Santiago Paul Aguayo Castillo | Preparatoria 15
Acá en este rincón de tierra seca y casas hechas polvo los habitantes compartimos un secreto. No hablamos de ello, tanto por miedo como por respeto, pero es algo que todos sabemos. Me refiero a un tren. Entiéndase lo absurdo, nosotros no podríamos estar más apartados. Acá es donde nadie viene, nada llega, el corazón de las tierras perdidas y olvidadas. Y aun así hay un tren, uno que no ocupa vías porque pasa sobre la tierra, tal vez incluso flotando en el mismo aire. Ni sé, ni tengo forma de saber; ocurre que no debe verse. Pasa directo frente a las pocas viviendas que restan de pie. Y nosotros lo sabemos y lo esperamos cada tarde de jueves a las cuatro en punto, cuando el Sol ya no quema pero irradia las rocas en amarillo. El silbato se oye a lo lejos, por el este, y es ahí cuando detenemos la vida, que no es mucho decir porque aquí el tiempo siempre parece muerto, terregoso y estático. Clausuramos puertas, arrastramos cortinas raídas, cerramos los ojos si hace falta, lo que se necesite mientras no se vea el camino. El tren sólo cruza porque no lo vemos. Y cruza haciendo ruido, levantando la tierra y proyectando sombras intermitentes entre uno y otro vagón, pero no lo vemos. Es un acto ceremonioso que nunca nos hemos atrevido a profanar. La curiosidad carcome, es verdad, pero aquí hay voluntades fuertes. Tal vez por eso el tren nos eligió. Y tal vez llegue el día en el que alguien levante en una esquina la cortina y asome el ojo pelón a ver lo que no se debe. Entonces seríamos testigos conscientes y sabríamos lo que ocurre al ver, pero el miedo de que la certeza sea silencio nos detiene. Y por eso confío en que no habrá traición de nadie; se siente la complicidad en el amor, el amor por aquella máquina enorme que va y viene desde… digamos, otro lado. Tal vez una dimensión ajena, un recuerdo, o el impulso de un deseo que no se dio. De lejos pues, de otro lado. Y lo recibimos gustosos y honrados. Queremos que su visita transcurra semana tras semana hasta que el último de los de aquí se muera, por eso cerramos los ojos. Queremos preservar la ruta y damos al ferrocarril trato como al de un animal salvaje, hermoso por su existencia, al que no debe verse, al que debe darse libertad para que justo esa belleza alcance plenitud. Nos encerramos en paredes que brotan de la tierra de la que nacimos, donde pertenecemos, donde hemos de morir. Escuchamos y, más que nada, sentimos. Agradecemos el pincelazo mágico que es su rugir metálico y vaporoso porque nos recuerda que hay algo más. Y aunque aquí nos quedemos y no podamos ver, ya con eso basta para darnos ánimos y vida, al menos por los próximos minutos, en lo que se deja de oír el tren.