La brecha que había entre la luz y la oscuridad ha desaparecido. Me la arrebataron; me arrancaron el más importante de mis sentidos, el más querido; el del amanecer, el del ocaso, el de las horas cero de las que escapaba con precaución. Me quitaron la vista, y más lamentable aún, me quitaron mi trabajo.
Yo era camionero, digo era nada más por la vista, porque lo sigo siendo. Mi padre decía que camioneros nacimos y así nos quedamos. No sé si es la prisa, o el bigote, no sé qué es lo que me sigue haciendo camionero, ahora tal vez el recuerdo, este que puedo dibujar a penas, muy a penas desde mi sillón sin color, desde mi habitación que a tientas existe, porque ahora lo es todo así, a tientas y a medios pasos. Aquí es que pienso el camino, horizonte nunca alcanzado, infinito ras del mundo. Ahora que estoy postrado es que puedo apreciar la belleza de mi oficio.
Bien me dijo mi padre que estuviera atento a las pequeñas cosas, a aquellas que de entre lo que no se ve, aparecen; venados, vacas, en ocasiones personas. Entonces un salto al camino para mí pudo haber significado la muerte. Frenas, pierdes el control, te estrellas, o te sales del camino. Con suerte te mueres, porque de lo contrario quedas indispuesto.
Nunca le presté atención a las pequeñas cosas, nunca le hice caso al leve rumor que salía de los matorrales cuando me bajaba a orinar, nunca me dio miedo la oscuridad, ni las peligrosas horas cero, ni las prisas, ni ser camionero.
La brecha que había entre la luz y la oscuridad, la que está hecha de natural miedo, tampoco existía. Ahora le diría yo a mi padre: cuidado con las cosas que ni pequeñas ni grandes, esas que no deben existir; la mala suerte, los amuletos, un rosario colgado en el retrovisor, persígnate, témele al rumor de los matorrales, témele a lo que dejas detrás cuando pisas el acelerador. Tal vez la prisa del camionero es la prisa del que escapa. Yo le diría a mi padre: cuídate de lo que no escapas, de lo que no ves.
Postrado y sin vista, pienso lo rápido que me arrancaron los ojos, tal vez debí haber pisado aún más el acelerador, tal vez debí voltear cuando estaba orinando. Y es que no le temí al ruido que se acercaba por mi espalda. No es hasta que el dolor desgarrador me arrancó mi oficio que le tuve miedo a lo que no debe existir.
Manuel Tejeda Enríquez
Preparatoria 4