La carta

Samaria de la Luz Reyes Suazzo

Preparatoria 19

Querida hermana:

Has crecido bien. Estoy orgulloso de la mujer en la que te has convertido. Me lleno de alegría cuando pienso en lo lejos que has llegado. Ahora eres una periodista increíble que está dispuesta a luchar hasta el final y contra todo para que se haga justicia. Eres la voz de las personas que han obligado a callar con sangre. No puedo evitar sonreír cuando me hablan de ti, cuando me cuentan lo que has hecho para defender a las víctimas inocentes. Pero hay algo que no me agrada y es que no te importa morir en el intento. Me gustaría que valores más tu vida, y que alejes los pensamientos tan desagradables sobre ti misma. No te subestimes. Eres una persona generosa y amable, inteligente y trabajadora. No necesitas que te diga que vas por un buen camino.
Debo admitir que parte del motivo por el que te escribo es para reclamarte. ¿Por qué dices que no te escucho? ¿Por qué dices ser una molestia para mí? Si supieras que estoy aquí a tu lado, si tan solo pudieras verme…
Todas las noches escucho sin falta tus monólogos, tus risas, tus llantos, tus rezos. Incluso me he vuelto tu fan número uno. Nunca me pierdo ninguno de tus cuentos ni artículos. Soy quien hace los coros cuando cantas y quien te acompaña cuando bailas. A veces me escuchas, me sientes, pero lo ignoras o justificas con argumentos lógicos. ¿Acaso yo te enseñé a ser de mente cerrada? Claro que no. Tú y yo éramos los mejores investigadores de casos paranormales. ¿Recuerdas aquella vez cuando se cayó una taza en la cocina? Estábamos solos. Papá y mamá habían salido; nunca volvimos a quedarnos solos en casa.
Solías tener muchas pesadillas que te atormentaban al punto de romper en llanto. Entrabas a mi habitación y me abrazabas fuerte por la espalda, susurrabas casi sin voz: “el monstruo volvió”. En esos instantes, la preocupación me embargaba. Era tan frustrante el no saber cómo ayudarte. No podía consolarte diciendo que había sido solo un sueño porque estaba claro que para ti había sido más que eso. Ahora esa pequeña, desconsolada y vulnerable, se esconde dentro del cuerpo de una mujer segura que por las noches la deja salir y la fuerza a revivir aquella depresión. Cada uno de los acontecimientos se repiten en tu mente como la primera vez: mi desaparición, la búsqueda, la morgue, los juicios interminables contra los militares involucrados, las burlas, el ataúd rodeado de rosas blancas y los crueles comentarios de las personas. Yo también lo recuerdo tan bien como tú. Ese día, al sentir los disparos impactar contra mi cuerpo, pensé en ti, en mis padres y en lo destrozados que estarían al enterarse de mi pérdida. La desesperación me invadía y me pedía que corriera lejos, que me ocultara o que los enfrentara, pero mis piernas ya no respondían. Entonces, el soldado había jalado el gatillo por última vez y el dolor había desaparecido. Comprendí entonces que para mí había sido el final del camino. Pero para ustedes continuaba.
Fue difícil ver tu proceso de duelo; tenías solo cinco años y ya comenzabas a perder las ganas de seguir viviendo. En la morgue te aferraste a mi frío cuerpo flagelado mientras yo observaba sin poder hacer nada. Te negabas a soltarme e irte sin mí. En tus gritos me rogabas que despertara. Estos aún retumban vívidos en mis recuerdos. Sentí cómo parte de ti se había desprendido y comenzaba a pudrirse junto a mi cuerpo. Permaneciste así por una hora hasta que el forense te alejó.
Creí que al crecer olvidarías lo ocurrido y continuarías tu vida como si yo nunca hubiera existido, pero ha sido todo lo contrario. La culpa me carcome cuando te veo a ti y a mis padres llorar, también cuando pronuncian mi nombre con ese dejo de melancolía. Pero, aunque para mis padres ha sido difícil y doloroso, no dejan de sonreír. Quiero que tú también lo hagas, hermana. No vivas maldiciendo a las personas que me asesinaron. No guardes rencor contra los soldados y policías por culpa de unos cuantos. Mejor disfruta y libera esa respiración de tu pecho. Yo ya los perdoné, ahora te toca a ti hacerlo.
No preocupes más a mamá. Come todo lo que te ponga en el plato, dale tantos abrazos como puedas, habla con mi padre sobre el periódico. Puede que yo ya no esté, pero ellos siguen contigo. No esperes a que ellos falten para amarlos. Ahora me tengo que despedir y me iré esperando una respuesta de tu parte. Te amo con cada partícula de mi alma y eso nunca cambiará, hermana. Cuando me extrañes, sal al balcón y mira al cielo. Habla conmigo, que yo te escucharé. Cuando la brisa te acaricie, piensa que soy yo abrazándote.

P.D. Nunca te olvides del Joel alegre de veintitrés años, porque ese mismo Joel espera a su hermanita y a sus padres con los brazos abiertos en el jardín del Edén.

Meridian| César Osvaldo Hernández Sánchez. Preparatoria 9