Lo que me gusta de quienes empiezan a escribir poemas, por encima de la frescura o las ganas de decir algo, es la poca idea del riesgo que conlleva enlazar las palabras. Me gusta el apremio, incluso en los versos ingenuos, de toparnos con lo que ya se dijo, con eso que ignoramos, leímos u olvidamos. Sin embargo, la aventura del verso es de un hambre absoluta: no siempre disponemos del verbo que madura mejor con nuestra idea; del adjetivo seco que marida con las hojas tan verdes; o trascendente, con una puesta al ideal del lenguaje. Sucede que, cuando jóvenes, nos bastan la emoción, los sentimientos, el asedio hormonal o las vísceras graves para llenar la página. Los lectores cómplices (amigos, la familia, otro autor novel) nos aplauden y hasta leen la revista o el libro que tal vez publiquemos. Pero esto no es el éxito; tampoco las becas o los premios. Me parece que regresar al poema con otro (agudo) riesgo, con mayor intuición y oficio, y una curiosidad distinta, nos daría la humildad para decirnos poetas, no antes de haber logrado el gran poema. Mucho menos después. Es justo en ese momento, precario, tan efímero en que los versos luchan por su vida, cuando los sostenemos en las manos, con la vista, el aliento… Las palabras riesgosas no admiten autores poco experimentados, amigos o familia que se queden atrás de nuestros versos. Es decir, cuando arriesguemos la vida con el vaivén que implica esta palabra y nos enfrentaremos a este movimiento sobre la cuerda en vilo que nos dará qué decir.
Luis Armenta Malpica*
*Luis Armenta Malpica (Ciudad de México 1961). Poeta, ensayista y traductor de francés.
Ha recibido diversos premios y reconocimientos nacionales e internacionales.