podía tener unos así?

—Querido niño —odiaba cuando me llamaba así—, a todas las criaturas se nos da un tiempo en este mundo. Cuando ese tiempo termina, nos marchitamos o somos arrancados igual que tus amapolas, no se puede hacer nada contra eso.

Lo pensé unos minutos antes de contestar. El viejo lobo realmente se veía como si estuviera listo para marcharse, para “marchitarse” o ser arrancado… Pero yo no. Aún no quería eso.

—No quiero marchitarme—, repliqué. Sentía cómo ardían mis ojos y temí porque las lágrimas bajaran. Si lloraba frente a él, demostraría debilidad y sería abandonado, si es que no me devoraba primero.

—No tienes nada que temer, querido niño. Cuando te ocurra, lo entenderás. Marchitarse es algo natural.

El lobo se alejó en cuanto las lágrimas cayeron. Sólo quedamos las estrellas y yo. Mirando el cielo me pregunté si las ellas también se marchitarán algún día.

La comida dejó de llegar. La nieve era demasiado para el desgastado cuerpo de mi compañero, así que tuve que arrancar su flor para sobrevivir. Cuando dejó de ser suficiente, tuve que dejar la cueva.

Mis esperanzas eran pocas. No tenía garras, colmillos ni pelo. No estaba hecho para cazar como los lobos lo hacían, pero eso no significaba que no pudiera intentar. Mi cuerpo estaba cubierto por la piel de mi antiguo compañero, por lo que la nieve sólo llegaba a mi largo y enredado cabello. Mis uñas eran largas y, a pesar de no ser garras, funcionaban lo suficiente. Quedaban mis dientes, había tardado mucho, pero al fin logré afilarlos y ahora, aunque no eran largos, se parecían a los colmillos que tanto deseaba. Al fin me había convertido casi por completo en un lobo.

Aunque mi cuerpo estaba preparado, mi estómago no dejaba de doler. Por un momento temí que algún monstruo estuviera destruyendo todo desde adentro (las tripas aquí, la sangre allá). Después de comer todo lo que había podido encontrar (ratas, conejos, alguna ardilla ocasional), aquel monstruo pareció dormir un tiempo.

Tenía que buscar más comida, una presa de la que pudiera alimentarme lo suficiente como para que el monstruo en mi estómago no me atacara en mucho tiempo. Tardé más de lo que creía en encontrarla.

El frío del invierno me había obligado a detener mi búsqueda, el viento helado logró abrirse paso a través de la piel, incluso pudo congelar al monstruo del hambre, porque dejé de pensar en eso.

Estaba muriendo de frío, pensé que sería todo, hasta que lo escuché pisadas.

No estaban lejos y si había pisadas, significaba que había “algo” que las hiciera.

El monstruo del hambre se quitó el frío de encima y comenzó a gruñir con fuerza. Incluso él sabía que la comida poseía un líquido caliente dentro y en aquel momento el calor era vida… La sangre era vida.

Me acerqué al sonido, trataba de esconderme entre los árboles, no sabía qué era lo que estaba haciendo ruido y no quería arriesgarme, pero cuando al fin lo vi, no hubo necesidad de ocultarme más.

—No estoy solo —, escuché murmurar al niño humano frente a mí. A pesar de estar cubierto de nieve y temblando de frío, sonaba aliviado. —¿Sabes dónde queda la aldea? Estoy perdido y no creo aguantar mucho.

Una sonrisa cruzaba por su rostro, se abrazaba a sí mismo y su cabello negro me recordaba al de los lobos. Mi estómago volvió a rugir por lo que, sin decir ni una sola palabra, comencé a acercarme. La sonrisa del desconocido pareció vacilar.

—Vamos… Contesta. —Retrocedió un paso antes de que lo tomara del brazo para evitar su huida. —Me estás asustando… —Al ver su rostro aterrorizado le sonreí con mis dientes de lobo y al fin contesté.

—No tienes que temer, marchitarse es algo natural. —Y entonces salté.

 

Carolina González Arellano
Preparatoria 13

Peloteo

—¿Qué es el miedo?—, le lanzó un pase el nene a su abuelo que lo recibió de pecho y controló con la zurda.
—Es esa sensación que vives cuando tienes una pesadilla—, con rabona incluida el de edad mayor dibujó el pase.

Su nieto controló con la cabeza y, dejándola caer  en el pasto, continuó. –Y, ¿por qué de noche tengo más miedo?–, esta vez el balón no se movió, a diferencia de los labios que contestaron –Porque es el momento en que tu amigo imaginario rompe sus principios.
El niño contento, siguió peloteando solo con el viento.

 

Fernando Cocolán Villegas
Preparatoria 7

Cicatrices. Evangelina Espinoza García, Preparatoria Regional de El Salto

Cicatrices. Evangelina Espinoza García, Preparatoria Regional de El Salto

Utopía

Estaba soñando con una utopía cuando de repente me despertó la policía civil, entraron por una puerta rota y me hicieron pensar al colocar el frío del cañón metálico de nueve milímetros en la cabeza. Mi crimen, atentar contra la nación, mi castigo, vivir en este país.

 

Fernando Cocolán Villegas
Preparatoria 7

Resurrección

Los orines del niño (que hizo un admirable esfuerzo por contenerse) alcanzaron los pies descalzos de la mamá, provocando que ésta se despertara asustada y triste. Con éste, ya van dos suicidios frustrados.

 

Jesús Misael Chávez López
Preparatoria 9

Tormento. Cielo Zulay Trinidad Flores. Preparatoria Regional de Etzatlán

Tormento. Cielo Zulay Trinidad Flores. Preparatoria Regional de Etzatlán

Ésta

Estaba tomando mi café cuando vi la aterradora silueta de una dama con largos cabellos al fondo de la habitación. Yo no le temía a los fantasmas.
—¡Chúpame ésta! —le grité, agresivamente.
Y efectivamente, me la chupó; pero ya muerto uno no siente placer.

 

Jesús Misael Chávez López
Preparatoria 9

Reflejo

Giró su rostro hacia la ventana y ahí, en medio de la oscuridad, pudo ver claramente un par de ojos observándola fijamente.

Ese rostro extraño y familiar le sonreía de una manera grotesca, mostrando unos dientes manchados de rojo. Podría ser cualquier cosa, pero sabía bien que se trataba de sangre. Tenía el arma homicida en las manos.

Tras unos minutos mirando fijamente, su sonrisa se ensanchó y se retiró de la ventana con tranquilidad. Nada como ver tu reflejo antes de ir a dormir.

 

Carolina González Arellano
Preparatoria 13

Una cabeza es mejor que dos

Siempre teníamos que estar juntos mi hermano y yo. En nuestro cumpleaños, juntos; en Navidad, juntos; en la casa, juntos; en el cuarto, juntos; por las mañanas, en el baño, los dos siempre juntos. ¿Cómo podía soportarlo por más tiempo? El enemigo siempre pegado a mí, siempre a mi lado. Era irritante tener que compartirlo todo: la vida, la ropa, el espacio, la atención, el mismo cuerpo. Ser su siamés era horrible. No conocía ningún placer solitario. Chop-chop-chop. La masturbación a dos manos también se compartía, vaya que la compartíamos; él quería, yo no quería, yo quería, él no. Yo-él. No. ¿Por qué no podía ser sólo yo?

Fenómeno de dos cabezas, dos mentes y un solo cuerpo. Un solo miembro, justo eso era lo peor. Así me vi obligado a hacer lo más sensato y humanamente posible: le apuñalé el ojo mientras dormía y después arranqué su cabeza. Hoy soy un joven ordinario, bueno, eso me dice él. Ya no lo veo pero lo escucho perfectamente. Sigue a mi lado. Me dice que soy un joven normal, tal como yo lo quería. Me lo dice justo hasta que llega la enfermera que me pone las inyecciones para que mi hermano se calle por el resto del día. Y me quedo en mi cuarto blanco, en mi cama blanca, con mi mente vacía y mis amigos normales en la quietud de nuestro blanco hogar.

 

Juan Luis González Hernández
Preparatoria 12

¿Quién soy?, Paulina Dueñas Cambero, Preparatoria Regional de EL Salto

¿Quién soy?, Paulina Dueñas Cambero, Preparatoria Regional de EL Salto

Una noche estrellada

Cuando nuestros apellidos no se habían inventado y nuestros ancestros vivían a las buenas de dios en alguna comunidad con diez o veinte chozas, la noche impresionaba los corazones. Si pudiéramos imaginarnos ahí mismo, levantando la mirada del fogón central y mirando las estrellas, encontraremos en esos cielos perdidos la inspiración de cientos de historias magníficas: héroes peleando a mandobles contra monstruos, viajeros en barcos de vela surcando el espacio sideral. Con un juego de puntos iban marcando su destino. Es por eso mismo que las historias que tenemos en nuestros adentros son impresionantes, son parajes de sabiduría llenos de magia y misterio: el cuento.

Proveniente de la tradición oral, los cuentos nos narran una anécdota increíble llena de sorpresas en cada palabra. Todo relato debe comenzar con una frase que nos sumerja en la maravilla. “¿Alguien se ha preguntado de dónde provienen las montañas?”, “Todos conocemos a las águilas… pero antes no podían volar”, y demás frases que figuran en el imaginario y nos llevan a esos tiempos míticos donde los dioses susurraban historias en los oídos de los bardos para que las cantaran en tabernas y a mitades de las plazas. Estamos ante los comienzos de una historia, de una anécdota.

Así, cualquiera puede iniciar una historia con una buena frase, una pregunta, una comparación, un diálogo o una hermosa y basta descripción. Las mejores aperturas tienen palabras inolvidables que no dejaremos de repetir. Aunque parezca apabullante y temeroso enfrentarnos a la página en blanco, no es tan difícil. Cualquiera puede escribir, sólo es cuestión de tiempo para encontrar cómo mejorar.

¿Cómo se logra esto? Escribiendo. Sentándose ante una vieja y lenta computadora a teclear nuestras ideas en el procesador de texto y haciendo uso desmedido de la tecla “Supr”. Ya lo decía el escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg en sus aforismos: “Leer y escribir es tan necesario como beber y comer”. Y es aquí la otra cara de la moneda. Para escribir sólo falta una idea; ser un buen escritor es un trabajo complicado, pero gratificante cuando miras el resultado.

Estar horas frente a una consola de videojuegos nos llena de emociones, nos da experiencias gratificantes, aunque nada qué desearle a los libros, novelas gráficas y tiras cómicas. Leer es estar en contacto con la mente de otra persona, conocer sus experiencias, enterarse de lo que le hace vibrar; es colocarnos bajo el mismo cielo estrellado de nuestros antepasados, mirar las mismas figuras que ellos veían y descubrir cómo un puñado de puntos luminosos en el cielo van cobrando forma en nuestro imaginario; es llenarse de otro, estar atento a lo que alguien más quiere decirnos y unir nuestras intenciones en un solo objetivo: terminar la historia.

Si quieres ser un buen escritor hace falta leer, conocer, tener experiencias buenas —y sobre todo malas—. Ninguna persona en plenitud escribirá algo nuevo; por eso hay que enfrentarnos a libros buenos y malos, conocer historias de seres imaginarios y reales, el amor y el desamor. Desde cómo Emma Bovary le es infiel a su marido, de cómo el renombrado Conde de Monte Cristo planea la venganza contra todos los malditos que le hicieron pasar una eternidad en la cárcel, saber el modo en que te puedes defender de los vampiros según la novela de Bram Stocker y conocer a los cronopios, a los famas y a los esperanzas de Julio Cortázar.

Arriesgarse a escribir es un acto de valentía: escribir es arriesgarse a ser leído. Y si queremos que nos conozcan en este mundo, que alguien sienta lo mismo que nosotros cuando colocamos toda nuestra ficción en una página en blanco, que encuentren cómo unimos esas infinidad de estrellas para que nuestros barcos naveguen en ciertas direcciones, leamos, escribamos y conozcamos esas perspectivas tan variadas que tenemos, no de otros, sino de nosotros mismos.

 

*Miguel Ángel Galindo Núñez
Publicado en la edición Núm. 12

*Estudió la maestría en Literatura Hispanoamericana y es profesor de lengua y literatura en la Escuela Preparatoria 20. También es promotor de lectura por parte de la Secretaría de Cultura y tallerista con “Senderos de lectura. Lectores por Jalisco”, columnista del periódico am Express de Guanajuato, y locutor del proyecto «Las 9 noches».