Una luz entraba a través de la pared lechosa llena de fluidos pegajosos, poco a poco el calor llegaba a mi piel arrugada y tierna. Sentí necesidad de retorcerme como lombriz dentro del pequeño lugar de paredes blancas sin ángulos en el que estaba.
Empecé a picotear la pared, mas con este intento no lograba siquiera atravesar la primera capa, retorcí la cabeza y con más fuerza en el pico finalmente pude agrietarla. Impulsé todo mi cuerpo hacia afuera para salir, hasta que un boquete se dibujó en las infinitas paredes blancas. Apenas podía asomar mi pico y arrancaba con debilidad la pared trozo a trozo, caían lentamente. Cuando mi cuello rondaba fuera de las grietas y mi cabeza temblorosa volteaba a todas partes, divisé sólo dos espectros.
Los próximos días después que salí de esas paredes casi irrompibles, estuve moviéndome de un lado a otro entre pedazos blancos y fluidos ajenos a los míos, entre plumas y paja que parecían basura, mierda rodeándome por todos lados. Apestaba.
Un día por fin pude desplegar mis pesados párpados y supe que aquellas dos sombras que en un principio vi, eran mis padres. Permanecían como dos soles postrados en un palo de madera que iba de orilla a orilla de la estructura en que estábamos y que permanecía detenido por unos barrotes blancos. Yo quería salir de esa revuelta cama, porque ya comenzaba a ver mis plumas al cumplir mi primer mes. Amarillo como mis padres, sentía mis enormes alas llenas de plumas. Me consideraba tan ajeno a lo que mis padres eran. Ellos siempre estaban ahí, momificados o de vez en cuando saltando de un palo a otro. Algunas veces los encontraba en un pequeño rincón comiendo y bebiendo, taciturnos y postrados, luego se desplazaban a cualquier otra esquina que formaban los barrotes silenciosos. Nunca los vi mover sus alas, en cambio yo sentía ganas de salir, volar y cantarle a los jilgueros que se escuchaban fuera de esta jaula de tedio.
De vez en cuando una mano bienaventurada nos daba más comida y limpiaba esta pocilga llena de mierda, soledad y recuerdos. Cepillaba el piso tapizado de melancolía costrosa y nosotros nos encomendábamos a esa mano para tener seguro el mañana. Así pasaron los meses y aquellos soles que eran mis padres, se fueron extinguiendo. Apenas eran unas pequeñas estrellas o unas luciérnagas en constante parpadeo.
Una noche silenciosa, canté tan fuerte y con tal estruendo que mis padres despertaron asustados. La mano bienaventurada alzó la manta que cubría la jaula e hizo la luz. Me sentí como un pecador por haber cantado con libertad, comencé a volar en el pequeño espacio, haciendo tanto ajetreo que los ojos de mis padres se clavaron en mí con tal rudeza que me juzgaron de loco.
Y efectivamente, me parecía estar en un manicomio más que en una prisión de canarios. La luz que llegaba, se asomaba por los cristales del techo y se reflejaba aún más en las paredes blancas, la mano nos dejaba nuestra ración de alimento en un recipiente azul. Estábamos divididos dos canarios por jaula, por edad, estatura, color y plumaje, y a su vez cada jaula estaba dividida en dos. Nos estudiaban.
Después cantaba para mis adentros y volaba con la imaginación, pues había sido acusado por mi compañía y la mano vanagloriada. Con el miedo entre las alas, el hambre y la cabeza hecha cuerda con nudos repetidos, en un descuido en el que la mano dejó abierta la puerta, desconocida para mí, salí huyendo extendiendo mis alas tan largas que me despabilé del miedo. Donde yo vivía apenas era un rincón comparado con las paredes exteriores de este lugar, volé por los pasillos y entre una habitación y otra, hasta que no encontré techo que me detuviera, seguí con rapidez vivaz para sentir el gran esplendor azul con blanco que divisaba.
Conocí por fin el cielo, el aire ahogando mi cara y el verdadero sol calentando mis plumas. Volé hacia una aventura insólita, en las lejanas costas conocí el mar tan brillante y hondo que un abismo le quedaba corto. Vagué por los mares del Mediterráneo, conocí en las Islas Canarias primos de todos los colores, descubrí que no fue por nosotros el honor del nombre. Me quedé un buen tiempo en la isla más pequeña y visitaba de vez en cuando las otras en busca de alimento. Crucé montañas lejanas, cerros y volcanes, cayos perdidos en el mar, con la arena cubierta de motas verdes. Hice casa en andenes desconocidos, me adentré en arrecifes, cielos negros y sombríos. Viví en libertad, aleteando y cantando a mis anchas. Pronto advertí en mí un envejecimiento solitario, así que decidí regresar para buscar una compañía cálida. Y pasé de nuevo por todos los lugares en los que había estado. Llegué y todo era tan normal, siempre con ese estupor incandescente en el cielo y el viento quedito pegándole a la flora. Descubrí en el gran patio de una casa grandes cantares como los míos, así que me acerqué para instalarme como los otros.
Cuando por fin sentí estar adentro, me estrellé contra un muro transparente con marcos de madera desgastada. Allí estaba de nuevo la mano bienaventurada, arrestándome y colocándome en una nueva celda en los grandes pabellones del patio lleno de jaulas. Si un canario revoloteaba sus alas o intentaba volar dentro del pequeño cubículo, que era un suicidio hacerlo, la mano lo sacaba y ya no volvía más. En la tarde, cuando el sol arreciaba, abrían los cristales por el techo y se hacían rendijas para que no aumentara el calor. Entonces, la mano quería que todos nosotros cantáramos para ella y cuando se retiraba teníamos que callar o desaparecíamos. Qué dios era aquel que nos cuidaba y nos mataba, y al que mis padres y yo nos encomendábamos; sin embargo, nos daba de beber y comer a la hora adecuada. Mis plumas ya estaban desgastadas, confundía el cielo con el infierno gracias a la paranoia, comía menos de lo habitual y cantaba a duras penas cuando la mano aparecía. Desde mi jaula agredía a los otros canarios y pasaba la mayor parte del día dormido para apaciguar el huracán de ideas que por la noche me atormentaban. Empecé a hacer todo por inercia, comer de lo poco, ver de lo mucho, escuchar de la nada y volar a escondidas cuando todos dormíamos.
Otro día como cualquiera me sentí libre y también otros, los míos. Como parvada teníamos la manía de ir de nuevo a vivir las mejores fiestas como cuando éramos jóvenes, cantar y volar a nuestra gana, pero ya no era posible tal libertad, porque la vida ya nos había desgastado. Ahora sólo quedaba regresar. Allí descubrí junto con los otros, que en efecto, un dios me había dejado libre desde el principio. Allí estaba yo, con mi cabeza clueca empollando mi cuerpo sobre el nido viejo.
El horizonte con sus nubes formando un descomunal paraíso afrodisíaco, flores de todos los colores adornando las copas de los árboles, el viento y la brisa de una lluvia que se esfumaba antes de llegar a tierra. A esa altura sólo nosotros los canarios estábamos libres de grandeza y nos olvidábamos del dios que nos daba la mano, de la prisión en la que vivimos siempre, en el infierno imaginario, donde pocas veces sufríamos de penurias. Teníamos una imaginación tan grande que pensé llegar a vivir en soledad y la melancolía hacía sus costras en el suelo, y la locura estaba ligada a la inteligencia de una forma inocua.
Y cuando parpadeé unos segundos, estaba yo de nuevo peleando contra aquellas paredes lechosas.
Jovany Escareño Dávalos
Preparatoria 12