No sé cuánto tiempo llevamos en la cueva. El sol y la luna se perseguían una y otra vez en el cielo, sin alcanzarse nunca. A veces trataba de adivinar a qué jugaban, pero por ser el más joven de la manada, difícilmente conocía muchos juegos.
Los lobos siempre llegaban al anochecer, cuando las estrellas brillaban con fuerza y la luna estaba en lo alto. A veces traían los restos de animales, otras veces los alfas nos daban de comer a su manera. No me importaba, la cueva era tan bonita que ni siquiera me molestaba por el alimento, me era suficiente el no tener hambre.
Las noches, a pesar de ser heladas, no eran un problema, el pelo de los otros me daba calor; sin embargo, poco a poco fueron desapareciendo y yo volví a sentir frío.
Al principio, los dedos que tenía en las manos no habían sido suficientes para contarlos a todos. Incluso había tratado de contarlos con las amapolas que crecían dentro de la cueva. A cada flor le puse el nombre de un lobo y cuando se iban para ya no volver, arrancaba una flor.
Al iniciar el invierno, en mi jardín sólo quedaba una flor.
—¿Qué ocurrió con los otros? ¿Por qué sólo quedamos nosotros ahora? —le pregunté una noche frente a las estrellas.
El animal me observó por un instante antes de hablar. Cuando lo hizo, logré ver sus largos colmillos, esos que tanta envidia me causaban. ¿Por qué yo no podía tener unos así?
—Querido niño —odiaba cuando me llamaba así—, a todas las criaturas se nos da un tiempo en este mundo. Cuando ese tiempo termina, nos marchitamos o somos arrancados igual que tus amapolas, no se puede hacer nada contra eso.
Lo pensé unos minutos antes de contestar. El viejo lobo realmente se veía como si estuviera listo para marcharse, para “marchitarse” o ser arrancado… Pero yo no. Aún no quería eso.
—No quiero marchitarme—, repliqué. Sentía cómo ardían mis ojos y temí porque las lágrimas bajaran. Si lloraba frente a él, demostraría debilidad y sería abandonado, si es que no me devoraba primero.
—No tienes nada que temer, querido niño. Cuando te ocurra, lo entenderás. Marchitarse es algo natural.
El lobo se alejó en cuanto las lágrimas cayeron. Sólo quedamos las estrellas y yo. Mirando el cielo me pregunté si las ellas también se marchitarán algún día.
La comida dejó de llegar. La nieve era demasiado para el desgastado cuerpo de mi compañero, así que tuve que arrancar su flor para sobrevivir. Cuando dejó de ser suficiente, tuve que dejar la cueva.
Mis esperanzas eran pocas. No tenía garras, colmillos ni pelo. No estaba hecho para cazar como los lobos lo hacían, pero eso no significaba que no pudiera intentar. Mi cuerpo estaba cubierto por la piel de mi antiguo compañero, por lo que la nieve sólo llegaba a mi largo y enredado cabello. Mis uñas eran largas y, a pesar de no ser garras, funcionaban lo suficiente. Quedaban mis dientes, había tardado mucho, pero al fin logré afilarlos y ahora, aunque no eran largos, se parecían a los colmillos que tanto deseaba. Al fin me había convertido casi por completo en un lobo.
Aunque mi cuerpo estaba preparado, mi estómago no dejaba de doler. Por un momento temí que algún monstruo estuviera destruyendo todo desde adentro (las tripas aquí, la sangre allá). Después de comer todo lo que había podido encontrar (ratas, conejos, alguna ardilla ocasional), aquel monstruo pareció dormir un tiempo.
Tenía que buscar más comida, una presa de la que pudiera alimentarme lo suficiente como para que el monstruo en mi estómago no me atacara en mucho tiempo. Tardé más de lo que creía en encontrarla.
El frío del invierno me había obligado a detener mi búsqueda, el viento helado logró abrirse paso a través de la piel, incluso pudo congelar al monstruo del hambre, porque dejé de pensar en eso.
Estaba muriendo de frío, pensé que sería todo, hasta que lo escuché pisadas.
No estaban lejos y si había pisadas, significaba que había “algo” que las hiciera.
El monstruo del hambre se quitó el frío de encima y comenzó a gruñir con fuerza. Incluso él sabía que la comida poseía un líquido caliente dentro y en aquel momento el calor era vida… La sangre era vida.
Me acerqué al sonido, trataba de esconderme entre los árboles, no sabía qué era lo que estaba haciendo ruido y no quería arriesgarme, pero cuando al fin lo vi, no hubo necesidad de ocultarme más.
—No estoy solo —, escuché murmurar al niño humano frente a mí. A pesar de estar cubierto de nieve y temblando de frío, sonaba aliviado. —¿Sabes dónde queda la aldea? Estoy perdido y no creo aguantar mucho.
Una sonrisa cruzaba por su rostro, se abrazaba a sí mismo y su cabello negro me recordaba al de los lobos. Mi estómago volvió a rugir por lo que, sin decir ni una sola palabra, comencé a acercarme. La sonrisa del desconocido pareció vacilar.
—Vamos… Contesta. —Retrocedió un paso antes de que lo tomara del brazo para evitar su huida. —Me estás asustando… —Al ver su rostro aterrorizado le sonreí con mis dientes de lobo y al fin contesté.
—No tienes que temer, marchitarse es algo natural. —Y entonces salté.
Carolina González Arellano
Preparatoria 13