Ernesto Gabriel González Santiago
Preparatoria 7
Intento descifrarlo.
El silencio es al unísono.
Todos lo hacemos. Yo en mi cuarto, mis padres en la sala, la gente en la calle.
Todos se detienen para agudizar el oído y distinguir.
Sonidos fuertes, pero cortos. Estrepitosos, pero finos; cortando la normalidad por unos segundos. El silencio es horroroso.
Es ese momento en el que la música cesa, las personas callan. Donde intento que mi cerebro también lo haga.
Es cuando mantengo la mirada atenta y quieta a la ventana; en los insuficientes barrotes que la decoran y cortan el árido paisaje.
Bromeamos sobre su origen, y logramos engañarnos. Con suerte, y sí son cohetes. Con suerte, y sí es una moto, o un mofle, o un boiler. La excusa que sea, no distingue.
El silencio es agudo.
Nos alarma, nos prepara. Nos alista a la escapada si realmente llega a ser lo que creemos, y, si lo es, sabemos que todo es insuficiente.
Que los barrotes en la ventana no las detienen, que la mesa no nos protege, que los árboles no nos esconden.
Sabemos que nosotros somos insuficientes, tanto para protegernos como para cambiarlo. Que por más rapidez o astucia no nos salvamos. Que por más gritos o marchas no se detienen.
Ellas no.
El silencio es pasajero.
Eso es lo peor.
Tras ver los cohetes, tras confirmar la excusa; aunque sea a medias, todo regresa.
Las personas siguen platicando y riendo. Mis padres siguen cocinando y trabajando.
Yo, incluso, ignoro la ventana y retorno a la música.
Porque el silencio no dura.
No, no dura. más que un segundo, no más que un minuto.
El silencio.