Emmanuel Acero Casildo
Preparatoria Regional de Lagos de Moreno
Participante del IV Coloquio Filosófico del SEMS 2015 “Luis Villoro”
Abstract
Cuando nos entregamos a la belleza nos encontramos con las múltiples expresiones que proclaman su esencia como su mismo símbolo, y por lo tanto, si indagamos acerca de ello, nos damos cuenta que al encontrar y contemplar esta clase de entes sobre nuestro entorno recibimos un susurro inconsciente de su existencia, del cual asentimos magnéticamente con la mirada y procedemos por inercia para intentar interpretarlos. De esta manera, comienza una incesante búsqueda por conseguir aquello que tenga el poder de despertar nuestro sentir más profundo, desencadenar una lluvia de goce, deleite y potencia naciente del mismo acto de la contemplación y es cuando nos vemos inmersos ante una incertidumbre tal, que se cultiva entre la sensibilidad y la razón como las vías más adecuadas para acercarse a un conocimiento certero del hombre, a aquella libertad tanto tiempo anhelada, pues es la propia belleza quien la constituye.
“La mente intuitiva es un don sagrado y la mente racional un sirviente fiel.
Hemos creado una sociedad que honra al sirviente y se ha olvidado del don”.
Albert Einstein
A lo largo del tiempo, el hombre se ha empeñado en realizar una ardua labor de reconocimiento y acción en la que más que encontrar un sentido a su vida ha tratado de encontrarse y de entenderse a sí mismo, así ha logrado trascender la prisión de sus instintos para llegar al esplendor de la razón, la que lo ha maravillado hasta casi cegarlo, dejando detrás de sí lo más puro de la humanidad: la sensibilidad.
Hoy en día, podemos ver cómo la razón comienza a colocarnos en el abismo de la irracionalidad, dentro de un antropocentrismo desmedido, cuyos efectos podrían ser irreversibles. La propia naturaleza ya nos lo advierte al someter nuestro entendimiento a una reflexión más elaborada y justificada mediante la incertidumbre ocasionada por los diversos fenómenos que amenazan constantemente nuestra existencia.
Debido ello me he propuesto demostrar cómo la belleza, a partir del esbozo que nos propone Schiller, se encuentra estrechamente relacionada con la nostalgia de la libertad, para después percibirla en la magia de la contemplación artística como una facultad inherente a nosotros, además de reconocer al arte como un instrumento para ennoblecer al hombre y como el sendero más prometedor para que éste alcance su plenitud. Así mismo, señalaré cómo en este universo de lo fantástico, la razón interviene como su sostén infiriendo una relación dialéctica.
Partamos de una pregunta clave: ¿Qué es lo bello? Tomaremos como punto de partida la clara respuesta que a esta pregunta ofreció Schiller: “Lo bello ha de placer sin concepto”, y más adelante: “bella será, pues, una forma que se explique a sí misma; explicarse a sí mismo significa en este caso explicarse sin la ayuda de un concepto”.
En tanto nos ilumina esta cualidad de independencia de la belleza nos resulta fácil concebir la autonomía de su existencia, su libertad de ser, ausente de toda intervención de regla o ley preestablecida, pues la belleza se norma a sí misma, se dirige por su propia cuenta, se autorealiza no de manera determinada sino en virtud de su misma naturaleza, de su propia potencia de actuar, lo cual constituye un refugio, una fortaleza ante todo sentido de determinación, protegida de toda intención pragmática; por lo tanto, podemos inferir que el fulgor más cegador de la belleza es lo que llama Schiller “autodeterminación”.
Entre más se enaltezca un objeto o cosa de autodeterminación, más bello se presentará, más dichosa será su huella, más honorífico su proceder. Por este medio podemos intuir que el anhelo o la avidez de todo objeto bello es la perfección, teniendo en cuenta que, como apunta Schiller, “un objeto es perfecto cuando toda la diversidad de sus elementos coincide en la unidad de su concepto; y es bello cuando su perfección aparece como naturaleza”. No provoca, por lo tanto, singularidad en sí mismo sino que se perfecciona por los lazos que establece con los demás entes, ajenos quizás a su naturaleza, pero identificados por la misma virtud y el mismo anhelo, que se autodeterminan cerca y lejos del mismo, logrando así una hermosa individualidad compuesta de la belleza de otras individualidades.
Así se acerca a una belleza y a una perfección más profundas, una sintonización de portentosas notas para conjuntar la bella melodía, “en eso consiste precisamente la armonía, en el hecho de que cada uno se impone, por su libertad interior, justamente aquella restricción que el otro necesita para manifestar su libertad”(Schiller, 1990).
Sí analizáramos la razón por sí sola, nos resultaría un fenómeno árido, y si hiciéramos lo mismo con la sensibilidad, ésta se nos presentaría desolada, un desenfrenado y cruento impulso instintivo humano. Es por ello que encuentro la necesidad de una relación dialéctica entre la razón y la sensibilidad. Nos resulta familiar la idea de que la razón se desenvuelva en ausencia de una emoción, de un sentimiento, es decir, sin sensibilidad; y también que la sensibilidad es contraria a la razón, en tanto sí ambos actuaran en nuestro devenir, sin prescindir el uno del otro nuestra aspiración final no sería más que la miseria. Podemos decir entonces que el cimiento o la base de la razón se fundamenta en la relatividad de lo sensible, al tiempo que la sensibilidad se convierte en supraestructura de la razón.
Ante este argumento, si nos enfocamos en la idea de la belleza nos podríamos encontrar en un terreno donde no prolifera la razón. Al decir que un orden ya establecido y estructurado con base en leyes y normas que tratan de explicar todo a su paso, tal vez intuiríamos que no se puede indagar sobre lo que aún no lo está, sobre lo que entiende, se explica y se obedece a sí mismo fuera de toda normatividad exterior; porque la razón es algo dado ya exteriormente mientras que lo bello nace del interior, la razón es apariencia mientras que la belleza es esencia pura.
Por más entusiasta que parezca la empresa de la razón en extraer por sus propios méritos la sustancia de lo bello, encontraría a su paso un cúmulo de ideas que se contradicen y se ratifican entre sí en una relatividad inconmensurable, y más que extraerla no haría más que desahuciarla, según lo dice Schiller: “La belleza no puede hallarse de ninguna manera en el campo de la razón teórica, porque es absolutamente independiente de los conceptos; y puesto que hay que buscarla sin duda en la familia de la razón, no existiendo al lado de la razón teórica que la práctica, habrá que buscarla entonces en el seno de la razón práctica, y es ahí donde la encontraremos”.
Sin embargo, me resulta inapelable que la propia belleza se configure sin el sustento de una ley natural, que en dado caso sea universal y precisamente podemos, en cuanto a esto, vislumbrar que aquí es donde recae la razón como la intérprete de aquellas leyes naturales, mientras que la belleza se descifra por medio del arte donde el artista es quien tiene el papel de representarla.
Por lo tanto, la labor de aprendizaje, retención y ejecución de la creación artística por naturaleza se sustenta en la propia razón pura, pero en este caso aquella misma se encuentra transmutada y embellecida por una fuerza motriz a la que llamo “pasión”; una devoción tal que traspasa y enmascara el carácter frío y árido de la razón, misma que pasa y se convierte en un imperativo estético en los campos de la razón práctica.
Mientras tanto, el artista deberá cuidar que la razón no se interponga sobre su pasión, sino por el contrario deberá permitir que esa misma intuición estética gobierne a su voluntad y dirija aquella labor que llevan a cabo sus diestras manos como si ésta se diera por sí sola, casi de manera involuntaria, desglosándose así la naturaleza autodeterminante de la belleza, no habiendo algún otro origen más certero que la sustancia sensible más pura del alma del propio artista.
La obra artística ya no se convierte en un medio subjetivo sino en una finalidad objetiva, es ella la que abre las puertas y transporta a cualquier intérprete, mientras éste se disponga a entregarse, a una aventura sobre un universo desconocido, un mundo fuera de todo decreto que rija en la realidad y en tanto vana, resultará su inconsciente intención de definirlo, el gozo y el deleite terminan por sucumbirlo en regocijo y fervor; la obra lo acaba y lo renace, lo desbasta y lo vivifica.
Y en cuanto a esta experiencia concierne, el intérprete y hasta el mismo artista no están haciendo más que encontrarse y conocerse en el maravilloso y más puro entorno de su propio ethos, la morada divina de su alma, inaugurando así una escapatoria de las frías exigencias del espacio-tiempo sin apartarnos del mismo espacio-tiempo, un escondite ante aquella voluntad insaciable schopenhaueriana, un maravillosa confortación, un acicalado aliento.
La consecuencia de todo ello es la autocreación, un proceso inmanente e interminable que se emprende cada vez que asistimos a la hermosa gala de la experiencia estética que consiste en “darse un ser, una naturaleza, un nuevo cuerpo, una nueva sensibilidad (…), es un proceso, una autoconquista, (…) es advenir a su propia autonomía, devenir autónomo, devenir libre”, no por mérito de la obra sino por el nuestro, el cual no queda encerrado en el propio sujeto sino que se desdobla a la praxis y por medio de diálogos se reunifican en la sociedad: “Así pues, no es sólo el individuo el que se crea sí mismo mediante la experiencia estética, es la propia comunidad, la vida intersubjetiva humana la que se crea a sí misma”(Trías, 2006).
No puedo asimilar una analogía más directa con la belleza y sus debidas propiedades más que con el Hombre mismo, con la cual puedo intuir que ésta es en realidad la añoranza por la que la humanidad tanta vehemencia ha invertido a lo largo de la historia. Por lo tanto, y como bien lo vimos, este ideal no se encuentra desolado más allá de nuestro propio entendimiento sino que yace impregnado de manera innata en nuestra naturaleza, dentro de nuestro ethos y por ende no me percato de otra vía más infalible para hallarlo más que la que el arte nos provee.
Por otro lado, en el arte también converge una facultad mediadora aplicable para la enemistad que existe entre la razón y la sensibilidad sobre el actuar del hombre, ya que mientras la razón se apropia del mismo, en el arte llega a resplandecer el fulgor de su carácter sensible, pero tampoco podemos excluir como intercede la razón cuando un impulso instintivo-emocional lo posee dirimiendo el caos desatado en entendimiento y fortaleza.
Y sin embargo, me inclino por pensar que al sucumbirnos en la magnificencia de la experiencia estética, ésta provoca un resplandecimiento en nosotros, una misteriosa pero maravillosa intuición que potencializa nuestro actuar, que traspasa la frontera de lo posible y se apropia de lo imposible pues en esta cualidad es donde germina “la fuerza imaginativa de creación del mundo”(Gaarder, 1995), la misma que socorre al filósofo, al físico o al médico que establecen nuevos paradigmas. Aunque no hay que dejar de apuntar que en una sociedad regida por las maravillas de la razón, la idea de una educación estética para desenterrar aquel Santo Grial de la corteza insensible del hombre supondría un amanecer más próspero y noble, o como lo planteó Marcel Proust:
“Nuestra vanidad, nuestras pasiones, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta y nuestros hábitos llevan ya mucho tiempo en operación, y es tarea arruinar esa operación suya, hacernos volver sobre nuestros pasos hasta las profundidades en las que lo que existe en verdad yace desconocido dentro de nosotros”.
Bibliografía
-Schiller, F., Kallias, Cartas sobre la educación estética del hombre, 1ra edición, Barcelona, Anthropos, 1990.
-Trías, E., et al., coordinado por Herrera Guido Rosario, Hacia una nueva ética, México, Siglo XXI: 2006.
-Gaarder, J., El mundo de Sofía, México, DF, Patria/Siruela: 1995.