Antes creía que era sólo un sueño que estropeaba mis amaneceres, pero hoy me doy cuenta que estropeó más que eso. Mirar la enorme pecera era un hábito natural para mí. En ella había peces de todos los tipos, tamaños y colores. Luego, la caja de vidrio se elevó hacia el techo de la casa dejando a los peces sin protección.
El agua se derramó y los peces comenzaron a nadar, a flotar, o a volar a mí alrededor, infestando el lugar con sus ojos sin párpados y sus aletas puntiagudas. Algunos empezaron a crecer hasta el tamaño de un tiburón y se comían a los peces más chicos, los devoraban enteros o los destrozaban desgarrándolos con dientes filosos y los restos comenzaban a caerme encima y, al sentir el olor a muerto en mí, se acercaron apresuradamente…
Desperté en mi querido sillón individual y disfruté la sensación de las calorías llenando mi cuerpo. Di un rápido vistazo al Libro de los sueños. Los peces no eran buena señal: agravación de una enfermedad, injurias, sufrimientos y pérdidas. Pero no tuve mucho tiempo para preocuparme, tenía que investigar el caso de una mujer acusada de haber matado a su mejor amigo. Sergio Balcázar apareció muerto en la casa de mi clienta en su misma habitación. Ella llamó a la policía al encontrarlo y los forenses interfirieron pronto. Descubrieron que murió por arma de fuego: tenía un impacto de bala calibre .22 en la frente y otro de una bala más grande en la pierna derecha. Se presumía que las balas entraron por la ventana, pero sólo había un agujero hecho por la bala más gruesa.
Mi clienta, la señorita Aurora Aldama, una mujer soltera de 28 años, amante de juegos de azar y apuestas, había comprado un arma calibre .22 (que en ese momento se encontraba perdida), así que era la principal sospechosa y fue detenida. Ella juró no haberlo hecho y fue llevada a juicio. Su abogado, Federico Thépot, un moreno y elegante francés, me pidió ayuda para que encontrara pistas que favorecieran a Aurora, pero poco había podido hacer, la escena fue limpiada antes de que fuera a investigar. No vi más que la ventana rota con vista a la casa de al lado que abarcaba casi toda a pared. Frente a ella estaba la cama con la cabecera recargada a la pared paralela a la ventana. El colchón estaba manchado de sangre, así como la esquina inferior del pie de la cama y el lado izquierdo de ésta. Según informes, los forenses sólo se llevaron las piezas con sangre de un juego desordenado de craps que yacía en el piso. Dejaron un dado que marcaba cinco, el cual decidí llevarme.
Cuando le conté a Aurora y a Thépot mis resultados tan inservibles, ella no pudo contener el llanto. El abogado la tomó del hombro y trató de consolarla mientras la abrazaba. Ella me aseguró que conocía a un tal Balcázar desde hacía mucho tiempo, ese hombre se había ganado la confianza de mi clienta y ella le había dado una llave de su casa. Él la usaba para ir a los juegos de apuestas que organizaba cada semana y para visitarla de vez en cuando.
—No puedo hacer más por ahora —les dije—. Necesito reflexionar.
Mientras me iba, el abogado me dijo débilmente una extraña frase que entendí como “Adiós, monsieur. Que tenga éxito”.
No paraba de preguntarme qué pudo haber sucedido. Si ella no era culpable, pudieron haberlo matado porque tenían algo más que una amistad, o por alguna deuda con un jugador. Caminaba por un camellón ausente de transeúntes y noté una parpadeante luz roja en mi estómago. Al verla me escondí al tiempo que iniciaron las detonaciones de las balas. Me cubrí detrás de un auto hasta que los disparos dejaron de sonar. Vi debajo del auto los botines cafés estilo vaquero de un hombre que usaba un pantalón de vestir negro.
Fue un verdadero susto, pero regresé a mi departamento a reflexionar sobre el caso, tanto que olvidé casi por completo el episodio anterior. Comencé a sudar y mi ropa pronto se mojó al grado de enfriarme la espalda, pero estaba increíblemente caliente. Repasaba una y otra vez los indescifrables términos de los reportes forenses. Vi tantas fotos en mi celular de la escena del crimen que mis ojos se inyectaron en sangre y, el dolor me impidió seguir viendo las letras. Estaba desesperado. No lograba encontrar nada.
Sabía que si no lo lograba perdería mi trabajo, mis jefes ya habían notado el fracaso que soy y desde que murió Gaby, mi esposa, los casos siempre quedaban sin resolver. Ella era la detective. Su inteligencia, siempre superior, veía lo invisible y encontraba a ladrones, delincuentes y asaltantes en las partes más desconocidas del país. Podía hablar cinco idiomas y yo apenas tenía conocimientos muy superficiales de francés. Creo que Aurora lo sabía, hasta el abogado.
Comencé a sentir más calor, uno que abrazaba y hasta asfixiaba. Mis sentidos percibian un olor corporal reconocible, me recordó a Gaby y juro que por un instante estaba junto a mí, vestida con su pantalón negro acampanado y su pequeño saco blanco. No me atrevía a decir nada. Ella caminó lentamente hacia mi sillón y se sentó en mis piernas. Me miraba con tristeza, como la última vez que hablé con ella. Me había insistido en que dejara el trabajo que llevaba a cabo. Pocas son las esposas que se atreven a decir que sus maridos no sirven para algo. Yo ni siquiera me digné a seguir viéndola a los ojos, fingía revisar el expediente abierto. Mientras se alejaba le grité bruscamente, más enojado que triste, “¡tienes que ayudarme!”.
Como si estuviera en mi estancia actual, tomó el dado y, sin que siquiera me volteara a ver, lo arrojó. No supe en qué momento realmente tiré el dado, pero al revisarlo noté que cayó cinco. Lo tomé y lo volví a tirar: cinco, otra vez. Una vez más y volvió a caer cinco. Ya había visto algo así en uno de los expedientes antiguos de Gaby. No era la primera vez que ocurría.
Llevaba muchos días caminando entre las sombras, siguiendo a tientas una pared gris y áspera, y hasta el final me cubrió un centello que dejaba burlado al Sol…
Otra vez desperté. Un sueño nuevamente. Libro de los sueños. Laberinto. Misterio encontrado. Ya no son tonterías. No hay tiempo que perder. La duda es el retraso más grande.
El abogado, Aurora y yo nos reunimos con el juez en cuanto les conté que tenía pistas aún inconclusas, pero con mucho potencial. Cuando me dieron la palabra, exclamé:
—¡El asesino es el mismo Thépot! No había mucha gente que hiciera ruido, así que proseguí:
—El señor Balcázar entró para visitar a Aurora en un momento en el que la señorita se encontraba fuera. Subió a su recámara para buscarla y encontró al señor Thépot sosteniendo el juego de craps que soltó del susto. Colocó a un francotirador (si así le podemos decir) alerta en la casa de al lado y cuando vio a alguien más en la habitación, disparó contra él y atinó a su pierna. Usted —dije señalando al culpable– tomó el arma de la señorita que debió encontrar mientras registraba la casa y disparó en su frente, ya que Sergio estaba retorciéndose de dolor mientras el tirador creía que ya lo había matado.
—¿Pero por qué pensaría yo que habría una cantidad significativa de efectivo en la casa? —me reprochó Thépot con su acento francés pedante.
—Una mujer que apuesta cada semana tiene que tener algo de efectivo guardado en casa; una mujer que, recordemos, puede pagar un abogado francés, y un abogado no se acerca con infrecuencia a los asesinos.
—¿Tiene pruebas?
—Fue interesante que un juego de dados que yacía en el piso tuviera sangre de la víctima en todas sus piezas, a excepción de una de ellas, que limpió con sus guantes–. Creo que ni yo me había dado cuenta de la adrenalina que sentía en ese momento.
—Usted buscaba en la caja del juego de craps el dinero de la señorita porque no lo encontraba en ninguna otra parte. Cuando Sergio quedó herido en el suelo, usted no se decidió a matarlo, quizá por compasión pasajera. Lo dejó a la suerte esperando un número impar. ¿Le son familiares los dados cargados de los apostadores como mi clienta? Claro, ¿por qué usar su propio dado cuando ha encontrado uno que no evidencie una visita? Así, usted se llevó el arma que, por la orden que traigo aquí, espero encontrar pronto en su casa, así como sus cuentas, que coincidan con el dinero que se llevó y el contacto del francotirador.
Mientras era retenido, me acerqué para decirle en voz baja:
—Algo me decía que usted no contrató a un detective inepto al azar. Esperaba que yo mismo matara las esperanzas de mi clienta de salir libre. Ya me conocía a mí y a mi esposa. Ella abrió varios expedientes con sus asesinatos. ¡Sólo espere a que demuestre cómo fue que me quitó todo! La próxima vez fíjese a quien le dice adieu, no es una palabra de todos los días y casi la confundo con un simple adiós. Y cambie de botines antes de buscar a sus víctimas en la calle.
Mi éxito debió haber sido tan grande como mi satisfacción. En ese momento la señora Aurora me felicitó al igual que mis superiores. Mi talento sería reconocido en las noticias y en los periódicos. Aún tenía trabajo por hacer y mi carrera hubiera sido exitosa, todos sabrían de lo que soy capaz. Todos, incluso alguien que al salir del juicio me apuntó con una parpadeante luz roja.
Óscar Rito Muñoz
Egresado de la Preparatoria 5