Yhoalibeth Estrada Flores
Preparatoria 8
Cuando por las noches llego a casa y veo que no estás, solo suspiro tranquilo. No tengo que preocuparme por eso, sé que sigues justo en donde te dejé.
Yhoalibeth Estrada Flores
Preparatoria 8
Cuando por las noches llego a casa y veo que no estás, solo suspiro tranquilo. No tengo que preocuparme por eso, sé que sigues justo en donde te dejé.
Mariana Soto Almaguer
Preparatoria Regional de Santa Anita
Siempre las veo en la televisión: rubias, piernas largas, piel lisa. Con una boba sonrisa dominan al mundo. A mí me apodan “la monstrua” por tener todo lo contrario a esos estúpidos estándares, así que sin pensarlo dos veces meto la mano en la pantalla y saco a todas esas mujercitas falsas. “Soy la monstrua”, me digo mientras abro mi enorme dentadura para devorarlas.
Tonatiuh Tlacaelel Ruiz Rosas
Escuela Vocacional
Camino por la montaña, ¿o es un cerro? ¿O un monte? No sé, aquí el sol pega más fuerte y el viento es más seco; agradecería algo de lluvia, pero mínimo tengo un buen paisaje. Caminar es horroroso. Hubiera traído algo, una guitarra, pluma y papel para escribir algo cuando me caigo de lo cansado. Ningún árbol, ninguna planta, ni la música de los pajaritos, solo ir de aquí para allá. Qué ganas de estar en mi cuarto, comer tripitas con mi familia. Ya quiero dejar esto, es una tortura. ¿Por qué emprendí este viaje? ¿Por qué tuve que morir? Qué aburrido es ser un fantasma.
José Antonio Canseco Briceño
Preparatoria 15
Sus ojos brillaban en la oscuridad; podía sentir perfectamente su mirada sobre mí, su inocente y temerosa mirada. Aunque estaba abajo, yo podía oler su perfume, un dulce aroma a vainilla que la acompañaba a diario. Mis manos sudorosas tomaron las suyas tratando de calmarla. Podía sentir cómo la sangre corría por sus venas, sus jadeos, el sudor en sus manos, el temblor de sus piernas y las lágrimas en sus ojos. No sabía si sus gritos eran de gusto o de temor. Quería imaginar lo que me pasaría después, pero la tensión y mi mente lasciva no me dejaron pensar. Pero, ¿qué podría pasar? Somos dos enamorados, aunque la gente lo juzgue. Somos la experiencia y la juventud compartiendo la cama. Dicen que el amor no tiene edad. Ella me ama, mas no sabe que me ama; es muy joven, no sabe amar. Doce años, una niña, creo que así se dice. Ella necesita a un hombre que la enseñe a amar. Cuarenta primaveras, suficientes para ser un hombre.
Andrea Monsserrat Torres Vaca*
*Egresada de la licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Colabora en el SEMS desde el 2020.
Leyendo las letras expuestas en estas páginas, no puedo sino pensar en los jóvenes escritores que hay detrás de ellas, y sorprenderme de estas nuevas generaciones de creadores que utilizan sus letras para plasmar en pequeñas o grandes narraciones verdades tal vez incómodas, pero absolutamente necesarias de abordar.
Son mal llamados la generación de cristal, pero no se trata de una generación que se rompe, sino más bien de una que rompe, que alza la voz para hablar sobre las verdaderas problemáticas que los aquejan, y no solo a ellos, sino a la sociedad en la que vivimos. La salud mental y los temas que la rodean se han convertido en una constante entre los talentosos escritores de cada edición.
Entre los renglones de los cuentos y los microrrelatos se encuentran vívidas narraciones sobre personajes que se enfrentan a terribles pesadillas, mounstros y batallas libradas en el peor de los escenarios: la mente. No se trata de historias fantasiosas, sino de oscuros relatos que exponen y visibilizan los temores, donde héroe y villano puedes ser tú mismo.
En los años venideros, Vaivén será el testimonio palpable de los inquietos y entusiastas escritores que pasaron por las aulas de las preparatorias del SEMS, que a su vez animaron a despertar las letras de otros jóvenes inconformes que encontraron en ella un lugar donde, sin tabúes, pudieron escribir sobre lo que fuera, hablar de lo que realmente importaba.
Consuelo | Preparatoria 9. Kaferin Yamilet Islas Loza
Valeria Alejandra Pérez Huerta | Preparatoria 8
Me siento de golpe en la cama, el corazón me late como si acabara de correr un maratón. El sudor frío hace que el cabello se me adhiera a la frente. Siento la boca seca, como si no hubiera tomado agua durante varios días. Las manos me tiemblan. Pero esto solo es resultado de la pesadilla que acabo de tener, del recuerdo golpeándome otra vez. Como si no fuera suficiente tener que revivirlo todos los días, como si no fuera suficiente haberlo vivido en carne propia, no una, ni dos, ni tres veces. Fueron tantas que perdí la cuenta. Al final solo desconectaba mi mente de mi cuerpo para evitar sufrir más, como si aquello fuera posible.
Me entra una picazón por todo el cuerpo, sintiéndome sucia. Culpable. Como es parte de la rutina, me levanto de la cama. Con las piernas apenas respondiendo, me dirijo al baño. Me deshago de lo que uso, quedando desnuda frente al espejo. Al ver mi reflejo, el asco me llega de golpe. Caigo al piso junto al retrete, donde vomito.
Me abrazo tratando de pegar todas las piezas que por mucho tiempo han estado rotas. Un sentimiento amargo me llena el pecho; soy consciente de que después de tanto tiempo aún soy incapaz de verme al espejo. Pero la verdad es que no hay mucho que ver.
Entro con cuidado y lentamente a la tina. La temperatura helada del agua me cala los huesos. Con las piernas pegadas al pecho, tomo el estropajo y lo restriego por todo mi cuerpo en busca de limpiar una suciedad que va más allá de la física, aquella que estará siempre en mí, que de cierta forma me caracteriza. La piel se me siente seca, pálida, áspera, sin vida ni color. El único color que posee es el de las marcas y cicatrices que me adornan todo el cuerpo, aquellas que me recuerdan lo que viví por años. Paso lo que parecen horas tallando la suciedad que nunca desaparece, que todos ven, critican y juzgan, pero que nadie me ayuda a limpiar.
Los comentarios donde me acusan de ser la culpable me golpean, provocando que los ojos se me llenen de lágrimas, las cuales caen como un río por los pómulos pálidos y resecos, mismos que hace tiempo poseían una vida ahora arrebatada. Y con ellas llegan los recuerdos. Son tan reales que pareciera que lo estoy viviendo una vez más. El cómo invadía mi cuerpo, que aún recuerda cada detalle; cómo lo hizo sin remordimientos, sin consideración; cómo solo le importaba satisfacer su repugnante deseo. Vuelvo a sentir sus manos ásperas por todo mi cuerpo, tocando lugares que nunca nadie había tocado antes, que nadie más tocará ya que ni yo soy capaz de hacerlo. Pero la realidad es: ¿a quién le gustaría hacerlo?
“Si no fuera por mí estarías en la calle”.
La frase que usaba todas las veces que quería aprovecharse de mí se vuelve a posar una vez más en mi memoria, atormentándome como si aún no fuera suficiente, haciéndome sentir mucho menos valiosa de lo que lo soy.
Hector Franco Torres Manzano
Preparatoria 5
-¡Buenos días! Pase, recuestese allí. Lo estaba esperando.
—Ojalá yo viera igual de bueno al día —me recuesto sobre una silla reclinable que está en proceso de desbaratarse—. En fin, ¿será que tienes galletas de las de la otra vez? Estaban deliciosas.
La silla resiste mis torpes movimientos.
—Desde luego, aquí están —pone una caja morada en la mesa de centro, junto a mí—. ¿Me podrías recordar tu nombre completo y tu fecha de nacimiento, por favor?
—Claro, me llamo Dios y tengo la edad del universo.
—Listo. Ya tomé nota —empuja sus lentes contra su frente para enfocarme—. Empecemos entonces. ¿Qué te trae por aquí?
—No sé por dónde empezar. Creo que mi trabajo me tiene demasiado agobiado. He llegado al punto en el que mi trabajo se ha vuelto mi vida. Ya no soy capaz de separar mi vida laboral de mi vida personal.
—Ya veo. ¿Te gusta tu trabajo?
—En ocasiones no. Usualmente sí. Crear el universo fue algo muy divertido de hacer. Luego, el mantenimiento que he tenido que hacerle es entretenido, pero lo disfruto de verdad.
—Entiendo. ¿Entonces qué es lo que no te gusta de tu trabajo?
—Está el tema de la Tierra. Parece que se me fue un poco de las manos pues creé demasiadas personas. Aún así, eso de ayudar a la gente me hace feliz. Pero me he dado cuenta de que me hace falta ponerme más atención a mí mismo, me he descuidado un poco. También a veces siento que a nadie le importo, que todos hablan conmigo por puro interés, que solo buscan su propio bienestar, que son egoístas.
—¿Cómo te gustaría que te trataran?
—Me gustaría que hablaran conmigo sobre temas que no fueran peticiones y súplicas. Hablar sobre nuestras opiniones, sobre la trivialidad de la vida, esas cosas. Cosas sobre las que hablan los amigos —no puedo evitar borrar la ligera sonrisa que había mantenido hasta ahora—. También me siento mal al notar que todos me dedican demasiado tiempo a mí. Yo los quiero infinitamente y me gustaría verlos siendo felices, viviendo su vida; eso de que todo el día me tengan en su pensamiento no es sano para ninguno de nosotros.
—¿Has pensado en darte un descanso? Dar menos prioridad a todo lo que sucede en la Tierra.
—No lo había pensado aunque no sé si funcionaría. Además que, como te digo, me hace feliz ayudarles.
—Tú eres tan importante como las personas que te importan.
—Puede ser que tengas razón. Aunque creo que darles menos prioridad no sería suficiente para mí; mi agobio es inmenso. Necesito un descanso pleno, dejar de prestarles atención del todo… Sí, ¡eso haré!
—No, espera. No tienes por qué tomar medidas tan drásticas. Tú eres quien mantiene la armonía en la tierra y quien atiende a las peticiones de…
—¡Muchas gracias, mi estimado! Esta conversación ha sido muy útil —me levanto de la silla esperando no volcarla—. Nos vemos pronto —abro la puerta y bajo las escaleras.
—¡Por Dios! —me parece escuchar detrás de mí—. ¿Qué he hecho?
Sofía González Barba
Preparatoria Regional de San Juan de los Lagos
Disturbios en la ciudad causados por un golpe de estado, me colocan en la primera fila para defender a mi gente y, aunque el miedo me consume, acepto. Diviso la muerte en una esquina. Parece observarme divertida. Claro, no tiene que moverse ya que voy corriendo hacia ella.
Sálvame | Meily Danae Magaña Montaño. Preparatoria Regional de El Salto.
David Samael Medina Agredano | Preparatoria 15
“Mi alma al fin descansará de tanto fingir estar bien y encajar en la sociedad que me rodea”, eso es lo que pienso todas las noches. Tomo mi teléfono. Paso un largo tiempo frente a mi pantalla, buscando fuentes de satisfacción. Me ayuda a olvidar mi vida vacía. Cada que indago en mis redes sociales me encuentro las mismas historias de siempre: éxito, fortunas, cuerpos perfectos… es inevitable compararlos conmigo. Cuando menos lo espero, ya estoy contrastando todos sus logros con los míos. Me frustra, me entristece, no lo logro por más que me esfuerce. Entonces, ¿de dónde sale este placer tan ácido? ¿Es placer? Duele. No lo quiero más… El cinturón cuelga.
Fernanda Rodríguez Alonso
Preparatoria 15
Chocan los trastes una y otra vez.
Pego mi oreja contra la almohada. Mi pie hace movimientos bruscos de un lado a otro.
Mamá está molesta, puedo escuchar cómo suspira cada cinco segundos y le reza a la Vírgen entre dientes, con el grifo abierto.
Me apuro a salir del cuarto. ¡Mierda, ya casi es medio día! Tomo un trapo, seco unos platos, los guardo. Saludo a mamá con precaución, me responde. Tiene el ceño ligeramente fruncido y no hay contacto visual. Seco apurada otros platos más. “Deja ahí, ve y abre las cortinas de tu cuarto, ventílalo, recógelo, haz tu cama”, me dice entre resuellos.
Abro las cortinas y la ventana. Todo es un caos. Zapatos, cintos, ropa, útiles escolares sobre la cama, una pila de libros en la silla, platos con residuos, vasos, maquillaje y calcetines sobre el escritorio; las puertas del closet abiertas porque no cierran. En la repisa, a los cuadernos y papeles les falta poco para estar en el piso. Los materiales de dibujo y bisutería están enredados entre el estambre y ganchos de tejido. Lo único que parece que no está a punto de caerse es el cuaderno de arcoíris que me regaló mi mejor amiga y en el que anoto mis pensamientos.
Tomo algunas cosas y le doy varias vueltas a la casa buscándoles su lugar. A diferencia de otras veces, no sé dónde ponerlos. Los dejo donde puedo con miedo de la reprimenda. Regreso al cuarto, jalo las sábanas para tender la cama, acomodo los peluches, me alejo; es como si el vecino de cinco años hubiera tendido la cama.
Ahora el clóset; empujo la ropa y acomodo los ganchos; mis movimientos se van haciendo más agresivos. ¡Aaaaaah, con una chingada! Trato de colgar lo que está en la cama… si tan solo… entrara… el maldito gancho. ¡A la mierda! Quiero tirar todo.
Me da asco mi cuarto, me doy asco yo, no puedo. Me tiro en la cama y balanceo mi cuerpo mientras abro y cierro las manos, encajándome las uñas en las palmas. Tallo mis piernas, rasco los granitos de mi espalda.
Se abre la puerta; me hago consciente de lo inquieta que estoy, del movimiento agresivo de mis manos y del daño que me estoy causando; inmediatamente me detengo. ¿Realmente lo hice por el mal que me estaba haciendo? Mamá escanea el cuarto con la mirada, su cara es de enfado. Si, ya sé. Suspira. “Ven a desayunar”.
Estoy sola en la mesa. Hay arroz, me gusta el arroz. Está frío, eso no suele ser un problema, pero su textura es rara, se siente como si tuviera pequeños trozos de hielo y al mismo tiempo algo chicloso. Hace un ruido muy extraño, como botas pisando lodo. Es tan desagradable, pareciera que una persona mugrienta y de aliento putrefacto masticara su comida con la boca abierta al lado de mi oído mientras mueve su cara exageradamente con toda la intención de estar jodiendo… Ay, mierda, mejor veo la tele para tratar de no enfocarme en la comida.
No soporto al presentador del programa, su tono de voz, cómo pronuncia ciertas palabras, cómo gesticula. ¡Dios, me desespera tanto! Apenas me doy cuenta de mi mano apretada y la mandíbula tensa a reventar… mis dientes se sienten un poco flojos. No sé. ¡Carajo! Subo los hombros. No soporto el ruido de la licuadora, se escucha como un montón de camiones a toda velocidad, pitando dentro de tu cabeza. Trato de cubrir mis oídos con los codos, obviamente eso no sirve. Hago presión con las manos, voy al sillón, trato de hundirme en él… ya, se acabó, me paro. ¡Mierda, no! Me quedo ahí unos segundos después de que apagan la maldita máquina.
Después de lavar mi plato, recojo lo que mamá lavó. Hay ruido, está limpiando. Yo debería poder hacerlo sola, es mi cuarto. Guardo los tenedores y cucharas, al final los cuchillos… no, no, eso no.
Voy a donde mamá. “Mira los zapatos tirados.” “Tu cama está mal tendida.” “El closet…” Su saliva hace mucho ruido cuando habla. Ya no estoy prestando atención… Igual yo me lo repito suficientes veces al día, no es necesario que me lo diga otra vez. Al cabo de unos minutos, se va al patio.
Me siento en la cama y azoto la cabeza contra la pared. ¿Qué no había ahí un clavo? Estoy harta de mí. Chocan los platos, dejo todo a medias, aprieto la mandíbula. El cuarto es un asco, suena la licuadora ¿Es tan difícil?
Encajo las uñas en mi cabeza.
Hay botellas en el cuarto.
Veo la ventana abierta.
Carmen Tovar Ruiz
Preparatoria Regional de Etzatlán
Es común escuchar sobre las flores. El pueblo lo sabe, que el campo ya es de trigo y posteriormente será de maíz. Pero, en un principio fue de margaritas, las flores de nubes.
Su hija relató la historia solo una vez, hace ocho años. A través del tiempo las personas han cambiado varios sucesos; que si el padre dio misa o estaba en descanso, que si el lechero pasó a caballo o en burro, que si la tierra estaba mojada o seca. Nadie se ponía de acuerdo sobre el color del vestido de la anciana, solo decían que su bastón resonaba en aquel empedrado con huecos. Sus manos viejas se aferraban al pedazo de madera para subir al ritmo del apuro. Aquel día la gente chismosa rodeaba la calle Zaragoza, asomados por las ventanas y los más desvergonzados tocaban a gritos que les abrieran. Nadie encontró respuestas. Con el paso de los años, concluyeron que no les soltaban la sopa, porque no había nada en el plato. La familia estaba buscando lo mismo que todos.
Doña Lupe solía estar en la primera banca de la plaza municipal, arropada con una cobija de tejido. Cantaba en voz baja y comía los dulces de Don Armando. Los balones rodaban a sus pies y los niños se acercaban. Cuando estaban agachados, les soltaba una pregunta. Cualquiera, decían, pero no fue así, ella ya sabía qué decirles, lo suficientemente bueno para atrapar aquellos jóvenes oídos.
—¿Conocen la historia del niño de las nubes? —susurraba, apuntado hacia arriba.
Entonces se amontonaban. No tenían ni idea del relato, pero cada uno se inventaba su versión. La decían como les saliera, luego discutían sobre la real. Y si ese día había sol, peleaban y retomaban su balón. Algunos se quedaban a escucharla. El niño de las nubes es el encargado de dibujar figuras en el cielo, mece al viento y le muestra el camino perfecto. En las lluvias, el niño sale a tapar con un manto negro a sus compañeras. Entonces se volteaban y señalaban dibujos, aseguraban que veían al muchacho. Es que se pasa rápido, decían. Yo escuché varios cuentos, mi favorito era ese. Llegaba a mi casa emocionada a comunicarle a mi madre sobre esto. La única que nunca nos acompañaba era su hija, Antonia. Se la pasaba en la florería.
Aquel pueblo era famoso por sus arreglos, venían hasta San Juan por ellos. Se rumoreaba que los ramos enamoraban a cualquier pareja. Al ofrecer un racimo de la florería de Lupe, era imposible que te rechazaran. Para ir a la escuela, yo rodeaba el gran campo de margaritas. Tan blanco se mecían los retoños. Yo suspiraba y el susurro de aquellas flores me recordaba a cielo en las mañanas. A doña Lupe le encantaba aquello. Cuando no estaba en la plaza, se la pasaba subiendo la colina para ir a ver las flores. No podía moverse demasiado. Se esforzaba para cantarles a todas. Con su voz de sauce relataba el cuento del niño de las nubes. El paisaje siempre lo llevaré en mí. Cierro los ojos, escucho el sonido de los grandes árboles que seguían del campo, llamándome, recordándome que no me olvide de las historias, que en muchas ocasiones son lo mejor que tenemos. Para los adultos, esto era producto de una mente anciana, de divagaciones rozando la locura; para los niños, magia.
El ser más longevo daba vida a mi pueblo, sonreía sin querer. Las líneas de su cara se acostumbraron a sus pliegues. La gente la quería mucho, se preocupaban por la tos que llevaba desde hace tanto tiempo, por el bastón más raspado, la cobija mal arropada. Ella hablaba poco, a excepción de los pequeños cuando narraba historias. Doña Lupe era toda una leyenda, desde joven apoyó a las familias. Siempre tan amable y honrada que de vieja se sentaba a buscar aquel niño de las nubes. Una tarde subió a paso ligero hacia el campo, tenía prisa de algo o de alguien, quién sabe. Ahí iba, alcanzando su campo. Su blanco cabello se perdió entre las margaritas. Luego, cuando era la hora de cenar, nunca apareció. Su hija avisó a mis padres, luego al de la otra esquina. La voz se corrió, buscándola nos la pasamos. Estaba tan oscuro que dejamos la colina en paz. El sonido del río atraído por la brisa nos congelaba los dedos. En la mañana descubrieron que había una línea de flores pisoteadas, que terminaba a la mitad, y justo ahí, estaba su cobija. Las suposiciones eran muchas, la primera fue si la anciana volaba, que tenía poderes. Otros decían que algún animal había hecho eso, pero no habían encontrado su cuerpo. Buscaron por el arroyo y nada. Los niños tenían la solución, pero la única persona que los escuchaba estaba desaparecida. Entre nosotros creíamos que se la había llevado el niño, aquel de las nubes, que necesitaba de su ayuda.
Hasta el momento, cuando me preguntan por aquello, digo que no se explica, cuando realmente pienso en las nubes. La noticia salió en los periódicos y las radios tomaban fotografías y culpaban a los extraterrestres, a las naves y a una tal área 51. Llegaron los escritores para tomar nota, sacaron una novela que vendió muchísimo. De tanto alboroto del pueblo, ya no se podía andar en las calles sin peligro por alguno de esos automóviles con otro periodista a prisa. Al mes, el presidente mismo interrumpió la puerta de Lupe y exigió una respuesta. Ella narró que estaba trabajando, que dejó a su madre en la plaza y que cuando volvió no estaba. Que la penumbra la acompañaba y que los grillos la habían seguido todo el camino hacia las flores. Tampoco había nada. Decidió bajar y avisar a todo aquel despierto y dormido. Querían respuestas, no creían que no supiera, todos exigían.
—¿Algún otro hijo perdido que la reclamara?— preguntaban los reporteros, empujándose por ser primero.
Por la presión del presidente, respondió que ella era la única viva.
—Tuvo a otro, murió a los doce años. Eso es todo, no quiero seguir hablando —dijo para cerrar la puerta, vender la florería y mudarse a la ciudad.
El campo ya es de trigo, posteriormente de maíz pero en un principio fue de margaritas, las flores de Doña Lupe.
Ernesto Gabriel González Santiago
Preparatoria 7
-Pero, Julián, ¿cómo lo lograste?
—¡Es más fácil de lo que crees! Mira, tomas el palito de la cereza con la lengua y…. listo, ¡un nudo!
—Pero qué habilidad con la lengua, Julián, por Dios, ¿en qué la usas?
Todas las personas en los raros sillones del estudio comenzaron a morirse de la risa, incluso Julián. Cayó del asiento y giró para seguir riendo mientras los demás lo señalaban.
La música estaba a todo volumen, y los aplausos pregrabados acompañaban perfectamente la escena, mientras la cámara se zarandeaba y movía por todo el escenario. Tantas luces y colores parpadeantes en el fondo saturaban todo a la vista, distrayendo de cualquier cosa que pudiera estar pasando, como el ruido fuera del estudio.
Los gritos.
—Y, Nadia, hablando de habilidad —dijo Julián, levantándose del piso y volviendo a su asiento—. Recién hoy vi un video buenísimo que quería compartir con los televidentes.
—Venga, ¡veámoslo!
Julián sacó su celular y, cruzando rápidamente todas las noticias y alertas que llenaban su página principal, llegó hasta el video.
Transmitir.
—Oh, ¡qué precioso perrote! ¡Y, mira, cómo juega con su ula ula! ¡Qué habilidad, señores! Mucho más que la mía, porque si yo lo hago… ¡me caigo!
Todos volvieron a reír y vitorear mientras ella emulaba torpemente un baile. Volvió a su asiento.
—Pero, cámara, no seas tímida, ¡acércate a la pantalla para que todos lo vean!
La gran máquina acercó la cámara a la pantalla donde se transmitía el video, sacándolos a los demás de la vista.
La sonrisa fingida de Julián murió al instante. La de ella perduraba dolorosamente.
Los estallidos seguían sonando en el exterior.
Los disparos parecían acercarse.
Julián volteó a verla, con la cara consternada.
Nadia negó con la cabeza, sin quitar la sonrisa.
La cámara regresó a enfocarlos y todos vitorearon alegres. Una música más movida comenzó a sonar.
—¡Escuchen! Ya saben qué significa: ¡hora del baile!
Y todos bailaron.
Ana Sofía Lozano Pérez
Preparatoria Regional de Tepatitlán
Si pudieras cambiar algo, ¿qué sería?
—Haber nacido 10 años después de mi fecha de nacimiento.
—¡Eso es muy fuerte!, ¿por qué quisieras eso?
—Para darle tiempo a mi mamá de cumplir su sueño de estudiar matemáticas.
Angel Gerardo Gutiérrez Calderón
Preparatoria 19
-Que Dios nos perdone —susurró el Papa mientras se persignaba ante la presencia del mismísimo Jesús, un Cristo hecho por la mano del hombre.
Amada Catalina Rodríguez Arizmendi | Preparatoria 5
Desconcertada, miro mis manos que percibo ajenas. Ellas tiemblan. Sigo con la mirada el resbalar de los tonos cálidos que caen por las comisuras de mis dedos. Me concentro en el eco que generan las gotas al caer; caen una, dos, tres veces. Siento por breves instantes el hormigueo de mis piernas amenazándome fallar. Saboreo mi saliva, escucho mis oídos zumbar, mi vista se nubla y huelo olores que jamás creí experimentar.
Vuelvo en mí una vez percibo el calentar de mis mejillas por el postrar del Sol en las extensas ventanas de la universidad. Levanto mi rostro hacia el post meridium y a pesar de que mis retinas me demandan detenerme, dejo que ardan, pues no hay nada que ame más que al Sol. Amo a mi íntimo amigo el Sol; nos parecemos. Se ve cansado, por eso me gusta acompañarlo con un cigarro y una buena cerveza en mano. Lo veo esconderse, necesita descansar para mañana repetir el ciclo que tan desgastado le tiene. Me siento triste por él; no podrá descansar, seguirá con su arduo trabajo sin final.
Retengo mi respiración y cierro mis ojos lastimados. Sé que es imposible ignorar la situación bajo mis pies. Lagrimeo, lagrimeo hasta que las pocas gotas se convierten en un llanto desolado. Mi garganta se anuda, mi estómago se comprime y mi voz sale disparada en clamores. Quizás, solo quizás, si hubiera negado aquella invitación a pasar a su despacho, pudiera haber acompañado por más tiempo a mi íntimo amigo el Sol, pero fui insolente. Aún siento las frías manos de mi profesor sobrepasar mi falda, desgarrar mis ropas y tapar mi llorera. No puedo quejarme, seguro ha sido mi culpa por provocarlo con mis labios rojos y vestidos veraniegos.
Suelto el dióxido de carbono por mis fosas nasales, abro mis párpados y aunque soy cegada por los rayos anaranjados, decido agachar mi mirada para por fin enfrentar la realidad que he creado. Mis papilas se asquean y vomito sobre su cuerpo inerte. No soporto mirarlo, mi cuerpo rechaza cualquier contacto con él. He planeado esto por bastante tiempo. Retiro el cúter, clavado en el cráneo de mi profesor, y lo apunto hacia mi vivo útero. Mi cabeza está a punto de explotar, no deja de palpitar. Mis manos nuevamente se ven ensangrentadas y caigo a un lado del adefesio. Nuestras sangres se mezclan, pero ya no importa, yo solo miro al Sol.
“Errar es humano” hubiera dicho él, pero no fue humano y yo decidí tampoco serlo, aunque me calma el saber que el Sol tampoco lo es.