Padre

─ ¡Ya cállense! ─suplicó a berridos, mientras se cubría los oídos con la almohada.

Se soñó escritor.

Padre de un manuscrito esférico. Con parsimonia, pasó la vigilia que no se termina, que se prolonga, que sólo se convierte en pesadilla. Placebo para intentar soñar. Para creer que se soñó.

Amnesia, dulce engaño.

Al iniciar el día, Él había continuado con naturalidad su labor cósmica: se encargó de que la materia siguiera atrayéndose mutuamente, aunque, aumentado el espacio que la separaba, trazando más grande el infinito. Vigiló que los segundos no variaran su estricto compás áureo, que los neutrones de los púlsares no intentaran rebelarse alterando la radiación electromagnética de sus revoluciones, que Venus no cambiara su rotación en sentido de las agujas del reloj, que el día pudiera continuar como otro de sus sueños.

Después de escribir el guion de la representación teatral, comenzó a abrir los ojos, retirándose con los nudillos la secreción de polvo estelar acumulada en la comisura de los párpados. A decir verdad, Él no necesitaba dormir, sólo gustaba de soñar; deteniendo el tiempo, tranquilo de seguir ejerciendo poder sobre las melifluas notas que volaban como entrelazadas cuerdas, dándole un timbre a los colores, creando un iracundo estruendo con los erráticos fotones.

Vivía en dos tiempos. Vivía dos veces.

Delimitaba su día sin regirlo por un sistema sidéreo, lo hacía consultando los latidos de su corazón, la diástole de un hoyo negro destellando intermitencia de rayos X.

Con pesadumbre, alivió la carga del automatismo matutino sirviéndose el desayuno. Comió su platillo favorito: sopa de condensado fermiónico. Sereno, sintió cómo el superfluido a una millonésima de grado sobre el cero absoluto le helaba la boca, masajeando sus papilas, viajando como tenues ondas que morían en breve. El sabor de las partículas elementales siempre lo ponía de buen humor.

Visitaba los sistemas estelares con la convicción de centinela omnipresente; viajaba tranquilo de un lugar a otro, comiendo un helado de neutrinos sabor electrónico, aprovechando sus oscilaciones. Así, en Alfa Centauri era sabor muónico, y al llegar a Sirio, su mano sostenía un barquillo de helado tauónico casi derretido.

Le gustaba jugar a la rayuela creando nuevas constelaciones (obligado a hacer más estrellas para satisfacer tal capricho), trazaba sutiles líneas, cuidando con precisión la posición de cada una, perfecta, uniforme. Como un niño, dando pequeños saltos perfectamente ubicados, trataba de convencerse de que algún día, en algún momento, podría equivocarse y pisar la raya. Equivocarse, privilegio del que nunca gozaría.

Creado el Universo, la mitad de su rutina consistía en recordar los aconteceres en una línea del tiempo de dimensiones ridículas. Cuando pasaba las tardes descansando en alguna nebulosa, presenciando el interactuar de las fuerzas fundamentales en los quarks que creó en la oscuridad (es mi deber aclararle al lector: le molestaba la arbitraria justificación gramatical del nombre Quark, siempre tuvo desagrado por Finnegan’s Wake: ¿cómo Joyce se atrevió a la realización de un acto tan impío como lo es inmortalizar una resurrección con vodka?) era más consciente de que lo sabía todo, de que todo se dilataba para volver a implosionar; entonces se preguntaba si su trabajo tenía sentido. Esbozar amaneceres, definir la Historia, trabajar con decisión, darle tinte a los ocasos, apagar las luces: comenzar de nuevo. ¿Acaso los humanos se mofaban de Él cuando idearon a Sísifo? Era mejor callar, se había inquirido lo mismo el día anterior.

El director de la Orquesta, de la Obra; a fin de cuentas el telonero.

Su calefacción en el frío del espacio era la ebullición del microcosmos originada por el juego de los electrones de valencia, enlazándose con gozo, haciendo un calambur de la materia. Así todos los días: reversibles, extrapolables. Se podía comenzar por el final, terminar por el principio, un palíndromo monótono. Ser El Todo y crearlo todo, impregnando su espíritu en aquello que ocupaba espacio, transmutado en una alotropía absoluta.

Víctima del aburrimiento creó al hombre, ser que nacía de la tierra a la que volvería al morir (reconocía la pretenciosidad de tal concepto). Le dio un nombre, un reino llamado Universo, una gallardía mortal, una tendencia a perecer para glorificar su existencia. Adán, rey, formado por minerales cenozoicos, hidratado por el plasma de éter que le recorría la aorta. Eva, reina, postrada en un altar, preñada de libertad.

Al darse cuenta el macho del vigor de sus testes y la hembra de la fecundidad de su vientre, otorgar vida a los humanos se volvió un trabajo perpetuo. “¿Por qué no los castré cuando pude?”, se recriminaba melancólico, moldeando la masilla con los dedos, preparándose a exhalar. No solamente debía crearlos, debía darle razón a la presencia de cada uno de ellos. Pero Él continuaba solo, encargándose de narrar todas las historias sin detenerse a leer la suya.

Quizás Él también era una idea. Quizás era el único sueño que se soñó a sí mismo.

Así cavilaba Dios antes de dormir, condenado a ser, único castigo que le heredó al hombre.

Había comenzado a sufrir esquizofrenia nocturna desde hace más de cien mil años. De pronto, las voces inundaron nuevamente el interior de su cráneo (¿cómo se propagaba dicho sonido en el vacío?). Dirigió su mirada a la Tierra: eran los hombres, orándole.

─ ¡Ya cállense! ─suplicó a berridos, mientras se cubría los oídos con la almohada.

 

Leonardo Miguel Gutiérrez Arellano
Preparatoria Regional de Santa Anita
Publicado en la edición Núm. 11

Look down Alison Alexa Valadez Olivares Preparatoria Regional de El Salto

Look down
Alison Alexa Valadez Olivares
Preparatoria Regional de El Salto