Amada Catalina Rodríguez Arizmendi | Preparatoria 5
Desconcertada, miro mis manos que percibo ajenas. Ellas tiemblan. Sigo con la mirada el resbalar de los tonos cálidos que caen por las comisuras de mis dedos. Me concentro en el eco que generan las gotas al caer; caen una, dos, tres veces. Siento por breves instantes el hormigueo de mis piernas amenazándome fallar. Saboreo mi saliva, escucho mis oídos zumbar, mi vista se nubla y huelo olores que jamás creí experimentar.
Vuelvo en mí una vez percibo el calentar de mis mejillas por el postrar del Sol en las extensas ventanas de la universidad. Levanto mi rostro hacia el post meridium y a pesar de que mis retinas me demandan detenerme, dejo que ardan, pues no hay nada que ame más que al Sol. Amo a mi íntimo amigo el Sol; nos parecemos. Se ve cansado, por eso me gusta acompañarlo con un cigarro y una buena cerveza en mano. Lo veo esconderse, necesita descansar para mañana repetir el ciclo que tan desgastado le tiene. Me siento triste por él; no podrá descansar, seguirá con su arduo trabajo sin final.
Retengo mi respiración y cierro mis ojos lastimados. Sé que es imposible ignorar la situación bajo mis pies. Lagrimeo, lagrimeo hasta que las pocas gotas se convierten en un llanto desolado. Mi garganta se anuda, mi estómago se comprime y mi voz sale disparada en clamores. Quizás, solo quizás, si hubiera negado aquella invitación a pasar a su despacho, pudiera haber acompañado por más tiempo a mi íntimo amigo el Sol, pero fui insolente. Aún siento las frías manos de mi profesor sobrepasar mi falda, desgarrar mis ropas y tapar mi llorera. No puedo quejarme, seguro ha sido mi culpa por provocarlo con mis labios rojos y vestidos veraniegos.
Suelto el dióxido de carbono por mis fosas nasales, abro mis párpados y aunque soy cegada por los rayos anaranjados, decido agachar mi mirada para por fin enfrentar la realidad que he creado. Mis papilas se asquean y vomito sobre su cuerpo inerte. No soporto mirarlo, mi cuerpo rechaza cualquier contacto con él. He planeado esto por bastante tiempo. Retiro el cúter, clavado en el cráneo de mi profesor, y lo apunto hacia mi vivo útero. Mi cabeza está a punto de explotar, no deja de palpitar. Mis manos nuevamente se ven ensangrentadas y caigo a un lado del adefesio. Nuestras sangres se mezclan, pero ya no importa, yo solo miro al Sol.
“Errar es humano” hubiera dicho él, pero no fue humano y yo decidí tampoco serlo, aunque me calma el saber que el Sol tampoco lo es.