Casi pensé que el día era bello. “Parece un día de otoño”. Musitó un tipo sentado a mi lado en el tranvía. El sol se matizaba por una masa invisible, el viento que corría sin prisa se impregnó de un aroma a flores. La noche anterior había llovido, el agua subió por los patios y las casas en que el césped se podó el día anterior, amanecieron con el umbral y las aceras zarpeadas de residuos verdes. Bajé del tranvía para entrar a una cabina telefónica, instrumento anticuado por este tiempo. No tenía mi celular, lo había vendido para comprar mi autoexilio.
—¿Bueno? —Escuché al otro lado de la línea. Me preguntó cómo estaba, pero sabía el tono con que lo decía. Me había temblado la voz al contestar.
—Pronto nos vamos a ver. — Eso pareció hacerle un poco de ilusión porque escuché que reía; entre tanto, imaginé su sonrisa. Luego me dijo algo que no entendí. No quería hablar de la guerra.
—Ya nada es como lo recuerdas. De la plaza no queda ni la banca en que nos sentábamos. El otro día fui y… ya no estaba. — El tiempo se había agotado, la máquina me pedía depositar una moneda para darle otra vuelta al reloj de palabras. “Nos vemos… Te quiero”. Pero las dos últimas palabras no bajaron por el cable en dirección a otro país. Fueron calladas y cegadas por la fulgurante luz de un relámpago que hizo estallar los polveados escaparates de la esquina, que expusieron mi cuerpo y mis palabras.
-¿Estás bien? – me preguntaste, cortando de forma tajante nuestra conversación.
-¡Claro! – te respondí con el mejor tono posible.
-¿Segura? – insististe. Me gustaría decirte –pensé-, pero no quiero que minimices lo que siento, no quiero que tengas una mala impresión mía, pero a su vez no quiero callarlo más, me gustaría que sepas que mis tontos problemas me duelen más de lo que deberían y que no sé qué hacer, no encuentro las palabras suficientes para expresarte que estoy harta de mi cuerpo, mi casa, mi ropa, que estoy harta de lo que siempre he sido y que lo que ves es solo una de las veinte personalidades que he creado para que nadie note lo mal que estoy. Dime como te explico que desde hace años anestesie aquel filo que me cortaba y que ahora soy incapaz de sentir algo por alguien más, que ruego al destino que me guíe hacia la luz, pero que es la oscuridad la que me termina adoptando, gritarte que odio aquellos fantasmas que me atormentan, que me dicen que no confíe en ti ni en nadie más, odio que mi cuarto se haya convertido en una jaula donde siempre llueve, pues llueve cuando lloro y lloro cuando duele, y que incluso la muerte huye de esas cuatro paredes. Tal vez me des soluciones, pero no serán cosas nuevas, serán cosas que ya he considerado antes, ya me cansé de buscar la salida en algún dios e incluso la idea de meter mi corazón en arroz se volvió algo a tomar en cuenta, que ya he ido a terapia y esto simplemente no se va. Sé que no me ayudaras porque no estoy dispuesta a recibir ayuda, y como quiero evitar todo este discurso para ahorrarte tiempo, siempre será más fácil decir…
Mi querido hombre de las mil caras… Soy yo, Isabela, tu amada. Hace tantos años que no te veo, pero tu sonrisa sigue presente en mi memoria, la sensación de tus brazos sobre mis hombros sigue siendo mi cosa favorita en el mundo y tu mirada aún es mi lugar preferido. Los años han pasado de prisa, sin detenerse, amargos y solitarios; los recuerdos retumban en mi mente cada que veo tu rostro en la fotografía colgada frente a mi cama. Remordimiento y culpa, sentimientos desgastantes que no me dejan descansar. Te fallé, nos fallé, no le hice justicia a todo lo que pasamos juntos y ahora, ahora me arrepiento. Lo intenté, lo juro, pero no pude, de los dos tú siempre fuiste el valiente, el fuerte, el mejor… Gritos a la nada, silencios ensordecedores, bullicio tranquilizador. Fuimos todo y a la vez nada.
Mamá duró exactamente dos meses para conseguir vivienda. Los conté, también eran dos meses con ojeras y dolores de cabeza. El estrés levitaba por nuestro apartamento, comenzaba mientras encendía la tableta y observaba que no aceptaban la solicitud, no habían llamado o simplemente decían que el espacio estaba contado, pero terminaba mientras la apagaba. En ese momento preparábamos café con galletas, de las que me encantan.
La señora Ana desalojó huéspedes de su antigua casa, por razones que no explicó. El asunto es que mamá y yo teníamos un hogar, uno bonito. Mi parte favorita fue el patio, era tan grande como para soportar a 20 elefantes dentro. Por suerte contaba con mi pelota, daría unos goles, que los vecinos me gritarían porras. Sin más que hablar, pagamos y nos mudamos. La primer mañana salimos a dar un paseo, la señora de la esquina nos dijo que tuviéramos cuidado, habían rumores de robos (desde entonces cerramos con dos candados) después don Toño “el del pan” comentó que un muerto rondaba por la calle, buscando niños que se portaran mal. Dió énfasis, me miró, pero a mí eso no me dio mucho apuro; ya tenía 7, para nada que era un niño. Aunque cada vez que hacia enojar a mamá, me persignaba dos veces, por las dudas. Las personas nos advirtieron de muchas cosas, pero nada sobre los calcetines. Caída la tarde del sexto día, mamá salió a buscar cereal y algunos huevos para la cena. Yo estaba dormido cuando escuche el primer golpe. Tocaban. Me hice bolita en la cama pero en silencio, de los que se sienten bien adentro. Luego cayó el primero, naranja con bolitas azules. Después otro, los arrojaban desde la calle hacia el patio, después llego uno de futbol, les juro que estuve a punto de correr a atraparlo, pero tenía miedo. Siguieron cayendo hasta que mamá llegó. Se enfadó mucho, todo era un mar de calcetas, me pregunto si había escuchado algún camión, pero le dije que no, ni siquiera pisadas. Como era tarde, decidimos acostarnos y poner alguna queja en la mañana. Pero, ya no había nada. Cuando se los contamos a los vecinos nos miraron con miedo y dijeron:
Ese día, mientras el sol estaba a tope y el cielo ausente de nubes se preguntó Tomás ¿cómo era la lluvia? Con los pies arrastrando, llegó al consultorio médico: la tifoidea lo estaba matando. Un constante mareo le zarandeaba hasta los recuerdos. La sala de espera estaba atiborrada, calculó una hora de espera como mínimo. Le costaría más trabajo ir al siguiente consultorio que esperar una hora. Mientras tanto, sentía el reflujo, en forma de hipo, treparle el esófago. Comenzó a sudar. El ventilador que tenía al lado resultó inútil para equilibrar su temperatura corporal. Dentro de la sala una mujer lo miró fijamente. Cruzaron miradas. Él volvió la vista al suelo. La punzada de los ojos clavados en su cara era más insoportable que el reflujo y las náuseas. Era una garrapata que no quería desprenderse. No supo cuánto tiempo pasó, pero al salir del consultorio la mujer lo esperaba.
“Disculpe, pero… bueno, es que…” no le encontraba sentido a la conversación. Buscó eludirla. Caminó hasta encontrarse a la orilla de la acera, preparado para cruzar el mar de coches. “…soñé con usted…” La ignoró y siguió caminando. “…Y estaba muerto”. Se volvió de golpe en dirección a la mujer. “¿Muerto?” Preguntó extrañado. La mujer le respondió al sacar un arma de su bolso y descargarle la vida. El relámpago de los disparos fue invisible a la luz del sol.
“Decían que era sicario, pero parecía tan buena gente”, declaró la vecina, entrevistada por el periódico local.
Para el ser que está debajo del exterior: Me aterra la idea de que veas detrás de lo que me compone y no te guste. He estado guardando algo entre los pliegues de mis apariencias, es momento de que lo sepas, ya estoy harta de fingir, mirar a los ojos de otros y mostrar condescendencia, como si pudiera empatizar con ellos. Lo que a continuación voy a narrar puede sonar un tanto descabellado (por no decir despellejado), pero eres el único en quien confío plenamente, a ti te puedo contar lo que se esconde detrás de esta farsa. Para ir directo al grano, yo no soy yo. En esencia, me definen los objetos con los que me construyo. Pensarás que lo digo metafóricamente, tal vez te imagines que la identidad bajo la que me conoces está forjada de mentiras, pero no he sucumbido ante el escrutinio y la presión que los medios ejercen sobre nosotros volviéndonos consumidores de manera coercitiva, haciéndonos pertenecer, crear una identidad por medio de las posesiones. No te equivoques, soy un enajenado inteligible a cualquiera. He fabricado con los pellejos de los humanos con los que alguna vez me he topado, la forma corpórea con la que me conoces. Sin estas partes, yo soy sencillamente un concepto inconcebible. Te preguntaras de donde saco tantas existencias irascibles a las que les deja indiferentes el tener un fragmento suyo menos. En resumen, les jalo alguna extremidad a sujetos rigurosamente elegidos. Para encontrarlos frecuento fondas atestadas de trabajadores moribundos que claman saciedad, voy a las escuelas y me confundo entre el tumulto de niños sectarios, a veces simplemente me acerco a la gente en el subterráneo que aturdida por el cansancio ignora mi presencia. Entre tantos laberintos monocromáticos mi lugar favorito son los moteles; cuartitos con decoración de mal gusto mezclado con el olor de la alfombra mojada. A los visitantes entre tantos orgasmos falsos se les cae un pedazo sin siquiera tocarlos, parte de su epidermis se desprende y yo aprovechando el sopor, junto su sexo tirado en el suelo de la madrugada. Minutos después ellos se levantan, sin notar ausencia alguna, ya eran pura disfuncionalidad vacía que pretende seguir.
He notado como cada uno de estos variopintos personajes fingen ser ellos mismos incluso antes de verse en el otro, previo a que sus partículas se hayan disuelto como granos de azúcar entre el café acompañado de alucinaciones matutinas. Si bien son interesantes de observar, todos son muy idénticos, es como si fueran una extensión del mismo proceso, ocurriendo constantemente en un momento de duración insondable. Cuando obtengo una parte de ellos no me resulta extraña, es otra prolongación de lo que puedo ser, Prueba de esta homogeneidad es el momento que en rompo su individualidad, enredo las fibras de unos con las de otros, para crear una tela firme, con una delgada aguja empiezo a coser sus trozos, luego en unidad se transforman a mi gusto. A veces me pincho deliberadamente al cometer errores predecibles mientras estoy cociendo, una sola gota gorda emana de mis yemas, por eso tengo los dedos cubiertos de banditas; esconden mi dolor para que no se infecte más. Sus pieles que me cubren, tienen lunares encarnados. Son el sufrimiento de la verdad desnuda. Debido al carácter plasmático de algunos otros, es más factible mezclar sus coyunturas, formar una masa maleable y amorfa, llena de posibilidades. Más que arte este proceso es una artesanía, como las de la feria. No me rebajo a comerciar mis piezas porque estoy seguro del destino de las obras que con tanto esfuerzo he construido, estas terminarían regateadas y menospreciadas como pisapapeles u objetos estáticos de mera decoración, nadie se molestaría en averiguar su funcionalidad, soy un vil artesano que pretende ser alquimista, estoy plenamente consciente de ello. La transmutación es muy similar al engrudo, cuando encuentro la precisa textura de espíritu, alma y cuerpo, es en aquel momento cuando se forman las máscaras; parte central de mi disfraz. Tengo para específicas ocasiones, algunas son más cómodas que otras, las hay de diversos tamaños, con acabados particulares o simples. Siendo honesto, ninguna me deja respirar bien, me la paso resoplando de manera casi imperceptible, los mareos por el pegamento industrializado son recurrentes acompañados por la paranoia, por momentos no entiendo lo que ocurre, me voy a otro lugar o me apago, activo el modo automático para dejar que la máquina se apodere del control total. A pesar de la existencia de agujeros hechos en la parte superior, para que allí como escotillas ovales se refugien mis ojos empañados, al mirar un punto fijo todo se distorsiona con la concentración hacia ningún lado. Trato de observar, con los ojos entrecerrados, cansado, forzando la luz, para poder presenciar algún atisbo de verdad o de belleza en lo que me escupes tus pecados. Solamente veo sombras, me cubren con tu siniestra mirada detrás de la otra escotilla. Finalmente cierro los ojos para ver esos millones de estrellas, atestadas de fulgor y materia, compuestas principalmente de carbono, hidrógeno y oxígeno como yo o como tú. Cuando su reminiscencia astral emana en mi memoria, te soy infiel, en el presente mi forma corpórea está siendo mancillada, pero no soy traspasada por ti, ni por tus manos escurridizas o palabras obscenas que solamente me conducen a la indiferencia. Yo ya no estoy aquí. Te dejo mi recipiente que son kilos de pura pesadumbre, me alejo, encarnando lo imperecedero, me fundo con Gaia misma. Yo la máquina rota, productora de máscaras y ropajes asfixiantes confeccionados con organismos destruidos, me vuelvo puros instintos, los nervios de mis venas vuelven a ser vírgenes, otra vez aparece un cerúleo halo que se inca ante el permitido descanso de cargar mi propia vida. Se cierra el telón, desaparezco para ser más que solamente otro consumidor individualista, más que un cansado ratón que espera sobrevivir a base de dosis de venenos. Sabes, es curioso que no me quite estas máscaras ni siquiera en quimeras.
¿Acaso hay algo más aterrador que enfrentarse al inhóspito vacío de uno mismo, que saberse víctima y victimario de nuestros propios temores, perseguidos por nuestros atinos y desaciertos? De niños, y mientras crecíamos, se nos contaban historias en las que era muy fácil discernir entre el bien y el mal, entre el héroe y el villano. Nos convencimos de que los monstruos siempre serían reconocibles, de que habría algo tanto en su físico como en su proceder, que haría muy sencillo señalarlos. Ahora que hemos crecido, sabemos que es lo contrario. Ha sido mucho más complicado y aterrador, no solo darnos cuenta, sino reconocer que todo aquello que nos paraliza y nos quiebra está tan Íntimamente unido a nosotros mismos, entrelazando pensamientos e ideas, fijos, agolpados unos y otros en actitud rumiante. ¿Cómo escapar de una mente ensimismada? ¿Cómo luchar con el monstruoso reflejo, producto acaso de la fantasía hecha realidad? ¿Cómo atacar a todos esos demonios y villanos, tan reales, tan palpables, que viven dentro y fuera, que tienen nombre, si hay demasiados? Pienso que, en un futuro, los cuentos y microrrelatos escritos en las páginas siguientes, acompañados a su vez por esos reflejos hechos imágenes, deberán ser mejor compañero de todas esas mentes igual de inquietas y conscientes que las que los crearon. Escritor y lector deberán encontrarse como dos almas afines, una que escribe para denunciar y otra que lee para saberse escuchado. Es reconfortante pensar que Vaivén se ha convertido en el espacio donde los monstruos, personales y colectivos, han podido ser nombrados, señalados y que, como un eco que resuena a lo lejos, ha logrado atraer a otros hasta la orilla de sus páginas. Qué mejor forma de luchar contra las interrogantes y los temores, que plasmando todo aquello con lo que se está en desacuerdo. Soy consciente de que los jóvenes escritores y artistas que aquí se encuentran estampados han logrado comprender una parte más del mundo, y saldrán victoriosos porque se atrevieron a mucho más que otros.
*Egresada de la Licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Colabora en el SEMS en el área de Difusión y Extensión desde el 2020.
Eran las ocho con cuarenta y cinco cuando salí del trabajo. Eran las nueve con veinticinco mientras caminaba hacia el bar. Once veintidós cuando llevaba mi décimo trago. Doce cincuenta cuando vomitaba en aquel baño. Dos treinta y tres mientras me arrastraba casi sobria por las calles frías de invierno. Dos cincuenta y dos cuando la vi. Tres con cinco cuando se acercó. Tres veintitrés cuando estaba detrás de mí. Tres veintisiete cuando caí. Tres veintiocho cuando vi su rostro. Tres treinta se abalanzó sobre mí. Tres treinta y uno, me tomó de los hombros. Tres treinta y dos, suspiró cerca de mí. Tres treinta y tres, desaparecí.
Supe que había tocado fondo aquel día maldito, cuando mis dedos irrumpieron las profundidades babosas de mi boca, hasta llegar a la garganta, con un único objetivo en mente: depurar mis entrañas del veneno llamado alimento.
Un monstruo se apoderó de mí. Aborrece mi cuerpo y lo demuestra con golpes. Me hace sentir mal, provoca cambios que no estoy dispuesta a aceptar. Él me odia a mí y yo a él; sin embargo, seguimos aquí, pues por nueve meses él tiene que habitar en mí.
Aquí dan los clamores en cuanto se muere la gente y desde hace ya rato los vengo escuchando. Hace calor aquí. Esta oscuro. Las campanas vuelven a replicar, alternándose constantemente: un repiqueteo agudo da paso a uno recio, contrastan con el alma de los habitantes y les crean un estado de incertidumbre profundo. No tardan en escucharse esos leves murmullos acumulados que nacen en las calles (aun siendo de madrugada). ¿Quién habrá sido? ¿No habrá sido Horacio? Ya ves que desde cuando está enfermo. No, pues sabe. Apenas uno se entera del nombre del difunto, nos compadecemos de la familia a lo lejos. No vamos porque no nos gusta el ambiente de los velorios. Siguen replicando las campanas, y el eco que golpea al pueblo aledaño nos rebota con más fuerza de la que salió. Se me hace que fue Félix, ya tiene sus años. De un segundo a otro escucho un precipitado llanto detrás de la puerta, que parece tan cercano como si lo tuviera al lado. Seguro fue de la familia, es mi hermana la que llora con fuerza. De fondo, también se escuchan los sollozos de mi madre. Apenas y miro un furtivo rabillo de luz que se cuela en la habitación, me doy cuenta de que han prendido la luz de la sala. Jalo aire, pero no alcanzo el resuello. Hace calor. ¿Quién habrá sido? Escucho pasos cercanos, seguro es mi madre que me viene a despertar. Intento reincorporarme, pero en el impulso siento un golpe contra una superficie de madera. En ese momento, mi madre abre el féretro y con los ojos cerrados, llora con fuerza en dirección mía.
“¿Falta algo en tu vida?” Dictaba aquel pequeño folleto tirado por alguien más al suelo. En el estaban escritos números de teléfono y un salmo: “Colonenses 1:27. Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria”. ¿Pero, realmente, que pueden ofrecer los números escritos? ¿La fe me dará dinero? ¿La fe me dará salud y seguridad? Después de suspirar y un corto pensar, me decidí a tomar el folleto. En cuanto lo toqué, desaparecí de la faz de la tierra. Quizás a aquellos catequéticos de fe les hacía falta un querubín que los protegiera, o algo que comer.
Existió un niño demasiado pequeño e inocente, tal vez lo suficientemente puro para no entender por qué diferentes hombres, que nunca había visto en su corta vida, amanecían en su cama.
“¡Alan!, ¡Alan!, ¡Alan!”, escucho a mi familia gritar con desesperación mi nombre. Confundido, veo a mis hermanos cubrir las ventanas. Mi madre y mi padre tapan las puertas con tablas de madera y clavos, martillando cada vez más rápido. Temo que mi madre se rompa un dedo; nadie hace las galletas de nuez mejor que ella. ¿Qué haría mi madre con nueve dedos en lugar de diez? ¿Quién haría mis galletas preferidas? Se tardaría lo doble, si no es que una eternidad en prepararlas. Me pierdo unos segundos entre todo el caos, y de un momento a otro, me encuentro con mi familia, escondida toda debajo de las escaleras. “Debajo de las escaleras”, pienso. “Como Harry Potter”. Una risita sale de mi boca. Mi familia parece no entender el chiste, supongo que no es gracioso. Todos palidecen. “Pronto se irá el asesino”, dice mi hermana menor. Pasan los segundos, los minutos, las horas, hasta que mi padre se levanta del hueco donde nos encontramos y, con manos temblorosas, abre poco a poco la puertita. Veo cómo la manecilla de color bronce se mancha del sudor de su mano. Nunca he visto a mi padre tan nervioso. Asoma la cabeza a ambos lados del pasillo, voltea a ver a mi madre y asiente con la cabeza. Poco a poco, nos vamos parando y salimos detrás de mi padre. “Olvidé mi chaqueta en la sala”, pienso. Les digo a mis padres que me esperen en la puerta, que los alcanzo pronto. Están tan traumados por la situación que ni siquiera me contestan. Voy corriendo en busca de mi chaqueta, pero no se encuentra donde la dejé. Busco debajo de la mesa, pudo haber resbalado. Busco junto al sillón, pero tampoco se encuentra ahí. Como sea, es solo una tonta chaqueta. ¿Por qué me importa más mi chaqueta que la herida que tengo detrás de la cabeza? ¡La herida detrás de mi cabeza! Coloco la mano arriba de mi nuca, preparado para sentir la humedad asquerosa de mi sangre, pero está seco. No puede ser cierto, si hace rato estaba sangrando a montones. “¡Mamá!” “¡Papá!” No los veo esperando por mí en la entrada. Corro hacia la calle principal. Veo unas luces rojas y azules, sé que son los oficiales. Mi padre habla con un oficial; sostiene una bolsa en la mano. Mis hermanos están dentro de una ambulancia siendo revisados por paramédicos. Escucho la voz de mi madre, su dulce y tierna voz, justo como las galletas de nuez. “Sí, esa chaqueta es de mi hijo.” Sus lágrimas resbalan por sus mejillas. Me acerco a ver dentro de la bolsa que sostiene el policía. Es mi chaqueta. Y yo también me encuentro adentro. Ya han pasado nueve años y siempre me aseguro de regresar a la cocina de mi madre en vísperas de Año Nuevo. Espero que este año tenga suerte y logre volver a comer una de sus galletas.
Cuando muera quiero un cóctel de su más fino whisky en las fauces del infierno, porque admito que no fui una persona formidable y mi vida está llena de pecados mortales. Pero, aunque fui un cabrón en vida, y en la muerte no busco remediarlo, a nadie se le niega un buen trago de alcohol. Después de todo, no hay mejor veneno que el que te mata lentamente sin que tú te des la menor cuenta. Entonces, amigos, permítanme brindar por las noches estrelladas, por el aire frío y los cielos grises antes de mi juicio final. Yo mismo seré mi verdugo, y he de prometerme que no tendré misericordia conmigo, ya que no hay alma en esta tierra que me odie más que yo mismo. Así que les daré permiso para que rían y se diviertan cuando mi sentencia sea otorgada, porque es bien sabido que me merezco el peor de los males.