Fernanda Isabel Márquez Caballero
Preparatoria Regional de Puerto Vallarta
Eran las once menos cuarto cuando una camioneta 4×4 color azul celeste paró a las orillas de la carretera “Cumbres de maltrata», el camino que conecta a Puebla y el estado de Veracruz, conocido entre los viajeros por ser una de las rutas más peligrosas de México. La dama que conducía apagó los faros y, sosteniendo su bolso contra su cintura, bajó del vehículo. Sus tacones de aguja color cereza aterrizaron sobre el suelo mojado con suave precisión. Mientras avanzaba precavida hacia el motor del auto, los ojos de un grupo se posaron sobre sus pantorrillas. Estos ojos iban subiendo un poco más arriba, delineando el cuerpo de la dama sin ningún pudor y, con todo el descaro, estaban enterados de la belleza de la mujer. Y lo más relevante de todo: iba sola.
Lo había notado. Sabía que la miraban. Quizá otra mujer estaría asustada, pero ese no era su caso. Ya había tenido miedo antes. Esa misma noche, un año atrás, la mujer que era entonces se había largado sin darse la vuelta, y no planeaba regresar pronto.
A las once menos diez los brazos de la hermosa dama levantaron el capó del auto. Con su mano derecha, se puso a hurgar entre los cables y las tuercas del motor. Esos ojos no paraban de mirarla.
Su disfrutable cuerpo atrapado en un pequeño vestido de terciopelo a juego con los tacones, la castaña cabellera cayéndole graciosamente por los hombros, caderas que se elevaban conforme el pecho se inclinaba para alcanzar con las manos el fondo del mecanismo. Tenían un marco sublime sin lugar a dudas.
Un brillo fugaz cruzó por las pupilas del grupo, que de inmediato divisó la oportunidad de cometer una travesura.
—¡Eh!— Captaron su atención. —¿Necesitas ayuda, guapa?— Uno de los hombres que la miraban, el más grande de ellos, se animó a llamarla. Ella no se movió, y muy por el contrario siguió revisando el motor del automóvil.
—¿No me escuchaste, güerita? Mejor me acerco un poco —pronunció con malicia la misma voz. Él cumplió lo dicho y con el semblante confiado de quien se cree dueño del mundo, fue aproximándose. En cuestión de segundos, estaba detrás. Ella se erigió precipitadamente, asiendo con fuerza su bolso contra el cuerpo.
—¿Qué hace una mujer tan guapa así de sola? Especialmente en la noche. ¿No sabes que hay gente peligrosa en las calles?— El resto del grupo, tres hombres en concreto, silbaron con notoria lujuria, profiriendo comentarios lascivos entre risas graves y sucias. —Suelta el coche, nosotros podemos conducirte mejor —susurró el primero en levantarse cerca del cuello de la mujer. Su blanca y opaca piel no tuvo la más mínima reacción, ni incluso un escalofrío.
—¡Vamos, azotala, Lalo! —exclamó otro de los muchachos para que el resto soltara una carcajada.
La mujer seguía sin moverse, estaba totalmente paralizada.
—¿Por qué tan dura, mi reina? Aflójate tantito, no voy a comerte—. Lalo rio para sí mismo y bruscamente puso su horrorosa mano sobre el hombro de la dama.
Su expresión de malicia y deseo pasó a transformarse en puro terror cuando volvió el rostro para mirarlo. Había reconocido ese adorno, el repugnante decorado que ella llevaba por máscara: un horrible y desgastado círculo de cartón color azul celeste, con la leyenda “¡Es un niño!” escrita en la cara con caligrafía cursiva. Y entonces, solo por un segundo, pensó en la fecha.
Había sido una mañana maravillosa, el mismo día, un año atrás. Dalia y Oliver, una joven pareja a la espera de su primer hijo, habían dado con vivida emoción una fiesta de revelación de sexo para su familia directa. Todo transcurrió según lo planeado, hubo comida, pasteles y regalos. Al terminar estaban exhaustos, pero felices, muy felices.
—Todavía tenemos que guardar los adornos —dijo ella tomando por la mejilla el rostro de su joven y encantador esposo.
Él la miró con todo el amor con el que podía hacerlo. Su alma estaba entregada a aquella hermosa y única mujer, la madre de su hijo, su joven esposa, y con quien quería compartir el resto de su vida. Estaba enamorado de ella completamente, eso es todo lo que hay que destacar.
—Ahora mismo, mi amor —le respondió para luego otorgar un dulce beso sobre su frente, sacandole una risita contagiada de ternura.
En esas estaban, guardando los vasos y serpentinas azules cuando el timbre de la puerta rompió la amenidad del ambiente.
—Anda a ver si no es tu tía Gerarda, Oliver, tal vez dejó cerveza en el cenicero.
Él se limitó a reír y se echó a andar hacia la puerta. La broma de su mujer le hizo perder la concentración, esa sería la primera vez que no miraría por el ojo de la puerta antes de abrir.
—¡Atrévete a mover un solo dedo, pendejo, y te juro que esta no la cuentas! —bramó con fiereza Lalo, apuntándole al desdichado hombre con una pistola sobre la frente. Su dedo índice apretaba el gatillo, dispuesto a descargar una bala contra sus sesos en el momento en que fuera necesario.
—¡Ustedes, entren, agarren lo que puedan, quiero vacío cada cajón! ¡Rápido, cabrones! —ordenó a los tres hombres que lo seguían en su crimen. Y ellos, sin ser tardíos, irrumpieron en la casa, volteando cada gaveta de la vivienda, recogiendo lo valioso y desechando lo inútil. Oliver, pese a estar aterrorizado, temiendo por su vida, fue lo suficientemente listo para no hablar. Si imploraba piedad, si los informaba acerca de que su esposa se encontraba en la misma casa que él, quién sabe lo que esos rufianes serían capaces de hacerle. Por fortuna, ella fue inteligente también, y al escuchar los gritos había corrido escaleras arriba para esconderse en el armario.
—¡Dense prisa, asquerosos inútiles! ¡No quiero a la policía cerca! —volvió a gritar Lalo antes de empujar el cuerpo de Oliver al suelo. Disparó por encima de su cabeza y volvió a apuntar el gatillo a su frente—. Te lo voy a preguntar solo una vez, tarado: ¿hay alguien más en la casa?
—N-nadie, solo estoy yo… —respondió Oliver. El miedo se mezclaba por entre sus palabras y mientras Dalia se apresuraba en llamar a emergencias, la idea de que pudieran encontrarla se hizo presente.
Ella cometió un error minúsculo, a cualquiera podría haberle pasado.
—911. ¿Cuál es su emergencia? —dijo una mujer al otro lado de la línea… La puerta del armario se abrió en seco y los segundos no fueron suficientes para gritar.
—¡Última vez que me mientes, hijo de puta! —rugió con furia Lalo antes de patear el costado de su abdomen—. Que te sirva de lección, pendejo —agregó y disparó sin culpa.
La sangre mezclada con sesos salpicó la alfombra y las paredes. De su nuca (o lo que quedaba de ella) goteaba un líquido viscoso y amarillento. Los tres hombres arrastraron a Dalia escaleras abajo, llevándola frente a Lalo quien se limpiaba la sangre del rostro con las mangas de la camiseta.
—Alguien se ha creído muy lista —le dijo a la mujer mientras se acercaba con pisadas fuertes. Al tenerla de frente, se inclinó y con la punta del arma apartó los oscuros cabellos de su rostro. La pobre viuda se deshacía en lágrimas por su marido. No se atrevía a verlo, pero sabía con certeza lo que le habían hecho y solo podía pensar en qué haría con el bebé al que esperaba. Como si le hubiera leído la mente, Lalo sonrió. Fue una sonrisa extraña, dulce, y tan inquietante al mismo tiempo. Como si saludaras a un niño que se ríe con inocencia para después darte cuenta de que tiene un cuchillo escondido tras la espalda.
El horror y la vejiga de una joven embarazada no son una combinación agradable, y pronto la alfombra terminó manchada también de orina. Pero en esos momentos, poco importaba la vergüenza.
—Estás bien chula, que lástima que estés preñada. —Lalo deslizó la pistola por su rostro hasta posar la punta en sus labios. —Pero no pasa nada, me siento especialmente benévolo esta noche. Déjame quitarte ese dolor que traes.
Los ojos de Dalia se abrieron de par en par y apartándose poco sacudió la cabeza.
—N-no, no ¡Por favor! ¡Llévate lo que quieras, pero déjanos en paz!
De nada sirvieron sus lágrimas y súplicas; los tres hombres se apresuraron a sostenerla de los brazos y la espalda mientras Lalo, el más cruel del grupo, se entretenía propinando palizas a su cuerpo, haciendo especial énfasis en su vientre. Ella gritaba, el dolor se volvía más profundo e insoportable con cada golpe, y para cuando su entrepierna expulsó líquido, perdió el conocimiento.
A las 11 menos diez, despertó envuelta en sangre. El daño era abrumador (apenas era capaz de mover las piernas), sin embargo no fue nada al lado del pavor que le invadió luego de ver el cuerpo de su inocente bebé botado sobre la alfombra. Esos malnacidos le habían arrebatado a su primogénito como si tuvieran un derecho divino sobre ella. No quería, pero tuvo que hacerlo. Se aproximó al pequeño cadáver y con suavidad le acarició la barriga. Estaba helado, azul y húmedo. Cuando rozó sus labios, estos ya no exhalaban aire. Fue su último grito de la noche.
—¿Cómo vas, Lalo? —inquirió con curiosidad otro de los tres hombres que habían allanado su casa esa fatídica fecha—. ¡Tráetela! ¡Queremos verla! —gritó uno más y de nuevo empezaron los silbidos.
Lalo se quedó paralizado por instantes. Sentía su estómago contraerse y por momentos tuvo la sensación de que iba a ensuciarse los pantalones. Era la misma mujer, sin embargo, esta vez no estaba embarazada, y aun peor, se encontraba sedienta de venganza.
Retrocedió un par de pasos, intentando advertir a sus colegas. No podía, la lengua se le enredaba en la boca y en el momento en que logró articular una palabra, Dalia extrajo de su bolso un enorme mazo para ablandar carne. Con una velocidad increíble, separó la mandíbula de Lalo de su cráneo.
Su cuerpo cayó sobre el suelo, por la carretera quedaron desperdigados unos pocos dientes y su lengua se removía arduamente entre los restos. Seguía vivo. Sus demás compañeros se quedaron atónitos. Cuando los ojos de la dama se encontraron con los del grupo solo se escucharon gritos.
Tres disparos, tres balas. No le hizo falta más para acabar con sus vidas, tal y como lo habían hecho con su marido Oliver.
No era suficiente. No había terminado aún. El mango del mazo dio vueltas en su mano mientras los tacones rojos avanzaban con pisadas firmes hacia Lalo, que se movía pobremente en la calle, intentando huir, intentando salvarse, intentando alejarse de ella.
—Me siento especialmente benévola esta noche, déjame quitarte ese dolor que traes —habló, por primera vez después de un año. Y blandiendo su mazo se apresuró a golpear sus genitales, salpicando sangre junto a otros fluidos mientras que Lalo trataba de gritar. Como las pinceladas en la obra de un artista primerizo: sus golpes eran indecisos pero con toda la intención. Siguió así hasta que regó el lugar con su sangre, líquidos y trozos de órganos magullados.
Cuando terminó, se quitó la máscara para limpiarla con la tela del vestido. Respiró profundamente y luego escupió. De su bolso sacó algo más, una pequeña vela con la forma del número uno. Se sentó junto al magullado cadáver de Lalo y la colocó con delicadeza sobre la montaña de vísceras aplastadas. Tras un suspiro de alivio se dispuso a entonar alegremente:
—Feliz cumpleaños, a ti, feliz cumpleaños a ti…