Pedazos

El ferviente vaivén de las olas dirigió al barco directo a su perdición, a una perdición estrepitosa y rápida; después, al hundirse con lentitud calmada, dejando al aire gritos y chapoteos agónicos. Y aunque pudo dirigir su cuerpo hacia otra dirección, se dejó estrellar, dejó que su cubierta se desplomara, se dejó quebrar. La escolladera fue la causa, que, como un cuchillo sin filo, solo con la capacidad de golpear, dividió, destrozó y cortó al barco en dos partes. En el agua quedaron sus restos: madera y tela, vidrio y metal, sangre y cuerpos a medio hundir. El agua es cómplice e indiferente, el basurero de un homicida, o su tumba, ambas en el caso del barco, quien se dejó quebrar junto a sus tripulantes muertos, asesinados todos, escondidos todos, hundidos todos junto a su asesino hecho pedazos.

Cardiólogo diagnostica mi corazón con la forma de mis letras

El amor corre por mis venas, amor en cada acción, energía que bombeo en mi iniciativa por querer escribir, por la sangre que corre, por el pensamiento que bombea, por la memoria y el recuerdo de cada sentido, de cada musculo que recuerda; tacto, olor, gusto, sentidos que aman su memoria con todo el corazón y toda la sangre, con toda la mano y su iniciativa por escribir. Amar con rebeldía, haciendo florecer en el papel y con la pluma lo que nuestro cuerpo y por los sentidos entra. ¡Somos tan complejos! Podría pensar que nos hicieron florecer en algún poema, y tal vez corremos por la sangre de otro corazón que en su iniciativa nos crea con el poder de un dios. No por nada escribo. Afanoso. Aferrado. Terco. Ingenuo. Crédulo. Por la belleza universal y el amor que le tengo a las pequeñas acciones, amor que corre por mis venas. ¿Por qué escribo? Y escribiendo pienso en si tiene que haber respuesta. Tal vez no, tal vez sí. Como sea lo hago, y si no es por amor, ¿por qué? Cardiólogo, por favor, diagnostica mi corazón con la forma de mis letras.

Manuel Tejeda Enríquez

Preparatoria 4

Diario de una obsesión

Alexia Valentina Aguirre Contreras

Preparatoria 9

Sabes que es imposible tenerlo a tu lado, pero lo quieres tan desesperadamente que solo anhelas que sea tuyo y que esté físicamente para ti siempre.

Entonces, hipotéticamente, consigues estar con él, puedes tocarlo, abrazarlo. Todo parece indiscutiblemente perfecto. Ahora, querido lector, necesito tu consejo. Te quieren arrebatar a esa persona de ti, no los dejarás, ¿cierto?

Debe ser un lugar que tú y solo tu conozcas… ¿Dónde esconderías su cuerpo?

Preparación

María Fernanda Hernández Espinosa

Preparatoria 9

Donde la protección del manto de la mismísima muerte lime mi pellejo, dormirá una vez más la traición, sin estruendos que retumben la grava clavada, que se incrusten en la somnífera idea que guardé hace lustros, que se cimbren los pilares llenos de indignación o asco.

Sin ser ópalo, deambulo protegida, escurrida en obsidiana estrecha e incontables onzas de incienso con olor a mérito, rodeada de un festín de arrepentidos donde todos comen de mis manos y todas beben de mi bilis. Y si atraigo a mis anchas, espero ser la cortina delatora y que mis sórdidas ideas sean desveladas de a poquito, con la escasa habilidad que se encharca cada que sofoco sus luces.

Ya no puedes evadirlo, el encendedor ya no sirve y ya no eres ilícita sin condena, ni creyente sin fe; solo una enviciada a la pérdida.

No consiente ni a sí misma dictar su condena, está ensombrecida debajo de siluetas mudas buscando lo mullido que la lástima pueda ser, capaz de cubrirle hasta la punta de los pies.

Está equiparada con laceraciones casi fundadoras de la siniestra soledad que le sigue al caminar. A veces entre susurros incita a ser presa de rituales que sucumben la fría y odiosa memoria, que casi intacta, le permite mirar hasta el iris roto por un flash o evocar las consciencias sanas para devorarlas a parpadeos. Ya dejará de traer hiedra como souvenir; mejor sus falacias para atragantarse en ellas y ser una vez más la prohibida. Al fin, en el seno del ciprés cerrará su juicio.

Ojalá venga, aunque esté rota, mal vestida o empalagada, pero por favor venga por mí.

Mal viaje

Aurora Monserrat Flores Hernández

Preparatoria 3

La música sonó a todo volumen dentro del bar y no logré entender lo que Ángel trataba de decirnos sobre lo que vio en las noticias, así que, con los ojos, le indiqué a los demás que me siguieran al baño. Una vez ahí, le pedí que repitiera lo que decía, mientras armaba un porro de mota con mis dedos.

—La chota anda agarrando a cuanto morrillo se le cruza. Si nomás porque les solté un buen madrazo con las botas me pude zafar, pero si no, ya estuviera en el bote o quién sabe dónde —nos contó el Ángel.

—¿Pero pues qué les hacemos, o por qué nos andan buscando? —preguntó el Chino.

—Mira, todos los polis son unos cerdos. Y como vamos en contra del sistema, quieren reprimir el movimiento punk y todos los grupitos que les molestan. Nos odian por no soportar sus tratos mierdas y ponernos al tiro, protestando —les expliqué mientras encendía el porro—. Nada más hay que andar con cuidado, ya se la saben —dije, y posteriormente le di una calada al toque, antes de pasárselo a Ángel.

—Pero bueno, ¿pos’ qué se le va a hacer? —suspiró Nico, rascándose la nuca con flojera y acomodándose la cresta verde que tenía por cabello—. Cambiando de tema, se me hace que ya van a salir los del grupo de tu primo, Yahir. Quedarnos aquí en el baño fumando no está chido.

—Simón, hay que hacerle caso al Nico.

Después de unas cuantas caladas más al porro, los muchachos y yo salimos del baño, aspirando el olor a bar viejo, alcohol y hachís que rondaba por el ambiente, olor que la mayoría de los vecinos, que pasaban por afuera, al salir de trabajar, aborrecían. En las bocinas sonó una cumbia de las viejitas, una de esas que por más punketo que seas, te animas a cantar de lo buena que está. Se oyeron las risas de unos camaradas, y también voces disparejas, tratando de seguir la rola, pero nadie la bailaba ni por mucho que sus pies se lo pedían bajo las mesas.

Para olvidarnos del problema que nos contó Ángel, los muchachos y yo buscamos una mesa para sentarnos a seguir rolando el toque. Nos pedimos unos drinks, y notamos que los de la barra cuchicheaban entre sí, aparentemente preocupados, pero no le dimos mucha importancia. Quizá ya iba siendo hora de cerrar.

Después de un largo rato, entre plática y más caladas, el Chino sacó unos cuadritos del bolsillo de su chaleco de mezclilla, y los ofreció con la palma de su mano en el centro de la mesa.

—Saz, ¿quién se rifa uno? Me los vendió un amigo del Ángel —mencionó el Chino entre risas.

—La neta yo no, carnal. Todavía ando escamado con lo que pasó con la chota —dijo Ángel, volteando la cabeza.

—Al Nico no le ofrezcas, aún está chamaco —le reclamé al Chino, señalando al menor de nosotros con la barbilla—. Pero, bueno, yo sí le entro.

—Mmm’ta madre… Pues ya qué. Si se van a poner así, mejor yo tampoco. Toma, te lo regalo —dijo el Chino, extendiendo su mano frente a mí, mientras me ofrecía el cuadro de LSD—. A ver si no te pega fuerte por la mota y el alcohol. Ni te vas a dar cuenta qué es alucinación y qué no.

Puse el llamativo trozo de papel bajo mi lengua, esperando que así se absorbiera más rápido el ácido. En lo que esperaba a que llegara el efecto, seguí platicando con los muchachos un rato más, y pedí también uno que otro drink para ver si así me daba mejor.

Al cabo de unos minutos, al fin sentí que me pegó, y la música y las voces se volvían cada vez más lejanas, pero también más ruidosas y atropelladas. Las luces se agrandaban y achicaban aleatoriamente, y los colores comenzaban a cobrar más vida, como si pudiera ajustarlos del mismo modo en que ajustaba la tele de mi casa.

Mi viaje apenas comenzaba, y yo ya tenía ganas de pedirle otro cuadrito al Chino, pero antes de que pudiera agarrarle uno, él se levantó como queriéndose asomar a las ventanas del bar.

—No mames, wey. No seas mamón… —le oí musitar, y justo cuando los demás le iban a preguntar qué pedo, la puerta del bar se abrió de golpe.

A partir de ese instante, ya no pude comprender lo que pasaba, ni mucho menos oír qué era lo que exigían esas voces roncas que nos gritaban entre explosiones diminutas. Algo tronó detrás de la barra, y yo solo sentí cómo mis compas me jalaban al piso, pidiéndome que me agachara. Uno volteó la mesa, y mis oídos tintinearon junto al impacto de un vidrio en el suelo rojo, antes de que la mesa fuese pateada lejos de donde había caído en primer lugar.

—¡Ahora sí, cabrones! ¡Ya estuvo bueno su relajito punk! —gritó un uniformado gordo con voz potente, y enseguida extendió su manaza contra Nico, cuyos cabellos se vieron enredados en sus dedos agresivos y fuertes. Sentí un jalón similar por detrás, cerca de la coronilla, pero entonces fui soltado de repente, al mismo tiempo que oía al Ángel y a otro tipo gritarse.

—¡Déjalo, wey, hazte para acá! —llamó el Chino al Ángel, y sin soltarse del brazo de Nico, trató de arrimarlo hacia donde nosotros estábamos. Pero un golpe seco resonó detrás nuestro, sin que él pudiera hacer nada. En cuestión de segundos, otro tronido se escuchó de su lado, y después de una fuerte sacudida, Chino se tropezó y cayó al suelo. Nico no hizo más que arrastrarse hasta mí, emitiendo sonidos de horror.

No sé qué tanto lloriqueó Nico después, pero sentí cómo luchaba por empujarme y llevarme a algún otro sitio, refugiando su cabeza bajo su brazo. Pensé que esperaría a Chino, como siempre hacía, pero él estaba tumbado en el suelo mientras un charco de pintura azul escurría de su cabeza y varios ojos redondos y blancos flotaban en ella. Volví a sentir un empujón en mi pecho entonces, y al dirigir mi mirada a esa mano esquelética que me ordenaba avanzar, no pude evitar alejarme de ella, chocando de espaldas con un bulto que se sentía igual que un arbusto de rosas al apretarlo.

Una especie de astronauta gigante se acercó entonces a la calavera por la espalda, pero esta dio un salto y se levantó para correr hacia la salida ondulada del bar; sin embargo, apenas pudo ponerse de pie. Un rayo de luz multicolor la atravesó por las costillas y la hizo caer de rodillas, antes de atravesarle de nuevo por el cráneo y hacerlo explotar entre espirales.

Anonadado, sin poder darle un sentido lógico a todo el desmadre que pasaba a mi alrededor, sentí cómo volvían a agarrarme, esta vez por debajo de las axilas, y una voz que se escuchaba como vieja y joven a la vez me empezó a escupir palabras al oído, aunque yo no pude entender ninguna de ellas.

Me dirigieron a la salida triangular del bar, y una vez ahí, me voltearon para que saliera caminando de espaldas, lo cual permitió que mis ojos se inundaran con un collage de imágenes grotescas y alegres, todas coloridas y torcidas ante mí.

Chino estaba de color azul, al igual que la pintura que le había visto escurrir antes, y varias manos salían de su pecho, como queriendo arrastrase hacia mí. Aquel arbusto de rosas amarillas que había sentido antes tenía la cara de Ángel marcada en sus hojas, y de la boca de este salían pétalos que luego avanzaban al suelo y se convertían en mariposas muertas. La chamarra de Nico cubría el cuerpo de la calavera que había visto morir, y las letras blancas de su espalada que antes expresaban su gusto por el rock, bailoteaban y se desintegraban, uniéndose con las espirales negras que había cerca del riñón.

Lo último que recuerdo después de haber visto aquello, además de algunas imágenes de cuerpos acostados, coloridos y deformes o palpitantes, es que un policía me cargó hasta un corral elevado y me encerró ahí, junto a otros monstruos con su mismo uniforme. Varios de ellos me sujetaron, y el sonido de las sirenas retumbando en mi cráneo me avisó del movimiento al que era sometido ahora, avanzando en línea recta.

Cuando vi el semáforo sobre mi cabeza, con sus luces verdes y rojas peleándose con las azules y rojas que emanaba el transporte donde iba, fue que supe que esto sería un muy mal viaje.

Ventana al cielo | JuanDiego Chítica Gutiérrez. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga.

El escritor

Víctor Alexander Cuadros Olguín
Preparatoria 9

Igual que siempre, salí a caminar, trabajar, comprar víveres y regresé a cenar, como si todo se repitiera. Aunque intenté, hasta no poder más, salir de la rutina, fue en vano porque seguí donde mismo, como si me controlaran… Pero un día, se me fue el aire y me desmayé. Desperté en un cuarto extraño… Se escuchaba una persona, estaba escribiendo algo. Fui a revisar y en cuanto la vi, me desmayé, me desperté y, al igual que siempre, salí a caminar, trabaja, comprar víveres…

A ciegas | Eunice Nohemi Cardona Venegas. Preparatoria Regional de El Salto

Palabras

Dorian Enrique Chávez Serrano
Preparatoria 9

Un día, como todos los demás, me levanté y me percaté de que algo no andaba bien… Luego me desmayé. Por el frío que hacía dentro de la casa, me levanté a los cuantos minutos. Sí, algo no andaba bien. De repente, sentí un susurro detrás de mi oído. Era la muerte. Me dijo que mi tiempo había acabado, que tenía que irme, así que le propuse un trato, que mañana viniera por mí; quería un último día. Firmamos el contrato y al día siguiente vino reclamando… Así que le mostré el contrato que decía: “mañana”. Y desde ese día, cada que viene la muerte, le enseño el contrato y me da un día más.

La magia de la luz | Diana Verónica Martínez Guzmán. Preparatoria Regional de Tlajomulco Zúñiga.

Verde

Angélica Concepción Pérez Rivas
Escuela Vocacional

Podía moverse.
Lo descubrió cuando, sin intentarlo demasiado, casi como si lo hubiera hecho el viento y no ella misma, movió una hojita de un brote que apenas le estaba naciendo. La apartó de la tibieza del Sol y esta nació en una forma peculiar, extraordinaria, en una posición tan poco natural como lo era poco visible. La frágil y verde hojita nació sin darle la cara al Sol.
Era sobrenatural, extraordinario y sin embargo era pequeño. Y no se notaba a la vista, era insignificante, pero sería el primero de muchos otros, como sucede muchas veces en nuestras vidas. Para ella marcó el inicio del verdadero cambio, una transformación.
Ella no podía creerlo. Al principio, quiso intentarlo diez veces más para convencerse a sí misma, pero no alcanzó a hacerlo.
Contempló la idea de hacerlo, ir más lejos, y cuando apenas se decidía, uno de los seres se acercó a mirarla.
Podía sentir su presencia. Cierta pesadez, y su aliento cerca, le hacía saber que estaba allí. Siempre que alguno de ellos se acercaba, podía inhalar aire, que usaba para alimentarse, crecer y desarrollarse, así que agradecida absorbió el que necesitaba. Respirando por sus hojitas, sentía sus estomas diminutas y trabajadoras abriéndose para recibirlo. Mientras tanto, dejaba que el ser la tocara.
Espulgaba entre su follaje, y arrancó una de sus hojas, incluso. Ella lo permitió, por un lado, porque no tenía otra alternativa, y por otro, porque aquella hoja arrancada estaba ya muy seca, al borde de la muerte. Como dije antes, no podía moverse y por lo tanto no podía conseguir agua para sí misma, para eso dependía de los seres.
Cuando finalmente se fue, ella intentó hacerlo de nuevo. No sentía más el calor del Sol, pero intentó mover una ramita hacia donde creía era el opuesto. No lo logró y, desesperada, intentó otra vez. Quizás con una hojita, algo pequeño. Lo hizo. De nuevo, se las arregló para, esta vez, voltear una hojita de su rama más baja.
Había creído, por un momento, que tuve una ilusión y que en realidad no había sucedido. Pero sí podía. La prueba estaba en aquella diminuta hojita que el viento hacía temblar.
Podía. Era real. Aunque quizá no era mucho, y no podía desplazarse tanto como hacían esos seres que regaban su cuerpo a diario. Pero era un hecho, ella podía mover, por su propio deseo y voluntad, una parte física de sí misma. Por lo pronto, tenía esa satisfacción.
Esa noche, cuando sus botones se mecían con el frio del viento y los grillos rozaban sus patitas haciendo música, experimentó otro cambio: un dolor en las raíces.
El dolor persistió; ella nunca había sentido nada parecido. A veces dolía cuando la pisaban por accidente, pues sus ramas estaban ya muy largas. Pero entonces la podaban, que también dolía, aunque menos y significaba que no podían volver a pisarla. Mas nunca había sentido algo parecido.
Sabía, podía reconocer que era en sus raíces. Sabía que no era porque estuvieran creciendo. (Quizás sí lo era.) 
Pero era una planta, y lo que no sabía superaba a lo que sí. Por ejemplo: no sabía comparar ni hacer metáforas, así que, si le hubieran preguntado, no habría sabido cómo describir su dolor.
Si hubiera sabido… Si Dios hubiera dado a las plantas la capacidad de pensar, de hacer sinapsis y, de alguna manera, hablar, habría dicho que dolía demasiado, como el dolor que sientes justo antes de que un cabello se desprenda de ti cuando te lo jalan.
Así dolía y así dolió. Persistió por días, meses. En algún momento ella ya había olvidado cómo era vivir sin aquel dolor, si es que en algún momento había sucedido algo así.
También hubo otros cambios, a partir de esa noche.
Ella empezó a tener memoria. Por primera vez, podía recordar qué era lo que había pasado ayer, qué era lo que había ladrado, de cuál retoño iba a salir una flor.
Los recuerdos, memorias, se empezaron a guardar en alguna parte de sí, y con ello comenzó a reflexionar.
Poco a poco. Poco a poco, pensaba. Sus brazos, sus hojas, sus botones y retoños. Empezó a darse cuenta de qué era, y cómo era, cómo existía físicamente, en toda su extensión.
Podía percibir el mundo y procesarlo. Trataba de entenderlo. Un día le surgió una pregunta: ¿dónde estaba? Y nunca dejó de preguntársela.
Dios la había bendecido con razonamiento y no podía estar más agradecida.
Por primera vez comenzó a asociar voces. La voz dulce, un poco cansada, era la del ser que le daba agua casi todas las mañanas.
La más grave, generalmente respiraba pesadamente y le arrancaba hojas. Si estaba de buenas, eran las secas; si no, de cualquier forma, las arrancaba. Y otras voces, que casi no reconocía, pues venían muy de vez en cuando, y no llegaba a distinguir si eran solo dos voces diferentes, individuales, o era la misma, una sola. Una cantaba y otra la pisaba. Casi siempre venían juntas.
Vivió un tiempo así, quizás meses, aunque también puede que solo fueran días. El tiempo es relativo, y a ella le pareció relativamente poco; nunca se cansaba de sentir, de experimentar, y de aprender sobre el exterior. Lo exterior a ella.
Un día empezó a ver.
No supo cómo, pero se sumaba a sus capacidades la de observar. Por cada poro, estoma, célula de su cuerpo, ella podía observar. Veía la tierra en la que sus raíces se extendían y las lombrices que había, también el verde de sus hojas, de sus ramas, y sus retoños. Pudo ver a los seres y su cuerpo extraño que les permitía desplazarse. Agradeció al Sol, que era una voluta brillante en lo alto, que además de calentar sus hojitas y ramas, la bañaba de luz. Era fascinante.
En ese entonces, vio por primera vez muchas cosas. No existen aún palabras ni colores suficientes para describirlas todas, así que contaré solo una.
Sucedió cuando era de noche y todo estaba oscuro y sus raíces dolían.
El Sol, que ella tanto amaba, ya no estaba. Se había ido, desaparecido ante su eternamente sorprendida mirada. Primero unos rayos se escondieron, y al final solo unos rayos quedaron, débiles, pero brillantes, hasta que incluso estos desaparecieron.
El exterior se quedó oscuro. No veía nada. Le recordó al pasado, y la idea de que eso fuera todo, de que eso fue todo lo que había por ver, comenzó a atacar su mente.
Tiritaba, asustada. Pudo haberse vuelto loca esa noche, que ella no sabía que era noche y creía que era el fin. (No podía ver más allá.)
Enrolló, sin darse cuenta, cada hojita sobre sus ramas. Se encogió, esperando algo, aunque no sabía muy bien qué era. Transcurrió así toda la noche, su primera noche mirando, en ascuas, las raíces doliéndole y el alma en vilo.
¿El Sol había perecido? ¿Ella volvería a ver? ¿Qué fue eso que vio? ¿Lo imaginó todo?
Temblaba, aunque no hiciera mucho frio. La angustia y el suspenso eran sensaciones que no conocía, y en medio de tantos sentimientos, abrumada como estaba, no se dio cuenta en que momento empezó a clarear.
Cuando pudo fijarse, el cielo era de un azul marino hermoso, que apenas acabara de ponerle nombre, este cambiaba de tonalidad: azul fuerte, magnifico, azul orquídeo, azul rey, azul níquel. Y de repente un naranja.
¡Había rayos naranjas!
Solo podía significar una cosa, pensó emocionada. Y efectivamente, al poco tiempo los rayos se tornaron amarillos y el Sol, su Sol, se alzó en el horizonte, majestuoso, iluminándola y abrazándola. Ella renació en sus brazos, reconfortada. El dolor en sus raíces desapareció para siempre. El mundo entero desapareció, solo podía ver y sentirlo a él.
Era fascinante.
Se quedó observando, sintiendo, respirando. Absorbiendo tanta suntuosidad y grandeza. Era fascinante, y lo que había sufrido no importaba ya en esos momentos. A partir de allí todo brilló para ella.
Ella estaba en su maceta, en su mundo, observando la cerca blanca de enfrente. Tenía la bóveda de un límpido azul encima de ella y, contagiada, quizá por su amante el Sol, se sentía fabulosa. Sentía que era el centro de esto que existía.
Los seres la regaban. El sol la alimentaba, la tierra la fortalecía y ella crecía, verde, hermosa. Era perfecto, y lo sabía.
Sin embargo, todo es efímero, y aún más para un ser frágil y vulnerable como lo era ella. Y esos meses de experimentar la grandeza y magnificencia, también llegaron a su fin.
El sol se estaba metiendo, recordaría más tarde. Años más tarde aún podría recordarlo.
El cielo estaba pintarrajeado en tonos desde amarillo a lila.
Y ella se sentía plena.
De pronto, su vista comenzó a cambiar. Poco a poco, y de la nada, ya no veía por cada poro de sus hojas, sino por sólo dos, y el cuadro que componía su vista no estaba conformado por millones de pedacitos, sino por dos escenas grandes que se complementaban.
Cerró sus párpados, y ya no veía nada. La plantita aceptó estos cambios con gusto, pues la última vez que le había sucedido uno, había sido para bien. Que algo malo le sucediera era lo último que pensaba.
Sin embargo, en sus raíces sintió el dolor de antaño, aumentado al cien por ciento. No creyó soportarlo, pero cuando menos lo espero, este cesó.
Abrió los ojos, tratando de respirar por sus hojas. Pero ellas no estaban.
Se miró, y por fin entendió por qué había cambiado tanto, cuál era la finalidad de tantos cambios. Entendió el propósito de alejarse tanto de su esencia de planta.
Tenía dos brazos, dos piernas, y de pronto ya tenía un torso.
—¡Mamá! —habló una voz que reconoció como la voz que la pisaba. Lo miraba con ojos a punto de salírsele, y una sensación extraña para ella le recorrió la espalda—. ¡¿Por qué hay un niño verde en tu jardín?!
Ella no entendía nada. Su cuerpo tenía la forma de uno de los seres, y aun así la miraban como a un bicho raro.
—¿Un qué? —la vez femenina entró secándose las manos en el suéter.
Ella no podía con la confusión. Pero cuando lo miró, adoptó por un instante la misma expresión que la voz que lo pisaba.
Después la cambió. Con misericordia, quien sería su única motivación en adelante, le preguntó:
—¿Estás bien, pequeño?

Once upon a december

Zayra Naomi Ramos Pineda
Preparatoria 9

Enero
Asher y Gil se conocen.
 
Febrero

Asher y Gil se enamoran.
 
Marzo
Asher y Gil son pareja.
 
Abril
Asher ama a Gil, Gil ama a Asher.
 
Mayo
Asher y Gil tienen una vida perfecta.
 
Junio

Asher le pide matrimonio a Gil.
 
Julio
Gil planea su boda.
 
Agosto
Gil ha sentido mareos y debilidad.
 
Septiembre
Gil oculta algo.
 
Octubre
Asher está preocupado por el comportamiento de Gil.
 
Noviembre
Gil se lo cuenta todo a Asher.
 
Diciembre
Cuando las estrellas adornan el cielo, Asher estrecha a su amada contra sí, la mira por un largo tiempo, tratando de guardar todo en su memoria. Después la besa, repara en cómo Gil se relaja en sus brazos y siente una cálida bocanada de aire brotar de la boca de su esposa. Sabe que ha llegado el momento, Gil tiene leucemia. Gil lo deja…

Ángel justiciero | Verónica Paola Cervantes Olmos. Preparatoria Regional de Etzatlán

3
El hombre de saco y sombrero dejó de ser él y se extinguió al dejarse caer de aquel largo edificio.
 
2
Me acerqué al colorido de la calle central. Fue maravilloso el recorrido, subí hasta la orilla y por fin entendí mi lugar.
 
1
Hoy desperté con ganas de no ser nadie en este mundo. Tomé mi sombrero de gala con mi traje de charro y salí en busca de otro lugar para existir como alguien nuevo.
 
Cero 

Juliana Belén Villafaña Silva
Preparatoria 9

Amor destinado | María Luisa Rivera Garrido. Preparatoria Regional de El Salto

Sí, yo

Juliana Belén Villafaña Silva
Preparatoria 9

Solo estaba caminando. Tenía ropa holgada. Yo lo provoqué todo. Estaba corriendo. Dejé que me cargaran.
La oscuridad se apoderó del espacio. Los ruidos del coche. El pasamontañas. Me amordacé. Sus gemidos. La pala. Me tiré tres metros bajo sus garras.

Mirando mi interior | Jennifer Fernanda Pacheco Ramos. Preparatoria Regional de El Salto

Bendita soledad independencia

Desperté en un sueño en donde me encuentro siendo aquello que quería. Ya no está Sandra, ya no está mamá, tampoco papá. Ya nadie se enoja si llego tarde, ya nadie se molesta si no lavo los platos. Por fin puedo ver televisión todo el día, hago con mi tiempo lo que deseo. Ayer me desperté a la 12:00, hoy a las 3:00. ya nadie está ahí. Aquella independencia que creí tener, hoy la llamo soledad.

Sin él no hay vida | Jennifer Fernanda Pacheco Ramos. Preparatoria Regional de El Salto

Desahuciada

Ahí la vi, tirada, perdida, sufriendo por aprovechar al máximo sus últimos momentos, sufriendo por querer seguir sirviendo, por querer ayudar, por intentar seguir escribiendo, y entonces su tinta se vació, su vida se acabó y su dolor se esfumó.

Misiva de un homicida

¿Quieres saber la razón de mi actuar?
No creo que lo puedas comprender, pero te lo relataré de igual manera.
No puedo decirte cuándo comenzó exactamente, solo sé que un día abrí los ojos y la odiaba, la odiaba con todo mi ser. Todo en ella me irritaba de sobremanera: su personalidad y su apariencia me parecían desagradables, así que una idea cruzó por mi mente, como una estrella fugaz. En algunos momentos venía y en otros estaba pensaba que tal vez podría darle otra oportunidad. Pero esa estrella fugaz cada vez venía y se quedaba más tiempo, esa estrella fugaz alimentaba cada día la idea de acabar con ella.
Otro día desperté y no podía sentir nada, me sentía adormecido, como un barco a la deriva, pero el viento, oh, ese maldito viento, me empujaba y acercaba cada vez más a la idea, alimentaba la obsesión con mi designio. Entonces, como un lobo hambriento, cada día cazaba bosquejos de cómo sería tener su sangre en mis manos, ser el dueño de su última bocanada de aire. Lo perfeccioné todo, me percaté de cada detalle para poder lograr mi cometido. Y lo hice. Cuando todo se encontraba en un perfecto estado de silencio y calma, cómo si el universo tuviera conciencia del destino de esa noche, me levanté y tomé ese revólver 38 que se encontraba debajo de mi cama. Me miré al espejo de la esquina de mi habitación y lo hice: acabé con la bestia en mi interior.

Zayra Naomi Ramos Pineda
Preparatoria 9

La taxonomía de las hembras

… según los hombres

Los hombres dividen a las mujeres en santas, dignas de vivir en plenitud, a quienes pueden amar; en insípidas, las más repudiables, pues no evocan deseo; en putas, a quienes desprecian por haber sido tocadas. Sin embargo, ellos mismos no se cansan de manosearlas, porque en su pene, además de reinar el descontrol, también gobierna la hipocresía.

Fotografía

Fotógrafo de renombre aprecia su pieza favorita: los últimos suspiros de su pareja.

El extraño gusto por lo infantil

“Mi cuerpo ya no es deseable. Los hombres ya no quieren pagar por él, pues está infectado por la vejez”, dijo ella mirándose con asco. En eso visualizó a su hija, de piel tersa y virginidad intacta. Exclamó: “pero ellos me premiarán muy bien por tu codiciada niñez”.

Daniela Itzel Esparza Huerta
Preparatoria 19

Detrás de ti

Gabriel Alejandro Beas Pérez
Preparatoria 9

Expresar | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

—No lo entiendo. Yoel siempre ha sido un chico de lo más alegre, doctor. No logro comprender por qué intentó suicidarse.
El Dr. Tony miraba por la ventana. Era un día nublado de octubre de 1983. Después de escuchar a la señora Mendoza, quien aquel día llevaba un vestido amarrillo y unas zapatillas color crema, se volteó y la vio sentada frente a su escritorio. Por su apariencia, la señora debía de tener unos cuarenta años.
—Cálmese, señora, y repítame cómo lo encontró antes de traerlo aquí.
—¡Cuántas veces tengo que repetirlo! Lo encontré tirado en su cuarto, desangrándose, con cortes en las muñecas y un cuchillo a su lado. Yo regresaba de hacer las compras. Apenas lo vi, llamé a emergencias.
El doctor volvió a mirar por la ventana, pensativo. Estaba empezando a llover.
—De momento no logro tener nada en claro. Necesito hablar con el muchacho a solas.
—¿Y cuándo será eso? Lleva ya tres días dormido y uno que lo trajimos aquí… Justo para evitar que no intentara suicidarse otra vez cuando despierte.
—Tenga paciencia, señora —dijo mientras caminaba a la silla de su escritorio y se sentaba—. Nada ganaremos si nos impacientamos. Lo único que podemos hacer es esperar a que Yoel despierte. ¿Qué edad me dijo que tiene el muchacho?
—Solo dieciséis.
Dicho esto, se despidieron y la señora salió del consultorio. Desde la ventana, pudo ver cómo subía a su auto y se iba. Mientras tanto, en otra parte del psiquiátrico:
—Ah, mi cabeza, ja, ja, ja. Con que así es como se siente la muerte, ¿eh? ¡Espera! Si estoy muerto, ¿por qué me duele la cabeza? ¿Y dónde rayos estoy?
Yoel miró desesperadamente a su alrededor. No logró ver mucho, ya que las luces del cuarto estaban apagadas y la poca luz que le llegaba provenía de la ventana de la puerta al fondo. Cuando pudo ver claramente, se sorprendió de que era un cuarto grande con bastantes camillas, y mayor fue su sorpresa al ver que estaba atado con correas a la cama.
—¿Qué demonios? Yo debía estar muerto…
De repente, el miedo lo invadió y su respiración se volvió cada vez más pesada y agitada. Tras unos minutos, sintió como si algo trepara por su espalda y llegara hasta los hombros. A medida que se los apretaba, su miedo crecía. Esa sensación otra vez.
Yoel sentía tanto miedo que pensó que se orinaría en la cama. De pronto, percibió una respiración sobre su cabeza. Esto solo hizo que el miedo lo consumiera aún más y, lentamente, levantó la cabeza para ver qué era: una mano negra con ocho garras. Levantó la vista, siguiendo el brazo de la criatura, hasta que llegó a verle la cara: una sombra negra con ojos rojos y la boca abierta, que trataba de comerle la cabeza.
—¡ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE, ALÉJATE DE MÍ!
De inmediato, un enfermero entró, asustado por el grito.
—¿Qué te pasa, muchacho?  ¿Estás bien?
Yoel sintió un alivio al escuchar la voz del enfermero y volteó a verlo, alegrado. De inmediato, vino a su mente la criatura. Miró de nuevo hacia arriba, pero ahí ya no había nada.
—Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy? –dijo con la respiración pesada.
—En el psiquiátrico Santa Clara. ¿Cuál es tu nombre? Yo soy Alex, pero puedes llamarme señor Lanister.
—Yoel.
Terminadas las presentaciones, se acercó y le quitó las correas que lo ataban a la camilla. Luego, lo llevó al consultorio del doctor Tony, quien estaba leyendo un libro. Este miró hacia la puerta.
—Buenos días, Yoel –dijo. Lo invitó a recostarse en un diván, mientras él tomaba asiento en una silla cerca de este—. Señor Lanister, ya puede macharse.
—El señor Lanister se marchó.
—Bueno, empecemos con la sesión. Y bien, ¿quieres iniciar contándome porque trataste de suicidarte?
Al escuchar la pregunta, puso cara de enojo. Se quedó en silencio durante más de diez minutos. Decepcionado, el doctor le dijo:
—¿Quieres decirme por qué no quieres contarme?
Yoel sacudió la cabeza de derecha a izquierda, dando señal de negativa.
—Yoel, ¿sabes? A veces yo tampoco quiero hacer nada, pero igual la gente se niega a dejarme en paz. Si quieres sobrevivir y largarte a casa lo más pronto posible, tienes que aprender a cooperar, ¿de acuerdo? Llegará el día en que te des cuenta de la suerte que tuviste cuando te dejaron tranquilo…
Se levantó de la silla y le dio una palmada en el hombro.
—Está bien, le contaré —dijo asustado.
El doctor Tony se volvió a sentar en su silla y dejó que Yoel empezara a hablar.
—Es algo que ocurrió hace aproximadamente un año y medio, unos meses antes de los exámenes de la prepa. Regresaba de la tienda y decidí pasar por un parque solitario, ya que realmente no quería regresar a casa. Pensaba en la mentira que diría para justificar mi tardanza, así que me senté en un banco y me distraje con algo, no recuerdo con qué. Después de un rato, un señor llegó por mi espalda y puso sus manos en mis hombros. Los apretó muy fuerte y este me susurró al oído: “¿quieres tener un buen momento?” Mientras sus manos me apretaban más, sentí asco. Me paré, me volteé y le dije: “No, no, gracias. Y ni se le ocurra volver a intentar eso.” En el instante en que me volteé, llegó por atrás y me puso contra la pared. Primero intenté mover mis brazos para empujarme hacia atrás. No pude; los tenía paralizados. Luego, con los pies puestos en la pared, quise impulsarme y tirarlo al piso. No pude; estaba temblando. Ya no podía escuchar nada, no podía pensar nada. Estaba varado en mi mente, en mi vacío. Lo siguiente que recuerdo es que me bajó el pantalón y que su cosa entró en mí. En ese momento, solo podía ver la pared. No sentía nada más que dolor. Y si tuviera que describirlo, diría que es como morir mentalmente. El dolor que sentí con su cosa dentro era como ser golpeado repetidamente en los bajos, como si me sacaran el alma de tanto dolor.
» Perdí la noción del tiempo, de cuánto duró haciéndomelo, pero eyaculó dentro. En ese momento, sentí un gran asco. Luego sacó su cosa y pude verle la espalda, mientras se iba como si nada hubiera pasado.
El doctor terminó de apuntar en su libreta y luego de pensarlo volvió a llamar al señor Lanister, que traía una bandeja con medicina. Uno de los frascos decía Moralitidina; las pastillas dentro tenían un extraño color azul.
—¿Y esto qué es?
—Es tu nueva medicina. Por favor tómala.
Yoel se paró, se acercó al enfermero y tomó la medicina. Por un instante se sintió raro. Luego, dio un grito del susto, pues el mundo a su alrededor se había teñido de un rojo sangre, sangre que comenzó a escurrir por las paredes del consultorio. Del techo, había ojos observándolo, y el señor Lanister y el doctor Tony ya no se veían más como ellos. El Doctor era como un ente, sin más rasgos faciales que sus oídos y una boca con tres filas de dientes. Se veía desnutrido, casi esquelético, y con la piel en estado de putrefacción. El señor Lanister se veía como un hombre de paja, con clavos gigantes por todo su cuerpo, que estaba en llamas. El fuego le formaba una cara sonriente. Para hacerlo aún peor, tenían aterradores monstruos detrás de ellos, con las fauces abiertas tratando de devorarlo. Yoel apenas alcanzó a gritar: “¡detrás de ti!” Luego se desmayó.
En la oscuridad, una figura extraña se acercó a Yoel, pero solo pudo verle la cabeza a la distancia. Era un cráneo de perro con el hocico alargado y grandes ojos rojos. Tenía cuernos de cordero.
—Yoel, al despertar tienes que encontrar de nuevo la medicina. Te ayudará a salir de aquí y regresar a casa.
La extraña figura chasqueó los dedos, y cuando un hoyo se abrió debajo suyo, cayó. Despertó un par de horas después, en la misma camilla en la que había despertado. Esta vez no estaba atado. ¿Qué demonios había sido ese sueño? ¿Y qué era esa cosa? ¿Encontrar de nuevo esa medicina horrible? ¡Ah, olvídalo! Todavía respiraba pesadamente y estaba muy sudoroso.
             Para qué buscar esa medicina y tratar de regresar a casa si allá afuera no había nada bueno. Con esa idea en mente, pasó varias semanas encerrado en el psiquiátrico.
Siempre era visitado en sueños por la criatura con cráneo de perro y cuernos de cordero, y cada vez eran más frecuentes sus apariciones. La boca se le apareció tantas veces al despertar que hasta le puso un nombre:
Remor. Y esto siempre venía acompañado de una parálisis del sueño. Además, la vida dentro de Santa Clara no era tan buena: el guardia que vigilaba la entrada era un pedófilo y las enfermeras preferían seguir leyendo sus revistas que atender a los niños. “Ya estoy harto de este lugar”, pensó. “Es horrible. Al menos mi madre me trataba mejor que estas personas. Tengo que escapar de aquí”. En ese momento, pasó una niña, saltando la cuerda y cantando una canción.


Down in the valley where the green grass grows,
there lives a lady in green.
She grows, she grows so, so sweet,
that she calls for a ladder al the end of street.
Sweetheart, sweetheart, will you marry me?
Yes, Lord, yes, Lord, at half past three.
Ice cake, spice cake, soft parfait,
and we’ll have a wedding at half past three.

 
—Hola, Yoel –dijo, cuando se detuvo en seco y lo miró—. ¿Planeas escapar de aquí? Qué bien, igual que yo.
—Calla, Mio, no lo digas muy alto. Las enfermeras nos escucharán –Se paró y le tapó la boca con la mano.
—Por cierto, ¿ya encontraste a tu perro? ¿Cómo se llamaba? Ah, ya recuerdo: Peludo.
—No, el señor Peludo sigue allá afuera, esperándome para volver a casa —dijo con una expresión triste en la cara, mientras se retiraba la mano de Yoel de la boca—. Por eso escaparé de aquí.
—Así que, qué tal si escapamos juntos, Yoel.
—Pues como ya lo sabes, no tengo de otra…
Así que Yoel le contó sobre la figura y sobre su sueño, y al no tener más pistas de cómo salir esa noche, mientras todos en el psiquiátrico dormían, Yoel y Mio se escabulleron hacia el almacén en el que se guardaban todas las medicinas.
—Genial, aquí está el almacén, Mio. ¿Sí le robaste la llave al guarda?
—Sí, ese asqueroso me pidió un beso a —dijo mientras la sacaba de su bolsillo y abría el almacén—. Pero yo le di un café mezclado con la medicina que me dan, ja, ja, ja. El idiota cayó dormido
—¡Eureka!
Yoel y Mio entraron y buscaron la Moralitidina. La encontraron junto a un picahielos. Yoel tomó ambos y cuando estaban por salir del almacén, Mio tiró por accidente un frasco de medicina, provocando un gran estruendo. Yoel se escondió rápidamente, pero Mio no tuvo tanta suerte.
—¡Qué rayos haces aquí, niña? —gritó el guardia.
Mio salió corriendo, derrumbando al guardia y este la persiguió, dándole vía libre para escapar a Yoel.
“Gracias, Mio, fuiste muy valiente”, pensó para sí mismo mientras se llevaba la mano derecha a la frente, haciendo el saludo que haría un soldado.
Salió corriendo hacia su cuarto lo más rápido posible; más de una vez pensó que lo atraparían, ya que el guardia había alertado a los enfermeros. “Casi me atrapan”, pensó mientras se sentaba en la cama. “Bien, ahora tengo que tomar esto, ¿verdad?”
Se tomó de nuevo una de las extrañas pastillas azules y sintió devuelta cómo algo trepaba por su espalda y ponía una mano en su hombro, que comenzaba a apretar. Entonces, el mundo se tiñó de rojo y las paredes escurrieron sangre. Desde el techo, ojos de varios colores observaban a Yoel como si pudieran mirar su alma. Detrás de él, se manifestó la criatura que siempre lo asechaba con las fauces abiertas, listas para comérselo. Pero ya no era solo una sombra, era real. Y era la misma criatura de su sueño. Esta vez pudo observar de cerca el cráneo. Pensó que se desmayaría de nuevo, pero se determinó y lo enfrentó. 
—Remor —dijo con la respiración pesada, asustado.
La criatura miró hacia abajo, lo vio directamente a los ojos, sin soltarle los hombros para que este no pudiera escapar. Soltó una carcajada estruendosa.
—Hola de nuevo, Yoel. ¿Quieres pasar un buen momento?
—¿Qué haces aquí? ¿Que no se supone que esas pastillas me ayudarían a escapar de aquí?
—Oh, mi querido, tan crédulo. ¿Que acaso no te enseñaron que no debías creer todo lo que te dijeran?
—Lárgate, criatura inmunda.
—Así como la primera vez —dijo después de lamerle la cara—, sabes que fue tu culpa que yo me sintiera atraído por ti. Solo mírate, tan puro, tan adorable.
—¡CÁLLATE!
—¿Qué te espera allá fuera? Ya no tienes nada.
—¡TODAVÍA TENGO A MI MADRE!
—¡Tu madre! Ja, ja, ja. ¿Y crees que todavía te querrá, después de saber qué te pasó? Tan solo piensa en cómo te verán las personas una vez que salgas de aquí: el chico que ni siquiera pudo protegerse a sí mismo.
—¡CÁLLATE! AL MENOS CUANDO SALGA DE AQUÍ, TODAVÍA ESTARÉ VIVO.
—Oh, mi querido, pero si tú ya estás muerto. Una vez que dejas de amar, ya estás muerto. Incluso si tu corazón sigue palpitando te he quitado todo. Ya no te queda nada. –La criatura soltó otra gran carcajada.
—¡C Á L L A T E! —gritó mientras sacaba el picahielos de su bolsillo e inmediatamente se lo encajaba debajo de la boca, atravesando su lengua y llegando hasta el cerebro.
La criatura murió al instante. “Por fin”, pensó.  Creyó que llevaría más tiempo. Pero entonces, Remor abrió sus fauces, mismas que no solo venían desde el cráneo, sino que recorrían todo su cuerpo, y engulló a Yoel.
 
Yoel Murió el 14 de diciembre de 1983. El personal del hospital jamás encontró su cuerpo. Lo único que se encontró en su habitación fue el frasco de Moralitidina.

Ataduras | Amairani Sarahi Juárez Zúñiga. Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga

La fuerza de las palabras

Cada cuando tenemos la oportunidad de coincidir con palabras que nos gustan tanto, que las pedimos para llevar, hasta el fin de nuestros días, pues desafían el mal sueño, un pestilente día o esa mañana grisácea de un gélido invierno. Ese es el caso de la presente selección de poesía en nuestro número 21 de Vaivén: nos da el sentir de sus colores en hábitos diurnos y nocturnos, convertidos en actos amorosos por jóvenes escritores del Sistema de Educación Media Superior de la Universidad de Guadalajara.


Sus poesías son audaces y frescas, describen la forma en la que pueden pintar pieles distantes hasta la fisura de los huesos, entre sus emocionantes vivencias, en las que exponen sus ideas sobre el amor, nostalgia o reflexiones sobre la condición humana en inspiración hecha palabra.


Estos decididos poetas lanzan sus plumas con osadía a las llamas de los deseos, para hacernos apreciar sus más íntimas reflexiones y sus propias luchas cotidianas, producidas por el incesante encuentro con lo efímero y fugaz. Ellos entienden del sentir nacido de la poesía en contraste con la terrible realidad, que embellecen con arte.


De la misma manera, los lectores encontrarán formas de pensar sobre la vida, felicidad, muerte, violencia o las bellas imágenes como la vida contenida en una gota o los miedos de las ausencias. También hallarán mil noches tranquilas, el umbral de sus soledades. Con su poesía no se puede dejar de experimentar todas las emociones liberadas de su alma, ese es el poder de las palabras que rompen, empapan y se apilan entre nosotros.


Les invitamos a disfrutar de estos amantes de la palabra con imágenes que nacen de ella; momentos llenos de esencialidad que nos sobreviven, superan, desesperan, colman, acercan y nos comunican como un vaivén. 
 
María Adriana Sotelo Villegas*
 
*Poeta y docente en la Universidad, imparte clases de filosofía desde hace 29 años. Ha publicado en revistas literarias y científicas. En la actualidad, es jefa de la Unidad de Vinculación del Sistema de Educación Media Superior.