Esta carta en verdad no va dirigida a nadie. No espero que sea leída. La escribo porque quiero, para que el olvido la carcoma y las cenizas la entierren. Quizá lo hago tratando de engañarme, de convencerme que nuestra historia perdurará. Sólo hay una dedicatoria: para Carmen.
Rosa hermosa, rosa envenenada, aún estoy tratando de descifrarla, siempre con sus libros. A veces me preguntaba a qué realidad pertenecía, si a la de piel y sangre o a la de tinta y lágrimas. Dijo que la lluvia le ponía nostálgica. Nos fuimos enredando en un juego letal y confundimos muchas cosas. Pensamos que podíamos salvarnos, que podíamos sobrevivir, pero nos equivocamos. Nos consumimos a nosotros mismos, lento, suspiro a suspiro, beso a beso. Nos destruimos y luego nos cubrimos de cenizas. Ahora mismo no estoy seguro de poder recordar imágenes, olores o sabores, pero su cálida piel, sus labios atacando a los míos, eso sí lo recuerdo. Es como una memoria táctil.
La imagen de su desnudez contra la luz del fuego acude a mi mente, miraba la leña quemarse, hipnótica. Recuerdo el frío de la madrugada. Esas madrugadas se habían vuelto necesarias para mí. La arena gris y limpia entre mis pies. El recuerdo avanza: Carmen metiendo la mano al fuego de la hoguera, yo gritándole que si estaba loca, que quitara la mano. Lo más nítido del recuerdo es su cara con una mueca de placer y locura, de hermosa locura. Una cara trastornada que después vería muchas veces más. Su mano quemándose y ella riendo. Cuando la quité del fuego, se tiró sobre mí y me besó como nunca antes, con un beso de muerte. Yo me dejé llevar porque la amaba, aún lo hago.
Ahora sé que Carmen comprendió ese día que cada beso nos carcomía, que nos habíamos metido sin quererlo en un juego mortal para ver quién aguantaba más. Fue al día siguiente cuando ella hizo su profecía: no saldremos vivos de esto.
El origen de nuestra perdición había quedado muy atrás. Yo tenía doce años, vivía en la orilla del pueblo cuando la epidemia de las lágrimas. En la casa ya antes mis padres habían hablado de eso, pero no entendí del todo. Un día mi madre soltó una lágrima mientras cortaba cebolla y ya no paró. Lloró todo el día y cuando llegó mi padre se unió a ella en su llanto. Lloraron por tres días mientras mis hermanos se unían de a poco a su dolor. A veces me miraban suplicantes. Al cuarto día empezaron a vomitar sal pura. Nadie sobrevivió al quinto día. Toda mi familia murió. Podría decirse que yo morí con ellos, o por lo menos una parte de mí lo hizo. Un pedazo de mi alma se destruyó allí, dejó de existir.
Por las noches me escondía en la alacena. Temblaba porque sabía que ellos volverían. Efectivamente, volvían. Mi familia volvía compuesta únicamente de cenizas; temblaban, sollozaban: parecían derrumbarse. Hablaban con gemidos y sonidos incomprensibles. Y susurraban, siempre estaban susurrando.
Pronto todo el pueblo estuvo muerto o simplemente se marchó. Cuando se fueron los dos últimos habitantes, fue cuando me sentí con libertad de salir a las calles y ahí encontré a Carmen, mi amor sin retorno, mi sentencia de muerte escrita en sus ojeras. Sobrevivimos, no sé cómo. Lo realmente importante pasó cuatro años después, uno después de la profecía mortal y dos antes de mi muerte absoluta.
Desperté y me encontré solo en el pueblo. La busqué durante todo el día golpeando paredes, gritando su nombre desesperado, apretando los puños, conteniendo el llanto. Cuando atardecía, rendido entre las ruinas de una casa de adobe, pensando en cuál sería la mejor forma de quitarme la vida, finalmente apareció. Carmen bajó del monte con exasperante tranquilidad. Venía acompañada por una pareja, un hombre y una mujer a penas llegados de un mundo viejo. “Fascinante”, dijo el hombre con un español de gringo, como de esos comerciantes de los que antes estaba plagado el pueblo. Examinaron cada piedra, cada casa, cada grano de arena infértil, cada árbol. Me examinaron a mí. “Volveremos con ustedes a la ciudad mañana”, dijo Carmen. Yo no entendía. Le pregunté qué pasaba y sólo sonrió, pensé que luego recibiría mis respuestas. Nos fuimos a dormir.
Me despertó la voz de Carmen, eran como las tres de la mañana. Estaba junto a mí, sonriendo. Pregunté qué pasaba y soltó una risa agria. Algo fuera, en la calle, estalló en llamas. Me levanté rápido para ir a ver pero me detuvo del brazo, me besó y me empujó contra la pared antes de salir corriendo. Quedé inmóvil por un momento, me pareció que me había lanzado una navaja al irse. Fui corriendo tras ella y vi que la casa vieja, en la que había dormido la pareja del puerto, estaba en llamas. Escuché gritos y alguien corría despavorido por la calle, tropezaba y volvía a correr. Lo seguí, sabía que Carmen también estaba siguiéndolo. Corrí más a prisa y alcancé a quien corría por entre los callejones a las calles sin nombre, entre los techos y entre los senderos sin salida. La alcancé. Era la mujer. Gritó al verme. No me dejaba decirle que no quería hacerle daño. Gritaba y la tranquilicé con un abrazo. “Lo mató”, me dijo entre sollozos. Le dije que todo estaría bien. Yo sabía que no, que nada estaría bien porque Carmen reía, diciéndome con la mirada que la mujer también moriría. Reía estrepitosamente y la mujer entre mis brazos se retorcía asustada. Y entonces lo entendí. Entendí que sólo había una salida y que si yo no lo hacía, al final lo haría ella. Quizá, si lo hacía, me amaría.
Saqué de mi bolsillo la navaja que me dio y la encajé en la nuca de la mujer mientras le susurraba que todo iba a estar bien, le susurré por consolarla. Era el mejor método para matar venados y no podía ser diferente con las personas, ¿verdad? No lo fue. Nada fue diferente, ¿verdad? Ni el sonido que hizo al sentir la muerte, ni su modo delicado de caer, ni sus ojos entre agradecidos y nostálgicos. Entonces comprendí que los humanos y los venados están hechos del mismo barro; bueno, quizás había una diferencia y era el sabor de su carne. Después de todo, la carne de venado no era tan rica, ¿verdad?
Me parece estúpido contar los siguientes dos años aquí porque esta carta debe ser breve y concisa porque ella y yo fuimos así. No quiero cursilerías. Fui su presa, ella disfrutaba perdiéndome en el pueblo. Me mordía con cada beso y en nuestra desnudez miraba mi cuerpo deseosa, con verdadero apetito.
Fue hace dos días. No la encontraba. Le gustaba esconderse, desesperarme. La busqué por todas partes, por cada árbol podrido, por cada grano de arena fértil, por cada pájaro mudo. Nada. Atardecía cuando las casas de adobe a mi alrededor estallaron ferozmente en llamas. Ella salió de entre el fuego. Su piel en llamas me hizo enmudecer. Creí que era un ángel. Se acercó, me besó y me mordió mientras me susurraba que me amaba. Yo lo sabía, pero no por eso pude impedir que su navaja entrara en mi estómago. No me hirió de muerte, así lo planeó. Entonces me besó distinto a sus otros besos, éste llevaba todas las hebras de sangre de su alma. Un líquido tibio mojó mis mejillas a mitad del beso. El cuerpo desnudo que me abrazaba tembló de pronto, luego se alejó de mí. Lloraba sin control. Yo di un paso hacia ella, pero no pude con mi propio peso, estaba cansado y herido. Carmen convulsionaba de llanto, se llevaba las manos a la cabeza y gritaba. Ya no podía ayudarla, la peste de las lágrimas la había alcanzado. Me miró y sus ojos decían “mátame” y así lo hice. Sabía que después de esto vendrían la sal y el viento y el abandono entre cenizas y tierra seca. Murió como muere un venado, el venado más hermoso.
Esperé junto a su cuerpo a que me consumieran las llamas, pero no lo hicieron. El incendio se sofocó y yo me quedé solo en ese pueblo maldito. Me senté a mirar el cielo y así me quedaré hasta siempre porque es mi castigo. Porque alguien debe cuidar la memoria del pueblo de cenizas que dejo en esta carta, antes que el “siempre” se vuelva mañana consumiéndose en un mismo bocado.
Mario Balam Morgado Olvera
Preparatoria 12