Campo de margaritas

Carmen Tovar Ruiz

Preparatoria Regional de Etzatlán

Es común escuchar sobre las flores. El pueblo lo sabe, que el campo ya es de trigo y posteriormente será de maíz. Pero, en un principio fue de margaritas, las flores de nubes.

Su hija relató la historia solo una vez, hace ocho años. A través del tiempo las personas han cambiado varios sucesos; que si el padre dio misa o estaba en descanso, que si el lechero pasó a caballo o en burro, que si la tierra estaba mojada o seca. Nadie se ponía de acuerdo sobre el color del vestido de la anciana, solo decían que su bastón resonaba en aquel empedrado con huecos. Sus manos viejas se aferraban al pedazo de madera para subir al ritmo del apuro. Aquel día la gente chismosa rodeaba la calle Zaragoza, asomados por las ventanas y los más desvergonzados tocaban a gritos que les abrieran. Nadie encontró respuestas. Con el paso de los años, concluyeron que no les soltaban la sopa, porque no había nada en el plato. La familia estaba buscando lo mismo que todos.

Doña Lupe solía estar en la primera banca de la plaza municipal, arropada con una cobija de tejido. Cantaba en voz baja y comía los dulces de Don Armando. Los balones rodaban a sus pies y los niños se acercaban. Cuando estaban agachados, les soltaba una pregunta. Cualquiera, decían, pero no fue así, ella ya sabía qué decirles, lo suficientemente bueno para atrapar aquellos jóvenes oídos.

—¿Conocen la historia del niño de las nubes? —susurraba, apuntado hacia arriba.

Entonces se amontonaban. No tenían ni idea del relato, pero cada uno se inventaba su versión. La decían como les saliera, luego discutían sobre la real. Y si ese día había sol, peleaban y retomaban su balón. Algunos se quedaban a escucharla. El niño de las nubes es el encargado de dibujar figuras en el cielo, mece al viento y le muestra el camino perfecto. En las lluvias, el niño sale a tapar con un manto negro a sus compañeras. Entonces se volteaban y señalaban dibujos, aseguraban que veían al muchacho. Es que se pasa rápido, decían. Yo escuché varios cuentos, mi favorito era ese. Llegaba a mi casa emocionada a comunicarle a mi madre sobre esto. La única que nunca nos acompañaba era su hija, Antonia. Se la pasaba en la florería.

Aquel pueblo era famoso por sus arreglos, venían hasta San Juan por ellos. Se rumoreaba que los ramos enamoraban a cualquier pareja. Al ofrecer un racimo de la florería de Lupe, era imposible que te rechazaran. Para ir a la escuela, yo rodeaba el gran campo de margaritas. Tan blanco se mecían los retoños. Yo suspiraba y el susurro de aquellas flores me recordaba a cielo en las mañanas. A doña Lupe le encantaba aquello. Cuando no estaba en la plaza, se la pasaba subiendo la colina para ir a ver las flores. No podía moverse demasiado. Se esforzaba para cantarles a todas. Con su voz de sauce relataba el cuento del niño de las nubes. El paisaje siempre lo llevaré en mí. Cierro los ojos, escucho el sonido de los grandes árboles que seguían del campo, llamándome, recordándome que no me olvide de las historias, que en muchas ocasiones son lo mejor que tenemos. Para los adultos, esto era producto de una mente anciana, de divagaciones rozando la locura; para los niños, magia.

El ser más longevo daba vida a mi pueblo, sonreía sin querer. Las líneas de su cara se acostumbraron a sus pliegues. La gente la quería mucho, se preocupaban por la tos que llevaba desde hace tanto tiempo, por el bastón más raspado, la cobija mal arropada. Ella hablaba poco, a excepción de los pequeños cuando narraba historias. Doña Lupe era toda una leyenda, desde joven apoyó a las familias. Siempre tan amable y honrada que de vieja se sentaba a buscar aquel niño de las nubes. Una tarde subió a paso ligero hacia el campo, tenía prisa de algo o de alguien, quién sabe. Ahí iba, alcanzando su campo. Su blanco cabello se perdió entre las margaritas. Luego, cuando era la hora de cenar, nunca apareció. Su hija avisó a mis padres, luego al de la otra esquina. La voz se corrió, buscándola nos la pasamos. Estaba tan oscuro que dejamos la colina en paz. El sonido del río atraído por la brisa nos congelaba los dedos. En la mañana descubrieron que había una línea de flores pisoteadas, que terminaba a la mitad, y justo ahí, estaba su cobija. Las suposiciones eran muchas, la primera fue si la anciana volaba, que tenía poderes. Otros decían que algún animal había hecho eso, pero no habían encontrado su cuerpo. Buscaron por el arroyo y nada. Los niños tenían la solución, pero la única persona que los escuchaba estaba desaparecida. Entre nosotros creíamos que se la había llevado el niño, aquel de las nubes, que necesitaba de su ayuda.

Hasta el momento, cuando me preguntan por aquello, digo que no se explica, cuando realmente pienso en las nubes. La noticia salió en los periódicos y las radios tomaban fotografías y culpaban a los extraterrestres, a las naves y a una tal área 51. Llegaron los escritores para tomar nota, sacaron una novela que vendió muchísimo. De tanto alboroto del pueblo, ya no se podía andar en las calles sin peligro por alguno de esos automóviles con otro periodista a prisa. Al mes, el presidente mismo interrumpió la puerta de Lupe y exigió una respuesta. Ella narró que estaba trabajando, que dejó a su madre en la plaza y que cuando volvió no estaba. Que la penumbra la acompañaba y que los grillos la habían seguido todo el camino hacia las flores. Tampoco había nada. Decidió bajar y avisar a todo aquel despierto y dormido. Querían respuestas, no creían que no supiera, todos exigían.

—¿Algún otro hijo perdido que la reclamara?— preguntaban los reporteros, empujándose por ser primero.

Por la presión del presidente, respondió que ella era la única viva.

—Tuvo a otro, murió a los doce años. Eso es todo, no quiero seguir hablando —dijo para cerrar la puerta, vender la florería y mudarse a la ciudad.

El campo ya es de trigo, posteriormente de maíz pero en un principio fue de margaritas, las flores de Doña Lupe.