El día que el abuelo murió fue uno como cualquiera. Al amanecer se sentía un leve frío porque así debe ser durante los primeros días del otoño. Mi madre entró a mi cuarto y me pidió que me sentara para platicar, porque así debe ser cuando te dan una mala noticia. Me dijo que el abuelo había fallecido durante la noche, porque así debe ser con las personas que padecen cáncer pulmonar.
–¿Te sientes bien? –preguntó al ver que mi expresión era tranquila.
–Sí, estoy bien –contesté sin inmutarme–. ¿Cómo está papá?
–Está tomándolo con calma, estuvo allí con él un momento antes que pasara. Si quieres puedo sacar un permiso para que faltes a la escuela hoy.
–No… no gracias. Tengo exámenes y no quiero que se me acumulen.
Ese día, para que no me fuera en autobús a la preparatoria mi madre decidió llevarme, supongo que como un acto de condescendencia porque toda la gente se comporta más amable cuando alguien muere. Es como si temieran que al actuar como de costumbre, alguien más fuera a morir y tuvieran que repetir todo el proceso. Pero estaba bien, supongo que todo era parte del momento.
A decir verdad soy nuevo en esto de andar de luto. Nadie más en mi familia cercana había muerto desde hacía siete años, cuando falleció una tía con la que solía pasar las tardes mientras mis padres trabajaban. Tenía como ocho años en ese momento, así que no recuerdo nada claramente, no recuerdo haberla velado o haber ido a su entierro. Sólo recuerdo sujetar la mano del abuelo en la iglesia durante la misa de cuerpo presente.
Ese día saqué cien en los dos exámenes que nos aplicaron en la escuela. Al regresar a mi casa treinta minutos antes de lo normal, decidí tumbarme en la cama, escuchar música y tratar de leer un rato. Elegir qué leer fue algo difícil, sobre todo porque en mi librero el libro más grande y notorio es una edición de lujo de El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, que mi abuelo me regaló dos años atrás, cuando me estaba enseñando a conducir. Pude manejar decentemente por veinte minutos, lo cual era un récord para mí. Así que decidió llevarme a la librería, a pesar que no me gustaba leer, y comprarme un libro que no me interesaba. En ese momento pensé que era el peor premio y decidí que para la próxima lección, manejaría mejor y por más tiempo.
–¿De qué trata el libro? –pregunté intentado simular interés.
–Trata sobre un tipo que tiene está obsesionado por una mujer adinerada que perdió hace años. Así que decide hacerse rico, buscarla y comprar una mansión cerca de la de ella para ofrecer estrafalarias fiestas con la esperanza que algún día ella, que ahora está casada, lo visite.
–Suena mucho esfuerzo para recuperar a alguien, si yo fuera él, buscaría a otra. Es más fácil y gastaría mis millones en otras cosas.
–Pero así debía ser, de lo contrario no habría libro.
–¿No conoces otra repuesta a mis preguntas además de “porque así debe ser”?, porque es lo que siempre me dices –le dije un poco desesperado.
–A veces ésa es la mejor respuesta a las cosas, algunas sólo deben ser de cierta forma. No conoces la razón, pero sabes que así deben ser. ¿Te digo un secreto? Serás más feliz cuando aceptes algunos hechos y dejes de buscar el porqué de las cosas.
–Tal vez… –respondí dejando el resto de la frase esfumarse en el aire.
–Lee el libro y quizá te dé otro premio si la siguiente vez manejas mejor.
Me dejó en mi casa y al abrir el libro cayó al piso un billete de 200 pesos que nunca gasté porque era nuevo. Decidí utilizarlo como separador para el libro que terminé leyendo en mis momentos de aburrimiento y que luego acabó por gustarme, aunque a treinta páginas de terminarlo lo perdí por unos días y al encontrarlo no continué su lectura porque ya leía otro. Desde entonces no recordaba que lo había dejado inconcluso, muchas veces las cosas brillan por la ausencia de una de sus partes. En el caso del libro, me faltó discutir el final con el abuelo.
Más tarde, antes de la cremación del cuerpo, me preguntaron si quería decir algunas palabras para el abuelo. No tenía nada, no sentía nada, no sabía si estaba triste porque lo perdí o enojado conmigo mismo por no sentir nada, por no estar llorando como la abuela o deprimido como las decenas, si no es que más, de personas que estaban presentes. Me enojé conmigo por estar bien. Tan jodidamente bien como para lograr concentrarme y sacar cien en dos exámenes en un mismo día, a pesar que una de las personas más cercanas a mí acababa de morir y estaba a punto de volverse un montón de cenizas. Me limité a decir que no sentía que tuviera algo que comentar, nadie me forzó a decir más.
El abuelo comenzó a fumar después que le diagnosticaron cáncer. Soy el único que sabía que lo hacía y hasta en dónde. Decía que iba a caminar al parque que queda a tres cuadras de su casa, se adentraba entre los árboles hasta llegar a un claro donde hay una banca de madera esculpida sobre un árbol que se desplomó hace algunos años. Allí metía su mano en un hueco que está detrás del respaldo y encontraba su cajetilla escondida. Lo descubrí un día que volvía a casa después de pasar el día entero en el parque, decidí acortar distancia pasando por el claro y ahí lo vi, sentado plácidamente con la vista al vacío dando dos o tres caladas para después toser. Él se dio cuenta que lo observaba y me invitó a sentarme con él.
–No se lo dirás a nadie ¿verdad?
–¿Yo?… no lo sé. No te entiendo.
–Es fácil, tengo miedo de algún día estar conectado a una máquina que me mantenga respirando hasta que finalmente mis pulmones decidan detenerse y morir, lo he visto antes. Es simple. ¿Quieres un cigarro?
Después de oír eso me levanté, esforzándome por contener el enojo y me fui. Nunca le conté a nadie, creo que porque yo tampoco estaba listo para verlo en el estado que me había descrito. Decidí no contarle a nadie y dejarlo seguir fumando el poco tiempo que le quedaba hasta que sus malditos pulmones ya no pudieran respirar. Sólo lo dejé pasar.
Han pasado tres días desde la cremación del cuerpo del abuelo y no puedo dejar de pensar en ello. Todos los días es lo mismo: levantarme y ver mi librero que me recuerda que él me incitó a comenzar a leer, luego salir de casa a esperar el autobús, pues mi madre decidió que ya puedo volver a tomarlo porque sobrellevé la situación con “mucha calma”. Después pasar por su casa y recordarlo. Llegar a la escuela, salir y dirigirme a mi casa. Tal vez salir en la tarde a distraerme, aunque no lo logre, y volver en la noche a hacer tareas y dormir.
Cuando era pequeño, el abuelo me llevaba al parque a pasear cada sábado. Me recogía a las seis de la tarde y me subía en su Jeep blanco. Llegábamos y nos sentábamos en el parque a platicar. Un día me dijo que debía ir a jugar con los demás niños.
–No quiero.
–Pero vas a ir a hacerlo, ¿sabes por qué?
–No.
Me miró fijamente y me dio la respuesta que siempre me daba, la que desde pequeño era la mejor explicación a todas las cosas. Fui, jugué y conocí a quienes hoy son mis amigos, a quienes irónicamente no puedo ver porque me recuerdan a él, al abuelo del que no tuve la oportunidad de despedirme antes que sus pulmones dejaran de funcionar.
Al día siguiente decidí terminar El gran Gatsby y supe que Gatsby murió, como el abuelo, y nadie fue a su funeral. Al terminar el libro esperaba sentir un vacío. No pasó, pues en ese momento sentí como si tuviera un grito menos en el estómago, un grito que salió al acabar el libro y devolverlo al librero.
Luego decidí ir al parque, buscar el claro donde se sentaba el abuelo y meter la mano en el hueco en el que él lo hacía para encontrar una cajetilla con tres cigarros y un encendedor. Nunca antes había fumado y así desperdicié el primer cigarro, aprendiendo a no tragar el humo. Pensé en dejar los otros dos pero no lo hice, porque así debía ser. Al terminar me fui a casa y guardé la cajetilla vacía jurándome no volver a fumar.
Antes pasé a la casa de mi abuela. Me abrazó, hizo que pasara y me sentara en la silla de mi abuelo para platicar. Le conté de la tarde que lo vi fumar en el claro del parque y lo que él me había dicho. En ese momento, por primera vez, sentí que lo había perdido. Resultó que ella también lo sabía, después me abrazó y lloró, los dos lo habíamos dejado ir.
Al día siguiente me levanté pensado en el abuelo, pero no en cómo lo dejé ir ni en cómo no platiqué del libro con él. Tampoco lo vi cuando pasé por el parque ni cuando me reuní con los amigos que él me ayudó a hacer y por último, no lo vi en mi librero reflejado en ese gran libro azul. Sólo lo contemplé en la foto que tenía con él en mi buró y al verla me sentí bien. Porque así debía ser.
Jesús Corona Vargas
Preparatoria Regional de Casimiro Castillo