He llevado a mis labios el caracol sonoro
y he suscitado el eco de las dianas marinas,
le acerqué a mis oídos y las azules minas
me han contado en voz baja su secreto tesoro.
Rubén Darío
Estoy a punto de ganar la demanda que hace unos meses levanté contra la Luna. Y, óigame usté, todo lo que he hecho no es por dinero ni por fama, sino por algo más importante: la Poesía Mexicana.
Soy un humilde campesino que siembra poesía, no tengo mucho dinero. Desde joven mantengo a mi mujer y a mis hijos gracias al huerto de caracoles junto al mar en el que siembro, que me heredó mi padre, por supuesto. Los babosos (que perdone usté, pero así se llaman) tardan doce meses en crecer, después de cuidados minuciosos. Antes les daba de nalgadas a mis hijos para que lloraran y así poder regar el sembradío con sus lágrimas (porque la poesía crece más rápido con el dolor y la tristeza), ahora les pido a ellos que me traigan a mis nietos para que también cooperen con el negocio familiar. Los animalitos se nutren gracias a la música o al duelo, por eso también rento mi casa para sepelios y otras ceremonias. Después que los caracoles están bien maduritos, con la misma guadaña que uso para la siega, trituro el molusco y lo echo a la basura, para quedarme con la pura caracola. Ya estando solas las conchas, las vendo de a tres por peso. Vieras los clientes que he tenido: Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, etece, etece. Todos compraron de mi poesía, que es pura calidad. Eso sí, yo chitón, hay que ser discreto: ¿te imaginas que le hubieran quitado el Nobel a don Tavo porque compró sus poemas por encargo? Yo soy honrado y respeto la imagen de mis clientes.
Uno no más acerca el oído a la conchita y escucha el espíritu de lo poético, como los niños cuando juegan a escuchar el mar. Letra por letra, la concha destila su poesía por el espiral que tiene en los costados. Uno decide si la acomoda en pentapodia o si la desgrana en endecasílabos, ora sí que cada quien, ¿o no?
Yo fui el tuétano de la poesía azteca, sí señor. Mi negocio iba requetebién, hasta que la canija Luna se puso caprichosa y pos, ya vio usté que arreció las mareas de todo el mundo. Por sus jijos berrinches se fregó mi cosecha de un año, ¡un año! Dígame usté: ¿cuántos Premios Nacionales de Poesía Elías Nandino no se fueron en ese cultivo?, ¿cuántos Ramón López Velarde?, ¿cuántos ensayos para el Villaurrutia?, ¿cuántas putas no se quedaron sin chamba porque no había poetas jóvenes ansiosos de celebrar su premio? ¡Una desgracia nacional!
Demandé al satélite por daños morales y materiales. Imagínese al nuevo Malarmé, al nuevo Verlén, al nuevo Rambó, vagando por áhi, todos moneados y pedos porque creen que son malos poetas; no, ¡no!: son los mejores poetas del pinche mundo, nomás les falta poesía… y allí es donde entro yo.
Ya quedamos de acuerdo en que la Luna nos va a inspirar tres centenas de sonetos, sesenta jitanjáforas y un millar de poemas en verso libre, en lo que nos reponemos de la crisis. Lo que me apura no es la inminente monotemática celeste, sino que en la noche todo está muy oscuro y por ende mis muchachos se van a lastimar la vista mientras escriban.
No, joven, si la Literatura Mexicana se cae a pedazos no es culpa del cacicazgo intelectual o de la falta de becas y de incentivación gubernamental: es culpa de la Luna, que nos ha dejado sin poesía.
Leonardo Miguel Gutiérrez Arellano
Preparatoria Regional de Santa Anita
Publicado en la edición Núm. 11