– Afonía.Sergio Toscano Aceves. Preparatoria Regional de El Salto.
A Lana le gusta tomar mi mano cuando vamos hacia la heladería a comprar nuestro postre favorito cada viernes después de la escuela. Ella cree firmemente que el helado de vainilla cura un alma cansada luego de una ardua jornada escolar. A mí… a mí me gusta cómo se preocupa por ayudarme a siempre estar feliz.
También le gusta coleccionar las hojas secas de los árboles que yacen en el suelo para después pegarlas en su libreta favorita y decorarlas un poco. Ella afirma que, a pesar de estar secas, nunca dejan de estar vivas. A mí… a mí me encanta ver lo emocionada que llega a estar al terminar sus collages de naturaleza marchita.
A Lana le fascina ir al parque que está a unas cuadras de su casa y lanzarse al césped para admirar el cielo azul sobre nuestras cabezas. A mí… a mí se me acelera el corazón cada que se recuesta en mi pecho y me pide que la abrace para después mirarme con sus ojos avellanas con toques rojizos. A Lana le gusta escribirme pequeñas notas con dibujos de flores para divertirme en clase de Historia, porque sabe que la detesto. Y yo… yo agradezco esos pequeños detalles que me hacen sonreír.
Nadie puede negar que el tiempo que pasamos cerca es demasiado, pero no quiero alejarme ni un segundo de ella. Lana es magnífica, en todos los sentidos posibles, es tan adorable y peculiar al mismo tiempo, y siempre busca el lado positivo de todo. Lo hizo incluso cuando mi hermana falleció hace un par de años. Me ayudó a ver que, así como las hojas marchitas, mi hermana nunca dejará de estar viva para mí.
Recuerdo cómo hace unos días nos encontrábamos en el sillón de su casa mirando una película. No podía dejar de asombrarme con la forma en la que se metía en el filme, sin importarle el género de éste. Tampoco puedo alejarme de todas esas llamadas nocturnas acompañadas de su receta especial de té y sus leves ronquidos cuando se duerme al teléfono. Sé que lo nuestro es complicado y un poco arriesgado. Sé que no la merezco y que debo mantener mis sentimientos en secreto. O al menos eso pensaba hasta que ella me besó en el patio de la escuela con todos observando. Quisiera demostrarle a todos lo mucho que la amo y la fortuna que tengo al poder besarla.
Lana es la chica de mis sueños, la niña a la que amo desde hace años, y yo… yo soy su mejor amiga. Y a mí, a mí me gusta Lana.
– Internally screams. Pablo Macías Sánchez. Preparatoria Regional de El Salto.
13 de julio de 2013
Señor Satanás:
Antes que nada, reciba un cordial saludo de mi parte. Le deseo sinceramente que se encuentre muy bien, ¿o muy mal? En fin, que se encuentre usted como de costumbre, haciendo maldades.
Le escribo para decirle que el demonio que le encargué salió defectuoso, o al menos eso parece. Se la pasa dormido en una esquina del techo de mi cuarto. Las pocas horas que está despierto, se dedica a robar la comida del refrigerador y la alacena, se divierte asustando a mi hermanita por las noches y hasta algunas vecinas se han quejado de que les “jalan las patas” en la madrugada.
Y recuerde usted, mi estimado señor, que cuando lo invoqué yo pedí un demonio malvado, vengativo y cruel, que acabara con los que me molestan en la escuela, con la señora chismosa de la esquina que quién sabe cuánto le inventa a mi mamá sobre mí, que si me vio drogándome, que si me vio peleando, que si hago grafiti con pandilleros. ¡Si casi ni salgo de mi casa! Además, no creo que este demonio inútil sirva para asesinar al maldito que atropelló a mi abuelita.
Por lo anterior le solicito que me cambie al demonio o que me devuelva mi alma. Si necesita comprobante de pago, aún tengo el pentagrama bajo mi alfombra. Espero su pronta respuesta.
En el transcurso de la historia, la narrativa ha funcionado como un refugio para los que anhelan mundos alternos. En la actualidad, la realidad contemporánea, cruda, siniestra, fría, volátil, salvaje, se presenta más que nunca como un escenario difícil de asimilar, de tal forma que la literatura adopta un papel esencial para la creación de estas realidades distintas. Así, los jóvenes de esta generación, apoyados por un contexto violento y caótico, no tienen otra alternativa que proponer su perspectiva de la vida.
Dentro de la concepción creada, entonces, se pueden reflejar polos contrarios que hablan de una misma historia. Puede existir tanto odio como amor, caos como libertad, tristeza como alegría, muerte como vida, desánimo como esperanza, ternura como coraje, represión como libertad. La literatura es el todo y la nada. Es una llave del tiempo que funciona para abrir cualquier puerta y para entrar a cualquier época. La literatura, pues, es un vaivén de circunstancias distintas e iguales.
Tan bien reflejada está la realidad moderna en estos escritos, que se pueden leer al mismo tiempo como entes disociados o como vigas de un gran edificio, como el cúmulo de lo construido ayer y hoy: el resumen de la historia humana. Así, unos y otros le añaden una estrella a la galaxia que es la escritura.
Los autores de los textos aquí recopilados hablan de lo que les corroe, atormenta e inquieta. Desde la intensidad e incertidumbre que causa el amor no correspondido, hasta la intriga infundada por lo desconocido; está la libertad última: la muerte. Como un espejo el uno del otro, estos jóvenes jalisciences logran plasmar una época decadente, llena de espacios en negro, superficial, doble moralista, carente de valores, inflada de prejuicios, hasta el tope de la indiferencia, impregnada en llanto, acostumbrada al odio, reluciente de falsedad, desmoronada de sus equinas, perdida entre el caos y la calma.
Los protagonistas inevitablemente retratan sus vivencias, a las primeras luces de la sabiduría y la experiencia, de tal suerte que cuando nos adentramos en sus escritos, la sociedad reflejada es todavía más evidente, más viva, más real. Los personajes, aprendices de la vida, se leen con mayor convicción como jóvenes inocentes pero expectantes ante un cambio o una posibilidad distinta.
Esta es, tal vez como muchas otras, una generación de escritores inconformes, propositivos, rebeldes, soñadores, astutos, sensibles, preocupados, despiertos… Una generación de escritores interesados no sólo en plasmar los horrores de la cotidianeidad, sino en una transformación más profunda, que no teme exponer no sólo al otro, sino a sí misma. De tal suerte que, como muchas otras, esta generación sea tal vez la antesala a un cambio mayor, a una renovación de valores.
Óscar Daniel Gómez Mendoza
Novelista y dramaturgo, estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Colabora en el SEMS como técnico de coordinación en el área de Difusión y Extensión desde 2018. Ha impartido clases de inglés y español, así como diversos talleres de creación literaria. En 2017 dirigió la obra de teatro Toska, escrita por él mismo.
Últimamente nada me sale bien. Estoy tan asustada
que todo el tiempo siento que mis manos tiemblan. Y por las noches me quedo
despierta preguntándome ¿cómo llegaste tan lejos? Tal vez no debí conocerte
desde un principio, Kai, ¡maldigo aquel 5 de abril! ¡Esa calle de la que
seguramente ya olvidaste el nombre! En ese momento ofrecerte mi ayuda no fue lo
más inteligente que hice.
Mi imaginación vuela muy alto e
intento crearme posibles soluciones o finales no muy felices. En mi mente sólo
hay lugar para el terror, Kai. No mido el tiempo hasta que me doy cuenta de que
otra vez estoy pensando en lo que haces, las lágrimas se desvanecen en mi cara
y noto que mi cuello está mojado. En mi inconsciente puedo escuchar el sonido
que hace el motor de tu carro, me sale involuntariamente un sollozo de entre
los labios. El corazón palpita a gran velocidad y mis manos se adormecen.
Pareciera una ola que recorre mi cuerpo desde mi nuca hasta la yema de mis
delgados dedos. Daría lo que fuera por no saber más de esto ni lo que conlleva
ser una de tus víctimas. ¿Cuántas somos, Kai? ¿Por qué a mí? ¿Qué quieres
obtener de todo esto?
He contado tres veces que te vi
hoy, la primera fue al salir de casa. Sí, te vi de reojo en tu auto aparcado en
la esquina. La segunda vez fue al salir de la escuela, ¿te divierte dar vueltas
en la calle para verme sólo dos segundos? La tercera de regreso a casa, escucho
el motor de tu auto Kai, los pequeños lapsos en donde esperas unos segundos
para arrancar. Si corro, ¿podrás alcanzarme en seguida o tengo una milésima de
oportunidad de llegar a salvo a mi casa? O si grito, ¿alguien podrá oírme? Tal
vez si llamo a mi padre o a mi hermano ellos vengan por mí, pero ¿y si te
percatas de eso? Siempre es la misma rutina, Kai. Estoy tan asustada, no sé qué
hacer.
Todas las mañanas cuando abro
los ojos, mi mente está vacía, no sé si quedarme un rato más a dormir o
levantarme y no hacer nada por hoy. Al momento de hacer mi desayuno lo miro un
por unos minutos para después dejarlo a un lado y no comerlo. Me quitas el
apetito, Kai. Me pongo de pie ante el closet –como es rutina- sólo para poder
elegir de nuevo el uniforme de hoy. Mi mano se detiene bruscamente para pensar:
¿es mi falda muy corta? Porque si es así, te juro que la haré más larga si me
garantizas que vas a parar. Tú no lo sabes, pero no soy muy generosa cuando me
enfado; no lo mal intérpretes, no busco amenazarte.
Arrastro mentalmente mi cuerpo
ya desnudo y frágil a la ducha. Me agacho y éste es el mejor momento de mi día
porque mis lágrimas no se ven entre el agua. Los ojos me arden por la
temperatura y así ya no me culpo, no lo hago, porque siento en este instante
que nada de esto es correcto. Me duele. Me siento cobarde y con qué razón:
estoy viva.
Durante todo el tiempo busco
respuestas, pero sólo consigo más preguntas, ¡que desastre! No tengo a donde
ir, ya no hay un refugio y mi pecho parece estar invadido. La vida se me acaba,
Kai. No quiero esperar a que mi familia vea mi nombre como título del periódico
local. Cada vez que pienso en buscar ayuda, pienso que no llegaría ni siquiera
a la esquina de la procuraduría. ¿Cómo lograste ser el personaje principal de
todo lo que creía terrorífico? Por favor déjame dormir, por lo menos esta vez.
Anoche tuve el peor sueño de mi
vida: tú bajabas de tu auto, por fin, Kai. Volvía a ver tu rostro una vez más y
no en tu espejo retrovisor. Estabas justo delante de mí, mirándome, fijamente.
Tengo tanto miedo de que se vuelva realidad. No voy a dormir si eso me asegura
no verte en mis pesadillas. Ya no quiero soñar Kai. Tu rostro sólo es sinónimo
de pánico.
Todas las mañanas cuando mi
madre llama, me limito tanto, se me hace un nudo en la garganta al hablarme de
lo que ve en las noticias matutinas: mujeres desaparecidas, asesinadas,
acosadas. ¿Leíste bien, Kai? Acosadas, desolladas, secuestradas. Bueno, supongo
que el resto lo sabes. Ni siquiera sé si este es tu verdadero nombre. Sólo
busco que tu atosigante existencia desaparezca de mi vida. Espero Dios escuche
mis súplicas, aunque él me haya dejado desde que apareciste.
Justo ahora estoy desplomándome
en mi cama, mirando al techo, buscando figuras y formando casualidades. Sólo
busco desaparecer, repitiendo la rutina
para encerrarme en esta casa. Sí, todo cerrojo está en su lugar, y las llaves
—aunque las presione contra mi pecho— son muy pequeñas. Estoy esperándote,
justo aquí, me tienes precisamente dónde quieres. ¿Qué esperas? Tienes todas
las de ganar. Ya siento tu triunfo a la mitad. Sabes mi horario y sé que estás
afuera esperando salir del auto. Termina esto de una vez. Deja que mi endeble
cuerpo se ausente en tu álgido cometido. Ya no voy a poner un pero. Tengo tanto
sueño. Estoy frustrada y el tictac del reloj me está volviendo loca.
Ya escribí todos los sinónimos que pude: son 49. Me falta sólo uno ¿y sabes cuál es? “Carencia”. Así es, recurro a éste para cerrar mi lista, porque así me haces sentir. Esto soy, Kai: Nada. Sólo espero que cuando al fin fuerces esa puerta y logres conseguir lo que buscas de mí, no me dejes tan físicamente lastimada, ya que debo repetir nuevamente mi rutina diaria mañana. Y por favor, cierra la puerta cuando termines.
Azul Alejandra Hernández Castro
Preparatoria 20
Magia entre tus manos. Eduardo Javier Zavala Casillas. Preparatoria Regional de El Salto.
Por la sobrepoblada e inquietante metrópoli, camina diariamente Silvana, 6:30 am, del metro a la Preparatoria. Y justo frente al baldío que queda a sólo un par de cuadras, se detiene a observar desde hace un año. ¿Dónde estaba la justicia de la que tanto hablan cuando en sus intentos por huir de los acechadores, puñalada tras puñalada, consumían poco a poco su aliento, su fuerza y su vida? Al borde de la banqueta, la pequeña cruz de mármol con su nombre sobrepuesto.
Vanessa Guadalupe de la Torre Muñoz
Preparatoria 8
Hundida en tinieblas. Brenda Itzel Martínez Cabrera. Preparatoria Regional de El Salto.
En esta tina, en mi baño, en mi casa, justo aquí. Sé
cuánto mides, tu peso, talla, hasta el tono de labial rojo que llevas puesto.
Puedo saber incluso lo que piensas.
Me enciende tener que mirarte entre toda esta agua. Te ves perfecta. Ojalá estuvieras viva para que mires lo ardiente que te ves entre tantos rojos.
Rodríguez se volvía a despertar, se alistaba, iba al
trabajo, terminaba, regresaba y dormía. Como siempre, repetía rutina:
Despertar, alistarse, trabajar, regresar y dormir.
Despertar, alistarse, trabajar, regresar y dormir.
Despertar, alistarse, trabajar, regresar y dormir.
Despertar, alistarse, trabajar, regresar y bajar al bar para beber algo en solitario.
Se había puesto a pensar en su básica vida; en la repetición rutinaria, en la repetición, la repetición… Se hartó, subió al departamento, puso un arma en su boca y, presionando el gatillo, impregnó de sus sesos la pared.
Entonces despertó, se alistó, trabajó, regresó y volvió a dormir como todos los días.
La guerra continuaba. Entre tanto el horror se
respiraba en todo lugar al que se llegara. Se escuchaban gritos de dolor e
incluso en un sitio tan hermoso como Florencia se vivía con miedo. Un miedo
constante que no te permitía salir por una hogaza de pan sin dejar de pensar
que en cualquier momento los aviones podrían rugir y dejar caer sus bombas
sobre ti. Por la ventana, se veían las plazas desoladas: sin parejas en el
parque, ni el habitual anciano que alimentaba a las palomas. Las calles ya no
olían a esa típica pasta casera que alguna abuela haría de cenar. Sólo había
una oscuridad espesa, asfixiante; una atmósfera grisácea, que dicen, suele
envolver todos los rincones donde hay guerra.
Sin embargo, sucedía algo
curioso, a pesar de la constante amenaza estar en plena guerra y vivir
consciente de que en cualquier momento podías morir, las personas nos
entregábamos al placer, a los excesos, a una necesidad de amar y sentirse
amado. Bueno, quizá esté exagerando un poco, ciertamente mis clientes no venían
a buscar amor en una prostituta, sino más bien un simple gozo. Nunca escuché a
alguien decir ‘’Oh ¡qué linda mujer! Cásate conmigo para vivir una vida llena
de amor y felicidad. ¡No me importa tu pasado!’’. Aunque, en realidad, siempre
había soñado con esas palabras.
Tenía 15 años cuando comencé a
escalar en este mundo, hasta el punto de convertirme en una de las bellas más
prestigiadas de Florencia. Hombres de muy buenas posiciones vienen a buscarme.
Hombres que mi socio lleva a mi casa, que me miran, se desnudan y hacen lo que
desean hacer. Jamás me dedican un buongiorno,
mucho menos una declaración de amor. Sólo algunas palabras obscenas cuando se
acerca el final de nuestros encuentros.
Todo solía ser así, simple,
indiferente, rutinario. Hasta que el 7 de julio de 1943, para ser exactos, lo
conocí. Maurizio, mi socio, se detuvo en el umbral de mi casa acompañado de un
hombre alto, con aspecto solitario. Maurizio le dio la llave y después se
retiró. El hombre solitario abrió la puerta y con gesto dudoso asomó la cabeza.
Yo ya estaba preparada para recibirlo, sólo me estaba atando el cabello para
poder trabajar cómodamente. Lo miré por el espejo:
—Ciao —dijo mientras sonreía—. ¿Puedo pasar?
Naturalmente estos modales no
eran comunes en este tipo de encuentros.
—Adelante —dije, al tiempo que
ponía mi reloj en marcha para contar las 8 horas de servicio.
—Mi nombre es Luke. Espero que
no haya problema en atender al enemigo—dijo esto señalando un bolso con la
bandera americana.
—No estamos aquí para hacer
diplomacia, así que no me importa que seas americano.
—Mis compañeros me han hablado
mucho de ti, —dijo mientras dejaba su abrigo sobre el perchero—.
—Bueno, si quieres disfrutar de
tus horas pagadas… —le advertí, mientras me inclinaba hacia él— será mejor que
comencemos.
—De hecho… —detuvo amablemente
mis brazos que se aproximaban hacia su cuello— realmente no estoy aquí para
acostarme contigo.
Esta vez fui yo la que se
apartó, lo interrogué con la mirada:
—Sé que suena extraño, pero no
me interesa tocarte —me mostró su mano izquierda, tenía un pedazo de tela atado
en un dedo simulando un anillo—. No es personal. Una hermosa mujer me espera en
casa.
— ¿Lo dices en serio? No es que
me asombre ver a hombres casados por aquí, pero…
— ¿Seré acaso el primero en ser fiel a su esposa y
resistirse a los encantos de una bella de Italia? Tranquila, con una copa me
basta.
Me invitó a sentarme, después
rellenó dos copas de vino que estaban sobre una pequeña mesa.
—Normalmente soy muy modesta,
pero ¿para qué desperdiciar la oportunidad de poder estar con una de las más
afamadas prostitutas, si deseas ser fiel a tu esposa? —la copa estaba llena
hasta el borde. Ahí confirmé que efectivamente no era italiano.
—Quiero salvar mi pellejo, los
chicos del campamento dudan que realmente me gusten las mujeres. Y si quiero
llegar al menos al frente con vida… debo demostrarles que soy capaz de estar
con una dama.
—Pues, si así lo deseas…
—Tranquila. La velada acaba de
comenzar. Creo que hay mucho de qué hablar cuando se vive entre una guerra tan
grande. ¿Más vino?
Acepté. No supe si parar el
reloj o dejarlo correr. Me habló de sus orígenes, me contó que la razón por la
que dominaba el italiano era porque su abuela era de Verona, me habló de su
vida antes de la guerra… Hablamos sin parar como dos viejos conocidos. El
sabor del vino le daba a las palabras un sabor más dulce.
—Luke, ¿qué significa ese trapo
que tienes amarrado en el dedo?
—Bueno, este anillo tiene su
historia. No estoy casado legalmente porque no tuve tiempo de hacerlo. Sin
embargo, antes de partir, Emma, mi prometida, una rubia de ojos verdes tomó un
trozo de tela de su vestido, lo dividió en dos e hicimos nuestros votos. Con la
promesa de que yo volvería por ella.
—¿Y no te gustaría tener otro
anillo? ¿…Un verdadero anillo?
—Por el momento estoy feliz con
mi anillo de seda. Al fin y al cabo, su significado es realmente lo que
importa. Dime, ¿y tú eres casada?
—¿Una prostituta casada? —dije
mientras reía— ¿Qué te hizo pensar eso?
—Bueno, yo… —extendió su mano,
apuntando a un anillo de oro que yo claramente reconocía. En su interior,
estaba escrito el nombre de una tal María Benigni— Vi que, cuando entré,
rápidamente te lo quitaste, cuando tomé la botella, lo vi en la mesa. Tenía
curiosidad. ¿Ese es tu nombre? ¿Eres María?
—No. De hecho, ni siquiera la
conozco. Un cliente tenía prisa por irse, al salir de la ducha olvidó
ponérselo, así que me lo quedé.
—¿Así que ese anillo te da la
ilusión de sentirte casada?
—No sólo ese, cada vez que
puedo, me pongo los anillos de mis clientes. Pero este es el único que he
podido conseguir.
—Amore… —lentamente acarició mi mejilla, poniéndome un mechón de
cabello detrás de la oreja— No hace falta que te preocupes por ello. Eres una
mujer inteligente… y hermosa. Algún día conocerás al hombre indicado.
Al escuchar esas suaves palabras
sentí cómo la temperatura de mi cuerpo se elevaba, sentí mis mejillas arder…
—Según el reloj aún me quedan 3
horas a tu lado. Te propongo un trato.
—¿Un trato?
—Sí, mira, por lo que me acabas
de decir, deduzco que tienes curiosidad por saber qué se siente compartir la
cama con un hombre y sólo dormir. Yo soy un hombre, y quiero dormir. Así que
ahora yo te ofrezco mis servicios —su sonrisa se hacía cada vez más radiante.
—Pero, si es un trato… ¿Qué te
debo de dar yo?
—Tu nombre. Cuando llegué, yo te
di el mío y tú te limitaste a mirarme.
Ahora quiero saber el nombre de la bella mujer con la que he compartido
unas copas de vino.
Su propuesta me conmovió, nadie
se había interesado por mi nombre, se limitaban a llamarme zorra o perra, y yo
lo había aceptado. Pero él no me veía así, me veía como un ser humano… me veía
como una mujer.
—E… Eliana. Eliana Rizzo —lo
dije como si fuera la primera vez que lo pronunciara, insegura y en voz baja.
—Eliana —meditó un momento—.
Eliana Rizzo. Simplemente hermoso —después, me tendió la mano— Señora Rizzo,
¿le gustaría acompañarme a nuestra habitación matrimonial?
Aquella propuesta me fascinó.
Sonreí y tomé su mano. Lo seguí hasta mi habitación… nuestra habitación. Se
detuvo enfrente de la cama y me miró a los ojos.
—Qué tonto puedo llegar a ser.
¿Cómo lo pude olvidar? —me miró con el entrecejo fruncido, por un momento pensé
que se había arrepentido.
Soltó mi mano y con gran fuerza
arrancó de su camiseta una tira de tela, la dividió en dos, y tomó mi mano.
—Ahora sí podemos sentirnos como
marido y mujer— me colocó una tira alrededor de mi dedo, simulando una argolla.
Después besó mi mano y me tendió en la cama. Él se recostó a mi lado. Yo lo
abracé mientras se colocaba su anillo de bodas encima del antiguo. Después,
durmió entre mis brazos.
¿Quién diría que un pedazo de
tela me haría tan feliz? Yo no pude dormir esa noche, bueno, esas tres horas.
Por un momento fantasee en cómo sería mi vida si estuviera casada con un hombre
como Luke. Imaginé la posibilidad de que cuando el reloj marcara el fin de sus
horas pagadas, él me pediría que me quedara a su lado. Me pediría que realmente
nos casáramos. Así, tomaríamos copas de vino mal servidas por mucho tiempo.
Imaginé que al momento que él despertaría, me miraría dulcemente y diría mi
nombre “Eliana”, “Eliana Rizzo” como en mis sueños…
Llegó el momento, el aparato
anunció que el servicio estaba completo. Lo vi abriendo lentamente los ojos.
Después, lo dijo…
—… ¿Emma?
Eso fue todo. Sentí mi corazón
crujir. Yo no era la mujer que amaba este hombre. Yo no era su esposa. Yo no
era Emma. Después de pronunciarlo, se incorporó, me dedicó una sonrisa, tomó su
chaqueta y se acercó a mí.
—Jamás había pasado una velada
tan perfecta. Tengo que irme, me necesitan en Sicilia. Espero haber sido de
ayuda, amore —después se acercó a la
puerta, justo antes de abrirla regreso hacia mí con paso decidido—. Quiero
decir, Eliana, Eliana Rizzo —me puso en la mano aquel anillo de tela con el que
se había convertido en mi esposo… y se fue. Ya no sería la señora Rizzo.
Al poco tiempo, supe que el 10
de julio de 1943, tras una cruenta batalla, murieron en Sicilia más de 29 000
aliados dejando a miles de familias destrozadas. Yo pensaba particularmente en
una viuda americana, una joven rubia de ojos verdes llamada Emma…
Por mi parte nada ha cambiado, excepto el anillo que llevo en mi mano que, de estar hecho de oro, se convirtió en un pedazo de tela de una camisa vieja. Aún sigo en Florencia, sigo siendo una prostituta que programa el reloj para controlar el tiempo con sus clientes. Sin embargo, todavía espero que un buen hombre, después de cruzar la puerta me dedique un buongiorno dulce y tierno. Aún soy una esposa de la guerra.
Fátima Águila Cardona
Preparatoria Regional de Lagos de Moreno
El silencio de la mujer. Kristian Michelle Silva Caraveo. Preparatoria 4.
Conocí a Beethoven afuera de un restaurante, me
miraba juguetón y parecía que tenía hambre, así que lo llevé a mi casa y ahí se
instaló. Era muy dócil al principio, muy limpio y cariñoso, pero con el tiempo
fue agarrando mañas, y ahora tengo que soportar ver el piso sucio porque le
encanta pisar los charcos en la calle y entrar a la casa sin limpiarse en el
tapete, embarrar los sillones de comida, dejar la cama llena de pelos, orinarse
en las plantas y pasarse el día frente a la televisión. Intento hablarle,
acariciarlo, pero siempre me ignora y se limita a pedirme que le prepare la
comida, pero qué puedo hacer, llevamos diez años casados y es el padre de mis
dos hijos
Romanticismo
Había una vez una mujer que no sabía de símiles, ni de hipérboles, ni de analogías, ni de metáforas, ni de ninguna otra figura retórica, y cuando su enamorado le dijo: “tú eres la única que posee la llave para llegar a mi corazón, úsala”, ella le clavó la llave de la puerta de su casa en el pecho hasta atravesarle el corazón.
Jhovana Itzel Aguilar Jiménez
Preparatoria 8
Demonios. María Fernanda Soledad Estrada. Preparatoria Regional de El Salto.
Se decía en las calles del pueblo que ella era tan
hermosa como una rosa. Que sus labios color carmesí eran lo más lindo con lo
que cualquiera podría encontrarse; se comentaban de su preciosa voz y de sus
marcadas y suaves caderas.
Nunca
se supo de nadie que se hubiese resistido a los hechizos de una mujer tan
hermosa, y, en mi opinión, especialmente de ella, con esa forma tan voraz de
expresarse y ese brillo en sus ojos marrones que te hacía pensar que estabas
mirando al interior de una taza repleta de brebaje caliente en la mañana.
Cuando sonreía, ¡cielos santos!, cuando sonreía y aquellos hoyuelos se asomaban
de su fino rostro parecía que todo en el mundo paraba por un segundo para
admirar tan fulminante belleza.
“¿Tendría
novio?”, me llegué a preguntar más de una vez, mas nunca me supe contestar. No
conocía a nadie que hubiera hablado con ella, ni tocado su fina piel, nadie con
quien me atreviera a cruzar palabra. Estaba demasiado arriba y yo demasiado
abajo. Pero un chico puede soñar, y yo soñaba, soñaba con su tacto y con su
presencia, con la fuerza de sus pestañas y las delicadezas de sus manos.
Ella
encendía algo en mí, encendía un ardor profundo que me calaba en los huesos y
me quemaba hasta la más pequeña partícula de mi alma, tenía ese tipo de
presencia misteriosa que me mataba lentamente y me torturaba por no poder
tenerla.
Poco
deja a la imaginación, sea como sea. Acerca de mis sentimientos hacia ella, y
sin importar que nunca me había hablado, yo ya era su perro fiel, besando y
bendiciendo cualquier sitio por donde sus pies hayan pasado, alabando y
envidiando a aquellas ligas para peinarse que acariciaban su tan fino cabello
día tras día. Por supuesto, como cualquier hombre enamorado, repudiaba a mis
compañeros de colegio y vecinos, usualmente mayores que yo y en una mejor
posición, que gozaban de acompañarla dando largas caminatas por los parques.
Claramente
nadie le faltaba al respeto, era parte de su encanto, de esa inmaculada cara de
ángel a la que yo veía rodeada por su aureola.
Pero
ella a mí… No, nunca había posado sus tan finas y preciosas pupilas en mí, no
tendría razones para hacerlo fuera como fuera. Yo no era mayor como esos tipos
pedantes que la llevaban de la mano, ni tenía sus carros caros, ni mucho menos
le podría dar de esos regalos grandes y bochornosos que seguido aparecían en su
puerta ocultando detrás suyo a un chico bien parecido.
No,
yo no le podría ofrecer nada de eso, y me partía el corazón siquiera pensarlo.
Había
días en los que me despertaba y pensaba en confesarlo todo, lo haría, le diría
lo que sentía. Otros, bueno, pensaba que no valía la pena, que ella merecía
algo mejor y nunca se detendría a pensar en un simple y molesto niño estúpido
como yo… Tristemente, el viernes pasado fue más un día de valor que de
cobardía, tristemente para mi pobre historia escupida.
Asistí
a la escuela como siempre, mi madre me pidió hacer el desayuno para toda la
familia y después de empacarlo me fui a toda velocidad hacia la preparatoria.
Tomé
una clase, dos, y una más antes de que sonara la campana del receso. Ella… Ella
iba en quinto al igual que yo pero en otro grupo, y momentos así eran de los
pocos que tenía para hablarle.
Salí
del aula y me encontré con ella casi de inmediato en el pasillo. Preciosa,
rodeada de sus amigas, luciendo como una estrella o como la luna misma, con esa
sonrisa, con esos hoyuelos, con esa mirada y con esa presencia.
Embobado
por su persona olvidé moverme y sólo la miré boquiabierto, por supuesto que
ella me notó, quizá por vez primera, parado frente a ella, y en cuanto me di
cuenta del ridículo que estaba haciendo me puse derecho y me reacomodé la
mandíbula entre las risas crueles de sus amigas.
—Hola…
—le
dije tartamudeando un poco, ella remarcó su sonrisa y me contestó.
—¿Necesitas algo?
Mi mente volaba hacia el hecho de que
estuviéramos conversando, era un momento puro, de máxima felicidad y
nerviosismo. Perdido en su mirada debí de haberme tomado unos minutos más hasta
que la voz de una de sus amigas me arrancó de mi fantasía, confesando que sería
mejor retirarse, que no diría nada bueno.
No
sé si fueron los nervios o el miedo a que se fuera, pero algo me hizo tomar su
muñeca y sólo decirle de manera directa y clara lo que mi corazón me dictaba.
—Te
quiero —le dije entre jadeos. Parecía que recién acababa de salir de un
gimnasio cuando tales palabras se resbalaron por mis labios, sudado y torpe.
Ella me miró con su rostro confundido y no dijo nada. Tampoco sus amigas
hablaron ni los chicos que pasaban.
—Te…
quiero —dije de nuevo, sonrojándome un poco.
Pensé por un segundo que el mortal silencio
era culpa de la sorpresa emergente de los corazones de aquellos que no se
esperaban que tuviera el valor. Tristemente no fue así, si no que en su lugar
ella soltó una pequeña risa antes de que su amiga gritara a todo pulmón
“¡tortillera!”
Mi
mundo se detuvo de un golpe, no como lo detenía ella, si no como el freno
desagradable de un auto cayéndose a pedazos. De repente todo iba en cámara
lenta y a mi alrededor se juntaba gente gritando “¡marica!”, “¡marimacha!” y
otros términos que se clavaban en mi corazón… sobre todo las veces que tales
palabras emanaban de los labios de mi ángel. ¿A mí? No podrían decírmelo a mí,
no, yo era heterosexual. Además, yo no era mujer.
El
ruido provenía de todas partes y poco a poco se convertía en un insoportable
eco que taladraba mis oídos. Me tiré al
piso en posición fetal y me llevé las manos a la cabeza. Comencé a gritar y a
jadear. No tardó en llegar un prefecto.
Llamaron
a mi madre. Me golpeó en el auto. Ella llamó a mi padre, quien lloraba de
decepción. Surgió el término “lesbiana”, pero nadie me permitía explicar que un
hombre no puede ser lesbiana por obvias razones. Mas mis palabras no parecían
apelar bien a los oídos de mi madre y padre.
Finalmente
llegó mi tío, hombre fuerte y alto, demasiado adepto a la religión católica,
que pasó su vida trabajando en la construcción. Me tomó del cabello y me
arrastró por las escaleras hacia mi cuarto, ahí con sus manos me arrancó la
ropa y me dejó expuesto ante el espejo. Mi cabello largo y ondulado, mi propia
cadera, mis pechos y mi pelvis me susurraban en el espejo cosas que no quería
escuchar, cosas que entraban a mí ser por mis ojos en negación. Yo gritaba tan
fuerte como podía, pero esto no daba resultado.
—¡Mírate,
Esmeralda! —gritaba él— Ese no es un cuerpo de chico y nunca lo será, acéptalo.
¡Naciste siendo perra y perra morirás! Y como perra vas a buscarte a un hombre
en vez de decir idioteces en la escuela —gritó a mi oído lastimando mis
torturados tímpanos mientras recorría con manos sucias y violentas aquel cuerpo
que se reflejaba en el espejo y que no reconocía como mío.
Al
final jaló de mi cabeza y dejó que esta se estrellara fuerte contra el piso. Me
sentí mareado y se me nubló la vista. Escuché un portazo y cubrí mi desgraciado
cuerpo con los harapos que quedaron de mi camisa. Cuando mi cabeza dejó de dar
vueltas, lo primero que vi fue a aquel endemoniado espejo y como a través de
mis andrajos se reflejaba una piel que no era la mía, unos senos que no podrían
ser míos y una entrepierna que no podría ser mía.
Me
levanté con piernas temblorosas y por primera vez en mucho tiempo observé el
cuerpo de mujer que mi alma habitaba. Por mi mente pasaron los golpes de mi
tío, los vi en mi cabello. Sus manos tocando todo lo que no debería ser tocado,
a esas las vi en mis pechos. Vi el golpe de mi madre en mis caderas y a las
palabras de mi padre en mi cintura. Vi sus lágrimas en la forma en la que
creaban curvas mis piernas, y vi las rosas de todos, y al rechazo de mi ángel
marcados en mi entrepierna.
Las
lágrimas se apoderaron de mí. Sólo podía rasguñar mi cuerpo con desesperación y
con horror. Quería quitarme ese disfraz deplorable, esa piel que no era mía,
ese nombre que no era mío.
Al
final perdido entre los laberintos de la desesperación terminé por encontrarme
con una vieja navaja de afeitar de aquellas clásicas que aparecen en las
películas de época y la llevé conmigo hacia el espejo.
Incisión
tras incisión tajaba todo lo que volvía a mi cuerpo tan ajeno a mí, y cada vez
hacía más frío. Ardía, dolía y me retorcía, partes mutiladas de aquel cuerpo
caían al piso, aquella piel. ¡Esos malditos senos! Sin embargo, el color rojo
que pintaba la loza del suelo me recordaba que en unos segundos esas malditas
curvas desaparecían para siempre.
En algún punto sin fuerza caí al piso. Temblaba y miraba hacia abajo contemplando mi cuerpo con forma más varonil, más mía. Como pude solté una sonrisa y cerré los ojos. No era perfecto, pero quizá de esa forma le gustaría más a ella. Quizá de esa forma podrían verme como lo que era, un niño ingenuo enamorado de una preciosa mujer.
No volví a abrir los ojos. Mi lecho fue para siempre la loza teñida de rojo de aquel cuarto y me pregunté, mi alma se preguntó, si en mi funeral me pondrían traje fino, y si eso le parecía a ella de alguna forma atractivo.
Sofía Zazhil Román Verde
Preparatoria 9
Quién soy yo. Dulce María Cobián Flores. Preparatoria Regional de El Salto.
Es un camino enterregado en medio de
la nada. Haces los ojos chiquitos buscando a los lados un pueblo, una casa, un
mísero árbol, algo más que no sea la procesión en la que vas embutido,
arrastrado a la fuerza por el gentío acalorado, apestoso. Intentas mirar por
encima de las cabezas, pero el sol se fija delante, enorme, te deslumbra. Tal
vez llevan un santo, piensas, pero cuando preguntas, nadie te responde, miran
al frente, un poco alzadas las cabezas, como hipnotizados por la luz. Es ahí
cuando adviertes que el cielo tiene una tonalidad rojiza, como si destilara
sangre y bañara las nubes. La gente va seria, silenciosa, parpadea de vez en
cuando, muy comprimida, sin dejar huecos libres para escapar. Los brazos
chocan, las manos se confunden con otras, se rozan las espaldas y las piernas,
se respiran en la oreja, en la nuca, pero nadie se queja; se aglomeran los
olores, los alientos y los sudores.
Vuelves
a intentar mirar lo que va adelante; pero el brillo del sol es tan fuerte que
te arden los ojos. A tus costados, sólo hay suelo llano, seco, con insípidos
matorrales aquí y allá. El aire se siente espeso, empolvado y más caliente
conforme van caminando, te araña la piel y hasta respirar duele. El suelo está
cuarteado, parece que no ha llovido en muchos años.
—Aquí
nunca llueve —dice una mujer, sin dejar de mirar al frente.
—¿Adónde
vamos? —le preguntas.
El
peso del sol ha comenzado a fatigarte, te dan calambres en las piernas, te
gustaría detenerte, pero en cuanto dejas de moverte la multitud compacta te
arrastra.
—Nadie
sabe —responde un hombre.
—¿Dónde
estamos?
—En
el desierto, supongo —responde otro.
—Es
Sonora, de seguro.
—Adelantito está la frontera, por Dios
que sí.
—¿Adelantito?
Llevo días caminando y aún no llegamos a ninguna parte —dice la mujer —.
Debería estar trabajando, mi casero ya me advirtió que me va a echar si no le
pago los meses de renta que le debo, y yo aquí, caminando hacia ninguna parte.
—¿No
está casada? —le pregunta un hombre de corbata. Tú escuchas con mucha atención,
no encuentras otro entretenimiento.
—Los
hombres no quieren mujeres usadas como yo. Mi cuerpo ya no seduce como cuando
tenía veinte. Qué recuerdos, en esos tiempos cobraba mi buen dinero. Yo era
toda una joya.
—Es
usted una mujer mala —le dices.
—Sí
lo soy, rancherito. Me he vendido, he robado, he dado a luz dos veces sin
siquiera mirar los rostros de mis hijos, los he abandonado en la calle, los he
matado por vanidad.
—¿Y
no se arrepiente de sus actos? —le pregunta el de corbata.
—Sí,
a veces. Pero nunca como ahora, y es que caminar aflora muchos pensamientos.
—Pues
yo también soy malo —responde él—. He estafado a muchas personas, los he dejado
en la calle. Hace poco me enteré que un hombre al que yo despojé de todo se
ahorcó en la regadera de un hotel a causa de sus preocupaciones económicas. No
he dejado de pensar en él desde entonces.
Empiezas
a respirar con mayor dificultad, ya no hay ni una pizca de viento y el calor
aumenta, te traspasa las sulas de las botas, te achicharra los pies.
—¿Y
usted? —te cuestiona la mujer—. No me
dirá que es un santo.
Por
un momento no sabes ni quién eres. Entonces los detalles se agolpan y los
recuerdos aparecen lentos, brotan de sus capullos difícilmente. Eres Fidencio
Ramírez, ganadero, tienes una esposa embarazada y una hijita de seis años.
Quieres indagar más sobre tu vida; pero no puedes. Tus recuerdos están muy
lejos, no los alcanzas.
—Soy
esposo y padre, me gano la vida honradamente. Yo no soy malo —afirmas.
El
sol ya se cierne sobre ustedes, refulge como una inmensa antorcha encendida.
Los cuerpos sudan tanto a tu alrededor que parecen mojados, te tocan por todas
partes, mezclan tus flujos y los de ellos. Alzas la vista y sientes cómo se
derriten cejas y pestañas. Y recuerdas. Recuerdas a la pobre Crisálida en el
suelo, llorando. Se endereza lentamente, con el rostro amoratado y sangrante, y
te mira con los ojos perdidos, ajenos, acusadores; no es la mirada de
Crisálida. Ella siempre luce arrepentida o asustada; nunca delatadora, nunca
verdugo.
—Lo
mataste —te dice, abrazándose el vientre.
Desde
el inicio de la procesión llegan gritos, unos alaridos agónicos que te hacen dar
media vuelta, querer alejarte.
—Los
abandoné en un basurero, desnudos y hambrientos —dice la mujer sin alterarse
ante los gritos.
—Les
quité todo, los orillé al suicidio —agrega el hombre.
—¡Lo
maté! ¡Maté a mi hijo! —intentas huir, pero muros de miembros humanos te
detienen y te arrastran inexorablemente hacia un calor que arde, quema, pero
nunca mata…
Hacía mucho rato que se habían llevado
al niño para enterrarlo.
—¡Encontramos a don Fidencio —llega gritando alguien mientras la matrona le limpiaba los últimos rastros de sangre a Crisálida quien seguía llorando quedito—! Anda por el camino a Yahualica, va solo, como borracho, llorando y gritando, quejándose de un supuesto calor tan insoportable que se encueró y mueve los brazos como loco, como aventando gente invisible, que dizque se está quemando…
Jhovana Itzel Aguilar Jiménez
Preparatoria 8
Huellas del tiempo. Yuli Itzel Flores Hernández. Preparatoria Regional de El Salto.Vivamos mientras seamos jóvenes. Areli Alejandra Ruvalcaba Becerra. Preparatoria Regional de El Salto.