Es curioso cómo algunas personas creen que la vida está llena de casualidades, yo difiero en ello. Siempre he sido fiel a la idea de que todo pasa por alguna razón, desde que en este mismo momento esté caminando por la calle de la iglesia hasta por qué el crepúsculo se ve más apagado que de costumbre.
Ahora que lo pienso, me cuestiono si los más mínimos detalles influyeron en el destino de las cosas, si me hubiera puesto el suéter gris en lugar de buscar la chaqueta negra ¿alteraría lo que ha pasado este día? O tal vez si hubiera salido tres minutos tarde de mi casa a la escuela, no hubiera encontrado a mi madre que me recordó la llamada de mi tía para pedirle permiso de que yo fuera a ayudarle por la tarde.
Voy camino a la florería a comprar crisantemos blancos que mi tía me ha encargado para adornar la casa. Llego a la florería y me atiende una mujer de entre cuarenta y cinco y cincuenta años, algo descuidada y malhumorada. Pregunto por el precio de los crisantemos blancos. “A setenta la docena”, me responde la florista. Me parece caro, así que regateo el precio poniendo como excusa que sólo tengo sesenta pesos. La florista accede, pido que me reparta la docena en dos ramos, mientras espero, escucho en el fondo de aquel local de flores el sonido de una televisión encendida y comienzo a observar el lugar tan viejo, sucio y que tiene un aire anticuado.
El olor a flores, pino y madera, se percibe al instante, tan fresco y agradable al olfato y drástico a la vista. La mujer que arregla los ramos, toma las delicadas flores con rudeza, las zangolotea y acomoda con una rama de pino y esas florecillas que son una especie de margaritas pequeñas, las junta y las aprieta, quita los pétalos marchitos de los crisantemos y corta sus tallos sin piedad ni remordimiento para lograr que tengan el mismo tamaño. En ese momento logro percibir el dolor en ellas, que han pasado de un estado de pasajera tranquilidad descansando en aquella cubeta con agua a la violencia de las manos de la mujer.
Veo las luces de los automóviles que pasan por la avenida y las confundo con animales, niños y personas adultas que van corriendo por entre los autos siendo alcanzados por éstos y desapareciendo de mi vista, supongo que con un final no muy grato, con un trágico final.
Todo esto me hace recordar a aquel hombre que en un descuido, en unos segundos, perdió la vida mientras bajaba una campana de la torre de la iglesia cuando cayó ante la vista de decenas de curiosos que miraban el acto. Ahora puedo recordarlo muy bien y tengo fija en mi mente aquella tan desastrosa imagen. Recuerdo su sangre en el pavimento, tan roja como las rosas de la florería, su cuerpo inerte ante la muchedumbre morbosa como aquellos tallos y pétalos regados sobre el piso de aquel local en el que alguna vez, no hace mucho, compré crisantemos blancos.
La orilla de la acera es tan pequeña, otra vez los niños y los perros, otra vez las mujeres, los obreros, hay una fuerza afuera que me atrae, que me pide correr, que me vuelve una de esas sombras que se desplazan entre las luces, hacen parecer fácil el cruce. Hay algo que los dibuja tranquilos, una paz que me llama, como una especie de libertad. De pronto parece que se elevan y desaparecen, flotan un momento, se van y vuelven otra vez, como en círculo. Se van en la dirección de los coches, ¿se van con ellos?, ¿a dónde van? Me miran y me invitan. Quiero moverme pero esta realidad me lo impide, mis piernas me lo recuerdan, fijas en la banqueta. En medio de la calle está todo: mis miedos, mi libertad, mi seguridad.
El sonido y el viento de los automóviles en mi cara, aquellas voces casi mudas confundiéndome, que me incitan a formar parte de su élite. La lucha prevalece contra lo estático de mis pies, hasta que en un descuido logro liberar el movimiento y doy pasos seguros en línea recta.
Karen Joceline González Ríos
Preparatoria 12