Tenía los ojos cerrados, escuchaba mi columpio chillar y las golondrinas a coro. Un centenar de sonidos a mi alrededor no llegaban a perturbar la paz y la alegría que tenía tan arraigadas bajo mis costillas. Ahora llovía; las gotas me humedecían los brazos y el rostro. La brisa masajeaba mis mejillas y yo sonreía de gozo.
Entonces decidí despertar. El columpio eran cláxones y las aves conductores enfadados. La lluvia no venía del cielo, sino de adentro. El tórax destrozado y el abdomen perforado. Qué preciosas disculpas puede pedir el cerebro unos instantes antes de cerrar con telón negro. La sonrisa fija todavía la tengo.
Emiliano González Flores
Preparatoria 9