Estaba en mi habitación, sentado frente al escritorio con la laptop encendida, en la pantalla una página en blanco, sin saber qué escribir o qué hacer, no sabía cómo contestar a todas esas interrogantes dentro de mi cabeza.
Cientos de preguntas vagando por mi mente, todos aquellos errores del pasado, persiguiéndome, y continuaba sin saber qué escribir. La ira empapaba cada rincón de mi mente, cuerpo y alma.
Exploté, tomé con rabia el ventilador y lo arrojé al suelo, grité eufórico. Mi madre entró presurosa a la habitación y preguntó:
—¡Hijo!, ¡¿estás bien, qué pasó?! ¡Hijo!
La cólera nubló mi pensamiento, vuelto un animal salvaje, tomé su cabeza y la estrellé varias veces contra el muro, me detuve, pero no por lástima, más bien me pregunté qué haría con el cuerpo.
Mi hermano, o más bien hermana, ya que era algo joto, llegó preguntando qué había hecho, no paraba de gritar y lloriquear, mientras tiraba de mi camisa. No lo escuché, seguía inmerso en mis propios pensamientos, el cadáver era un obstáculo, por ninguna razón podía dejar que lo descubrieran. Tomé un cuchillo carnicero y corté el cuerpo en pequeñas partes, de pronto eran dos los cadáveres que debía cortar, busqué algunas bolsas, para deshacerme de los trozos, ejecuté mi labor sin pausa, cortar, meter, atar; cortar, meter, atar; cortar, meter, atar.
Las luces azul y roja entraron por la ventana de la sala, acompañada con el sonido de la sirena, probablemente debido a la llamada de algún vecino. Éste era el momento, las opciones eran claras, enfrentarlos o huir por la puerta trasera, no titubeé.
Andrés Quintero Quirarte
Preparatoria Regional de Ameca
Publicado en la edición Núm. 11