Siempre teníamos que estar juntos mi hermano y yo. En nuestro cumpleaños, juntos; en Navidad, juntos; en la casa, juntos; en el cuarto, juntos; por las mañanas, en el baño, los dos siempre juntos. ¿Cómo podía soportarlo por más tiempo? El enemigo siempre pegado a mí, siempre a mi lado. Era irritante tener que compartirlo todo: la vida, la ropa, el espacio, la atención, el mismo cuerpo. Ser su siamés era horrible. No conocía ningún placer solitario. Chop-chop-chop. La masturbación a dos manos también se compartía, vaya que la compartíamos; él quería, yo no quería, yo quería, él no. Yo-él. No. ¿Por qué no podía ser sólo yo?
Fenómeno de dos cabezas, dos mentes y un solo cuerpo. Un solo miembro, justo eso era lo peor. Así me vi obligado a hacer lo más sensato y humanamente posible: le apuñalé el ojo mientras dormía y después arranqué su cabeza. Hoy soy un joven ordinario, bueno, eso me dice él. Ya no lo veo pero lo escucho perfectamente. Sigue a mi lado. Me dice que soy un joven normal, tal como yo lo quería. Me lo dice justo hasta que llega la enfermera que me pone las inyecciones para que mi hermano se calle por el resto del día. Y me quedo en mi cuarto blanco, en mi cama blanca, con mi mente vacía y mis amigos normales en la quietud de nuestro blanco hogar.
Juan Luis González Hernández
Preparatoria 12