Te hablaré de mi muerte. No fue algo fácil ni mucho menos bonito. Yo fui aventurero y de no haber sido por mi muerte, aún lo seguiría siendo.
Yo soy originario de Etzatlán, pero nunca me quedaba mucho en un lugar. Soy “una chiva sin mecate”, como diría mi difunta madre.
Comencé mi viaje al lado de mi caballo “El Macho”, una lámpara de petróleo, un gabán, un machete y doscientos pesos. Claro está que no conservé casi nada de lo que llevaba porque hacía hambre y después de haber gastado todo mi dinero, tuve que vender algunas de mis pertenencias, pero eso sí, yo jamás me deshice de la herencia de mi madre: el machete, que perteneció a su padre.
Me fui a Guanajuato, allá con los muertos. De haber sabido lo que me pasaría después, me hubiera quedado en aquel lugar, pero ya me tocaba la de malas.
Para ese tiempo yo todavía conservaba a “El Macho”. De Etzatlán me había ido directito a Guanajuato, descansando sólo por las noches, casi sin detener mi paso en ningún lugar, salvo para comer.
Llegué buscando una fonda para acabar con el hambre y los gruñidos como de fiera hambrienta que producía mi estómago.
–Oiga, doña… ¿cómo me dijo que se llamaba usted? Ah, sí, doña Tacha, deme un pozole con cebolla, aguacate y chile de molcajete. ¿Qué si quiero algo de tomar? Claro, sírvame un agua fresca de limón.
Ese día me quedé a dormir en una banca de la plaza. Amarré a “El Macho” a un árbol. Me quedé una semana en Guanajuato, me busqué un cuartito de alquiler y disfruté del pueblo. Conocí a una bella muchacha.
–Oiga usted, véngase conmigo. Está usted muy bonita.
–¿Cómo cree, señor? Primero tiene que desposarse conmigo y ya después me voy con usted.
–¡Faltaba más! Hoy mismo voy a pedir la bendición de su padre.
Y me casé. Me llevé a mi Marta a vivir a Mazamitla porque dizque ahí había mucho trabajo, y sí que daba trabajo encontrar trabajo; y se vino el hambre y a mi Marta se le pegó la piel a los huesos y tuve que vender a “El Macho”.
–Pedro.
–Dime, mi Marta querida.
–¿Oyes al pájaro cantar?
–¿Cuál, mi cielo?
–Ése, el que parece que te está hablando. Escucha.
–No escucho nada, ay, mi vida, el hambre ya te está afectando la cabeza. Duerme y no delires más.
Se me enfermó mi vieja y tuve que regalarle mi lámpara tan bonita a ese mal parido médico, que tanto la codiciaba a cambio de que viniera a ver a mi mujer.
–Solo es un resfrío.
–¿Eso cree usted? Pero mírela cómo está de pálida y cómo tuerce los ojos… y tóquela, está tan fría como las heladas que hacen en enero.
–Bueno, deberías de haberla alimentado mejor.
Y se fue el condenado.
A la semana se me murió mi Marta.
–Pedro…
–Marta…
–Pedro…
–Dime, mi cielo.
–¿Oyes el pájaro cantar?
–¿Cuál, mi vida?
–Ése, el chiquito, negro y redondo que te dije el otro día, el que estaba ahí, en ese árbol, el que parece que te está hablando… escucha.
–Ay, mi Marta, esta vez sí lo escucho.
Y se murió mi vida. Se murió en mis brazos, tiritando de frío y pálida, muy pálida.
La enteré en el corral, le puse su vestido más bonito, la envolví en una sábana limpia y la eché a la fosa que yo mismo excavé, y me fui, me fui para Las Presas, allá por Ixtlahuacán del Río y cada noche, en donde quiera que llegaba, ese desgraciado pájaro del demonio cantaba; me seguía y me recordaba a mi Martita.
Caí en el peor de los vicios: el alcohol. No me quedaba en ningún lugar, iba de aquí para allá, siempre con mi pena.
Y me fui a la Sierra, allá por Yerbabuena, por Mascota.
Una india me dio posada y por la noche ese maldito pájaro cantaba y cantaba. Así estuvo varios días.
–Muchacho, vete de mi casa, anda, que tú traes la muerte con esa ave. Ese pájaro negro.
–¿Qué? ¿El pájaro?
–Qué bruto eres ¿que no sabes que cuando el tecolote canta el indio muere?
Y efectivamente, después me enteré de que a los pocos días de haberme ido, la vieja se murió.
Y así continuó ese desgraciado pájaro, llevaba la desgracia y la muerte a donde quiera que iba. Ahí, en Los Pilares un vejestorio me dijo:
–Tú, desgraciado. Ya sé que traes ese maldito pájaro, si quieres deshacerte de él vete al cerro y allá mátalo y quémalo para que no vaya a revivir, aléjate de la gente de aquí. Ten, aquí tienes esta carabina.
Y así lo hice. Me fui al cerro, corriendo, caminando, arrastrándome, alejándome de la gente. Y el maldito pájaro me siguió y lo maté.
Ya estaba muy entrada la noche cuando comenzó a cantar muy cerca de donde yo estaba y lo maté, le di dos tiros, casi sin ver, casi sin sentir, pero gracias al cielo la bala lo impactó y cayó; se cayó como el desgraciado que era.
Muere maldito, muere como el asqueroso gusano que eres.
Retuércete de dolor. Sufre. Canta. Muere.
Ya no tenía que preocuparme más por escuchar su diabólica melodía que me enchinaba el cuero y me erizaba el vello.
Ya estaba muerto y yo también. Me embriagué y la borrachera me provocó alucinaciones. Más muerto que vivo comencé a correr tras el ave que tanto había odiado, entre realidad y sueño lo perseguía dando de tumbos y tropezones, cortándome con las ramas de los árboles y gritándole al ave infamias.
Corriendo, llorando, riendo, disparando sin blanco. Muriendo.
Ester Sarón Morón Guzmán
Preparatoria Regional de Etzatlán