No disparen por favor. Y nadie disparó. Llevaba Carmelo a la virgen de Guadalupe en la espalda. Los pies con costras. La cara quemada por el sol. Cuando suplicó que no dispararan, lo hizo con una sinceridad enorme, no queriendo escaparse de la propia muerte, sino más bien de la vida. Me atrevo a decir que fue eso lo que conmovió a los soldados, que no dispararon, que mantuvieron sus armas apuntando, mas sin ninguna intención de abrir fuego. Y Carmelo pasó sin apresurarse en medio de todos ellos. Y la virgencita mantenía su mirada fija en algún punto lejano.
Ni federales ni revolucionarios se atrevieron a emitir ruido alguno mientras pasaba Carmelo. Sin embargo, ¿era él por quien luchaban? Descalzo, moreno, chaparro, con callos en pies y manos. Sudoroso y con costras. Con tierra pegada en todo el cuerpo. Llevaba a la virgen, pesadísima, en la espalda. ¿Por qué? ¿A dónde iba? Pero sobre todo ¿de dónde había salido? No se podía imaginar a ese hombre siendo un niño. Tal vez un adolescente.
Ni remotamente. No pudo haber nacido de ninguna mujer. Su caminar lento, a la vez tímido y estoico, no pudo haber nacido así como así. No era por él por el que ninguno de los dos bandos luchaba. No podía ser. Y si era él…
No podía. Porque era muy parecido a ellos. Y cada vez era más insoportable mirarlo. Y no se iba, y no se iba. Pero no podían disparar. Porque él pidió que no lo hicieran. Y nadie lo hacía. Pero mirarlo a él era más y más incómodo. Asqueroso. Como mirar una herida abierta, sangrante, podrida. Una herida propia. ¿De dónde venía ese hombre? ¿De qué pueblo? ¿De qué tierra? Era claro que había nacido de un huevo. O quién sabe. En algún lugar, un campesino de barro tiene plantíos y plantíos donde cosecha personas. Ara la tierra y mete ahí cualquier cosa que se le ocurra. Lo que sale de ahí, son esos hombres chaparros, morenos, con la vista hacia abajo y con una virgen de Guadalupe en la espalda.
Los soldados retrocedían cuando el hombre se acercaba demasiado. Como si estuviera enfermo. Enfermo de simplemente ser él. Enfermo de ser mexicano. Enfermo de llevar una virgen, como un tumor, acá en la espalda, y enfermo de no querer que le disparen.
¿A dónde iba? Ése era otro misterio. Pues se estaba internando en el monte. ¿Encontraría la basílica en algún momento? ¿O llevaba la figura a algún pueblo, a alguna familia, a algún altar en el cerro? ¿Sabía siquiera a dónde iba? Tal vez agarró la estatua de virgen, se la cargó en la espalda, y empezó a caminar sin rumbo definido sólo porque sí.
La calma se iba rompiendo. Porque cada pregunta que generaba el caminar lento de Carmelo, generaba preguntas a los soldados sobre sí mismos. ¿A dónde iban ellos? ¿Qué haría cualquiera de los dos bandos si ganaba? ¿Por qué? ¿Era por Carmelo por quien luchaban? ¿Esos eran ellos? ¿Carmelo podría representarlos? Pero por supuesto que no. Porque camina lento. Con la vista agachada, sin zapatos, y porque no nació de una mujer.
Todos empezaron a cuestionarse de dónde habían salido. Quizás de los mismos cultivos del campesino de barro. Quizá ellos también agachaban la vista, cargaban virgencitas en la espalda y temían que les disparasen. Dudaron, aunque suena a blasfemia, de su propia madre. ¿De verdad era aquella mujer sagrada quien los había parido? Sintieron que su madre en realidad estaba ahí, sobre la espalda de Carmelo. Vieron su propio nacimiento. Vieron sangrar la vagina de la virgen. Como se supone que sangra cada mes. No hay blasfemia en eso. Porque de ahí nacieron. De su útero. Todos. Y la cara de sus madres sustituyó a la cara de yeso de la virgen. Y respiró. ¡Carmelo estaba secuestrando a sus madres! Por eso su paso tan pesado. Por eso su mirada al piso. Su paso lento. Por eso.
Un terror silencioso se extendió entre todos. Si aquel era el hombre por el que luchaban ¿Qué eran ellos?
Carmelo no se iba. Con sus madres en la espalda. Seguía caminando lento. Y los soldados sólo querían que se llevara a esa mujer. Sagrada y repudiable. Del corazón hinchado hasta desgarrarse. De la vagina violada y el útero profanado.
Los hijos de la chingada vieron a la chingada ahí encima. La vieron a los ojos. Viva. Respirando. La vieron sobre ellos mismos. Sobre Carmelo, hundiéndolo. Y sintieron pena por él. Por ellos. Pero él avanzaba para ella. Si no, se quedaría parado.
¿Cómo ayudarlo? Su destino era ése. Estar peleando constantemente contra todo. Ser una víctima por decisión. Que sus pies y sus manos sangren y sangren.
¿Cómo ayudarlo? ¿Cómo ayudarse?
Carmelo siguió caminando. Igual de lento. Y no se alteró cuando todo el pelotón de ambos bandos lo acribilló con balazos de pánico. Quedó a mitad del monte, sangrando, con pedacera de virgen sobre su cuerpo. Tizne blanco de yeso. Muerto. Violado. Chingado.
Mario Balam Morgado Olvera
Preparatoria 12