Carmen Tovar Ruiz
Preparatoria Regional de Etzatlán
La farola está fundida, ¿no le parece, Jacinto? —dijo la señora del piso 2, apresurada por alimentar al niño.
—Para nosotros, hasta la vida está fundida, querida.
En general, ubico a todas las personas del barrio. Esto se debe a mis tardeadas afuera del edificio. Veo cuando llegan y cuando se van, a veces felices, con prisas o con la mirada clavada en el suelo y las manos en bolsas vacías. No me gusta mi apartamento, huele a olvido y a todos los pesares posibles que usted logre imaginar, así que, al menor indicio de luz, cruzo el umbral y coloco la mecedora. Supongo que te preguntarás la razón de mi martirio, del vivir de una pensión volátil. Mi respuesta sería unos brazos que abrazan el cuerpo y susurran al alma palabras con capas de azúcar quemada. Lidia, mi esposa me prometió volver. Ya olvidé la fecha de aquella tarde manchada, del último día en que nuestros corazones latieron a centímetros. Deje le cuento que el día en que Lidia fue con su madre moribunda, me refugié en la farola. En esos tiempos era nueva y brillaba con tal intensidad que recité poemas improvisados. Nunca he sido religioso, aquella era mi manera de pedirle por nosotros. Si quiere y puede, acompáñeme, a lo mejor también quiere recitarle alguno. ¿Puedes verla? Sí, aquella luz en pausas se está quedando vieja. Dígame, ¿a quién le diré mis pesares si se apaga? A nadie, si de eso estoy a reventar. Los años son cúmulos de recuerdos y, como sabe, los míos huelen a olvido. Escuche los grillos, observe que las sombras de los árboles despiden al cielo, traen consigo un abrazo, un beso, manchones pero no frío. Oiga, si no fuese su caso, le recomiendo que se marche, no se vaya a enfermar; no podrá escribir el libro. Además, solo falta visitar la estación. Lidia me decía que la literatura solo estaba en los libros, pero se equivocaba; la vejez, los atardeceres y la soledad son literatura pura. Bien, pues, qué le parece si ya nos vamos, ya están cerrando la ventanilla.
No lo creía, tantas menciones acerca de ella. Me permitieron reconocerla desde que preguntó por su paradero. La historia fue un éxito a tal grado que llegó a manos de tan esperada mujer; sin embargo, no me acordaba de la calle y la noche se acercaba más.
—Se encuentra en el suburbio, no le será difícil. La mecedora da a una calle desierta con vista a la farola titilante, si quiere la acompaño.
Me pregunté cómo sería la reacción de él, se arrodillaría a la farola o hacia Lidia. A lo mejor correría a la mecedora para volver la mirada en busca de señales. Temo decirles que no corrió hacia nadie, simplemente no había ninguna mecedora, ni tampoco un hombre, solo una farola en completa oscuridad con señales de que alguna vez su luz fue refugio de un poeta.