Joseline Guadalupe Estrada Corvera | Preparatoria 8
En el tranquilo preescolar, cada día seguía la misma rutina: estudiar, comer y jugar. Nuestro juego favorito era siempre el mismo, “zapatito blanco, zapatito azul”. Sin embargo, la monotonía se rompió cuando la nueva maestra decidió introducir un juego diferente: la gallinita ciega. Nadie sabía las reglas, pero cuando las explicó, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Este juego me recordaba a las noches de los viernes, cuando mis padres y yo solíamos jugar a escondernos. Distraído por mis recuerdos, jugué según las reglas que conocía. Pero pronto me encontré escondido durante horas, ignorando los llamados que resonaban a mi alrededor. Fue cuando las sirenas se acercaron y escuché la voz de mi padre, salí corriendo de mi escondite hacia sus brazos, donde él explicaba al oficial lo sucedido, el cual no pasó por desapercibido mis dedos faltantes.
Hacía un año, un accidente había transformado a mi esposa. Comenzó a comportarse de manera extraña , hasta el punto de atacar a mi hijo una noche, convencida de que era un impostor. En un arrebato de violencia, le arrancó dos dedos de un mordisco y luego, llena de remordimiento, se cegó a sí misma. A pesar de todo, no podía abandonarla, y en su lugar, decidí mentirle a mi hijo, haciéndolo creer que los viernes, día en que la medicación de su madre se terminaba, jugábamos en familia al escondite; si lograba permanecer escondido sin importar lo que dijera mamá, ganaría un premio. El juego terminaría únicamente cuando yo lo llamara.