Eran las siete de la mañana del 23 de febrero de 1924 y a la luz de los primeros rayos del sol, me encontraba en un prado completamente sola. Eché un vistazo y entre la vastedad del bosque, no vi más que verde y más verde. El avión estaba hecho pedazos, por suerte yo seguía entera.
Aquel fue el peor de mis vuelos. Una tormenta inesperada me envolvió, me cegó completamente y navegué por los cielos sin certeza por alrededor de dos horas. Cuando se veía llegar el fin, un rayo alcanzó una de las alas de mi nave y la encendió en llamas. Y no recuerdo más.
No lograba incorporarme, estaba tendida en medio de la nada. Aquellas nubes rasgadas eran imposibles de admirarse en la bulliciosa ciudad en la que vivía; el cielo lucía limpio, transparente y eterno. Sin embargo, era necesario dar un vistazo alrededor de mí, ver qué tan lejos de la civilización había caído e integrarme lo más pronto posible. Semanas atrás había prometido a mi hijo Elías y a su agonizante tortuga, que les llevaría cien fotografías de los atardeceres que contemplara en cada uno de mis vuelos, el de este desafortunado día iba a ser la fotografía noventa y siete. No podía hacer menos por mi hijo, la ausencia de su padre no tardaría en hacerse evidente y de alguna manera tenía que distraer su mente antes de anunciarle la fatal noticia de que su padre había muerto por defender a su país.
Poco a poco fui consciente de mi cuerpo, me dolía un poco la muñeca en la que tenía enredada una pañoleta roja que cubría mi pulgar fracturado. Llevaba puesta mi chaqueta de cuero café –aunque estaba hecha harapos–, una camisa blanca de manga larga, ceñida en los puños y el cuello, y un pantalón oscuro bastante grueso. Me percaté que había perdido mi gorro, mi casco y mis gafas, por eso quedaron al descubierto mis desastrosos mechones rizados. Solía llevar lo mismo en cada viaje, a excepción de la bufanda, pues mi hijo antes que yo emprendiera un nuevo vuelo me colgaba un listón de color diferente a las barbas de la bufanda azul que alguna vez perteneció a su padre. Lo hacía para que con el viento diera la impresión de que de mi cuello salía un arcoíris, pues decía que yo era su hada favorita.
Aquello era un desastre. La hélice estaba partida por la mitad y el motor completamente calcinado. Como se trataba de un viaje de rutina, que se suponía no debía causarme contratiempos, la mañana del día anterior olvidé guardar la caja de herramientas y el botiquín de primeros auxilios estaba vacío. No lograba explicarme cómo fue que sobreviví sin ninguna lesión grave, sólo podía observarme rasguños.
¿A dónde fui a parar? Nunca había visto tan cerca la naturaleza como en este punto. En ninguno de los cientos de mapas que estudié había registro de un lugar así. Con incertidumbre, avancé como pude hacia el misterioso bosque que se encontraba tras de mí. No había viento y sin embargo, mientras más avanzaba, el ambiente se tornaba cada vez más tropical.
Un paso antes de adentrarme en busca de algo que me ayudara a construir un refugio temporal, encontrar algunas provisiones o, si corría con suerte, a alguna persona que me auxiliara, decidí arrojar un par de rocas hacia el sendero que se tornaba oscuro por el espesor de las copas de los imponentes árboles que se elevaban hacia el cielo y ahogaban la luz en su interior. No escuché nada, sólo la piedra que tocó el suelo. Hizo un eco que resonó en toda la superficie del solitario bosque, fue escalofriante.
El bosque me llamaba y me adentré en él con paso firme. Poco a poco mis ojos buscaban la luz que el follaje se tragaba. Un ruido desconocido y lejano se escuchó, hizo crujir las ramas y con tenebrosidad, se dirigió hacia mí. Intenté escapar de él lo más rápido que mis adormecidas piernas me permitieran, pero parecía saber mi camino. En un instante no podía ver nada y traspasé.
Tenía el corazón acelerado y a tientas busqué algo para sostenerme. Fui subiendo poco a poco por una delgada pared, rugosa y torcida, y cuando por fin pude incorporarme, tenía mis ojos brillantes y muy abiertos, llenos de confusión y terror. Era la mirada más profunda que jamás había observado: una ventana al pasado, con ciento de imágenes impregnadas en un fulgor de aquellos ojos. Me desvanecí nuevamente y la sombra dueña de esos macabros sentidos, me sujetó por ambos brazos y con rudeza me levantó del suelo.
Quizá por decisión propia o por verdadero cansancio, no supe de mí durante un largo rato. En mi cuerpo reinaba una paz profunda y me transporté a un viaje astral, vislumbré a la distancia eternas bombas en explosión de colores sin nombre aún, gigantescas nebulosas que en la lejanía musitaban canciones intergalácticas, inmensos caballos de infinitas crines que se agitaban a las vibraciones del cosmos y jineteados por seres imperiales, de naturaleza inhumana, pero tan nobles como nosotros. Sin embargo, no tenía noción de materia alguna, no había espacio ni tiempo ni luz ni sombra ni vívidos sonidos de ancestrales voces, mucho menos tambores al compás del corazón.
Poco a poco fui siendo consciente de mi cuerpo: el hormigueo en las plantas de mis pies, el calor en mi cabeza, una suave y espesa brisa que me mantenía cobijada, sutiles aromas de infusiones místicas y perfumes naturales. Mi cuerpo estaba desnudo y todo mi peso apoyado sobre mi espalda recostada en una roca inmensa. Antes de abrir los ojos pude concebir las llamaradas rojas y blancas que estaban alrededor de mí, apuntándome, más que eso, acusándome pero con reverencia. Y suspiré.
Al unísono, voces toscas y profundas recitaban deliciosas armonías, en un lenguaje que no conozco y del cual no tenía idea que existiera. Reconocía ciertas percusiones pero algunos instrumentos de viento emitían una eufonía tan perfecta y clara como jamás en la vida se podrá escuchar. Me incorporé y al atreverme a abrir los ojos, decenas de figuras brunas me analizaban mechón a mechón, con intrigante asombro. Vi a joven, miembro del grupo de individuos que me estudiaban, era delgado y alto, de ojos chispeantes y penetrantes, de piel cálida, su aspecto era un poco africano, un poco asiático. No podría decir con exactitud a qué raza pertenecía, pero tenía gran similitud a mis antepasados provenientes de África. Pude ver en su cuello, al borde de la clavícula, una marca oscura en forma de lanza, apuntando hacia el corazón. Al pasar la vista sobre los demás, observé que todos los varones llevaban esa flecha y las hermosas hembras, todas ellas de cabellos crespos y ennegrecidos, similares a los míos, llevaban un patrón de líneas y puntos alrededor del bíceps izquierdo. Me extrañaba que no despegaran su vista de mí, que no intentarán atacarme, pero tampoco demostraban condescendencia. Simplemente me observaban y una luz roja bailoteaba en sus cuerpos desnudos. No dudé ni un segundo que estaba en medio de una civilización desconocida para la humanidad, que a su vez desconocía a los otros integrantes de la humanidad. Dejaron de cantar y una anciana de cabello escaso y blanco se acercó temblorosa a mí. Interpretó una oración conjurada y a juzgar por su expresión, era algo que todos habían esperado. No paraba de repetir “Atsak”, cada que pronunciaba ese sonido, esbozaba una sonrisa y el fervor se escapaba por sus ojos arrugados. Hice un ademán con la mano y se la tendí, hubo un sobresalto y la multitud se arrodilló. Uno a uno fueron pasando y al postrarse, dejaban a mis pies diversas flores y raíces que me resultaban desconocidas. Permanecí inmóvil durante largos minutos, pues a cada movimiento que yo realizaba, estallaba el éxtasis y el regocijo, esa reacción se estaba tornado un tanto incómoda para mí. Nuevamente la anciana se aproximó, esta vez traía en sus arrugadas manos una especie de collar, hecho con cuentas de madera tallada que iban amarradas a un lazo de hebras de hule y en el centro había una forma ovalada, con grafías inscritas que no lograba descifrar.
Ella lo colocó en el altar sobre el que me habían reposado y se arrodilló gritando una evocación desesperada. “Atsak, melu, Atsak”, me dijo. Intuí que debía colocármelo y todos guardaron silencio. Al elevar la mirada, vi cómo entre ellos sonreían y murmullaban. Entonces fue cuando comenzaron a revolotear de felicidad. Aplaudían y escandalizaban, y por primera vez desde que había retomado consciencia, dejaron de mirarme.
Miré el collar y sus complejas cuentas. Parecían seguir un ciclo que culminaba en el centro, pero que ahí mismo renacía. Pude interpretar dos símbolos: el último, que ascendía como evolucionando, y el primero que descendía simulando un renacer. Y justo entre esos dos, había una figura femenina, más oscura que las demás formas. Concluí que el collar era una reliquia, un tributo a su mayor deidad, pues aquello representaba a un ser eterno, perfecto y al parecer cíclico, o capaz de renacer.
Ellos creían que yo era su diosa. “Atsak” parecía ser mi nombre. Comprendí su emoción, su miedo, su entrega y sus cánticos, pero tenía un mal presagio. El collar marcaba un inicio y un fin que se transformaban en renacer bajo la dicha del sol sobre la figura femenina. Quise cegar esa posibilidad, pero la intriga me aprisionaba. El inicio en la vida del nacimiento y el fin en la muerte. Su diosa podía resucitar y otorgarles la vida eterna; sin embargo, yo era un piloto aviador, madre de Elías, viuda de Tomás. Mi fin era su fin, mi fin era la muerte.
De un brinco bajé del altar y me recibieron dos enormes individuos, serios y rígidos, que no se atrevían a mirarme directamente. Quise correr, pero ya habían rodeado mis extremidades con una cuerda hecha de resistentes enredaderas verdes. Les supliqué que me soltaran, pero regresaron mi cuerpo boca abajo a la enorme roca dejando mi cabeza colgando, era incapaz de moverme.
La cuerda estaba tan ajustada a mí, que respirar era muy incómodo y doloroso. Un niño derramó un líquido aromático sobre mi frente y bajo mi cabeza, en el suelo, colocó un cesto lo suficientemente grande como para que ésta fuera depositaba en él. Los vi inquietos, saltando y esperando el momento en que mi cuerpo desvanecería y de entre el follaje una nueva alma dotada de gracia, los bendijera con su nobleza. Estaba temerosa, con los ojos ciegos por el llanto y el cuerpo tembloroso, mi mente estaba en blanco y esperaba al verdugo. Él colocó la hoja fría y afilada atrás de mi nuca. Silencio.
Un rayo alcanzó nuevamente mi avión, ahora estaba en caída libre a merced de las violentas corrientes del viento. Tomé con ambas manos el asiento, me aferré a él, sentía mil afiladas gotas de lluvia atravesar mi lacerada piel. Cerré los ojos y me concentré en respirar, lo que me resultaba imposible. Una luz azul me cegó y vi a Tomás entre las nubes. “Elías, recuerda alimentar a la tortuga”.
María de Jesús Neri Navarro
Preparatoria Regional de Chapala